Entre Las Sombras

Me volví hacia la puerta abierta, el aire helado de la noche no me inmutaba. El olor a tierra, a pino... y a ellos. Cada vez más cerca.

Mis sentidos de loba estaban en alerta máxima. Podía oír el crujido de las hojas bajo sus botas, el jadeo de sus respiraciones, el tintineo metálico de lo que parecían armas. No eran solo dos o tres. Eran muchos. Demasiados.

Un escalofrío recorrió mi columna, pero no de miedo, sino de la anticipación de la batalla. Mi forma semilobuna se consolidó, mis garras se afilaron aún más, mis colmillos brillaron a la luz de la luna que por fin se asomaba entre las nubes.

Mis ojos dorados escanearon la oscuridad.

De pronto, las sombras cobraron forma. Una docena de figuras emergieron avanzando con una confianza siniestra. Todos hombres, grandes, corpulentos, con esa mirada de cazadores que ya conocía. Y en el centro, al frente, venía él.

Rick.

Su rostro, marcado por una cicatriz que cruzaba la ceja, se iluminó con una sonrisa cruel cuando sus ojos se encontraron con los míos. Detrás de él, un hombre aún más grande, con una barba tupida y una presencia imponente, avanzaba con una arrogancia que me revolvió el estómago.

No era Rick el que mandaba aquí.

Este era el líder.

La manada se detuvo a unos metros de la casa formando un semicírculo. El hombre imponente, con una gabardina de cuero oscuro y una mirada de acero, dio un paso al frente. Sus ojos recorrieron mi forma, deteniéndose en mis garras y colmillos, como si evaluara una pieza de caza.

—Así que aquí estás, Adeline— dijo su voz, profunda y resonante, como el rugido de un león. No era una pregunta, era una afirmación, cargada de una satisfacción que me dio escalofríos. —Al fin te encontramos. Llevábamos años buscándote, pequeña loba. Has sido escurridiza, lo admito—

Mi corazón latía con fuerza, pero mi expresión se mantuvo impasible. No les daría el gusto de verme asustada. Lancé una mirada de desprecio a Rick, que se mantenía un poco detrás del líder, con una sonrisa cobarde.

—¿Años?— respondí, mi voz de loba era un gruñido bajo, pero audible, y me esforcé por inyectarle todo el sarcasmo que pude. —¿Tanto tardaron en encontrar a una mujer sola? Vaya, pensé que los grandes cazadores eran más eficientes. O quizás es que vuestro líder tiene que esconderse detrás de sus perros para no ensuciarse las manos—

La sonrisa del hombre imponente se borró. Sus ojos se entrecerraron. El ambiente se tensó aún más. Los hombres detrás de él se movieron inquietos, algunos apretando sus armas.

¡Bingo! Había tocado una fibra sensible.

—Cuidado con lo que dices, perra— siseó el líder, con su voz ahora más dura.

—¿Perra?— escupí, dando un paso al frente, y mis garras raspando el suelo. Mis ojos se fijaron en Rick, que se encogió ligeramente. —Hablando de eso, Rick, veo que sigues siendo el mismo cobarde de siempre. Escondiéndote detrás de otros para hacer tu trabajo sucio. Pero no te preocupes, tarde o temprano, yo misma te daré tu merecido. Te lo prometo—

Rick se puso lívido, sus nudillos blancos al apretar el arma que llevaba. El líder lo miró de reojo, en una advertencia silenciosa.

Mi desafío había resonado.

—Suficiente— rugió el líder, su paciencia estaba agotada. —Ya hemos jugado bastante. Atrápenla. Pero viva. El jefe la quiere viva—

Y con esa orden, el infierno se desató.

Los hombres se abalanzaron sobre mí como una jauría. No eran lobos, pero eran muchos, y estaban armados. El primero en llegar fue un tipo fornido con un hacha. Esquivé el golpe, la hoja silbo cerca de mi cabeza, y respondí con un zarpazo que le abrió la mejilla. El hombre gritó, retrocediendo.

Pero no estaba sola. Dos más vinieron por los flancos. Uno intentó sujetarme, pero mi fuerza era superior. Lo lancé contra un árbol con un empujón, el impacto resonó en la noche. El otro, con un cuchillo, intentó apuñalarme. Lo esquivé por poco, el filo rasgó mi piel en el brazo. Dolía, pero la adrenalina era un analgésico potente.

Gruñí, mi forma de loba se hizo más pronunciada, mi pelaje se erizó. Me movía con una agilidad que ellos no esperaban. Salté, esquivé, zarpé. No pensaba, solo reaccionaba. Mis garras eran mis armas, mis colmillos mi amenaza.

Rick, valiente solo en grupo, intentó atacarme por la espalda. Sentí su presencia, me giré a tiempo y le di una patada en el pecho que lo lanzó varios metros. Cayó con un quejido, y por un segundo, sentí una satisfacción amarga.

Eran demasiados. Tres atacaban a la vez, mientras otros esperaban su turno. Uno me golpeó en la cabeza con la culata de un rifle, haciéndome ver estrellas. Otro me sujetó por la espalda, intentando inmovilizarme. Mordí, arañé, luché con la furia de una bestia acorralada.

Logré liberarme, pero estaba recibiendo golpes por todas partes. Mi pelaje estaba manchado de sangre, tanto mía como de ellos. Mis músculos ardían, mi respiración era agitada. El líder, impasible, observaba la masacre con una gran sonrisa, esperando el momento.

Un golpe en las costillas me dejó sin aire. Caí de rodillas, tosiendo. Intenté levantarme, pero otro golpe en la espalda me hizo caer de nuevo.

Estaba agotada. Mi fuerza, aunque formidable, no era infinita. Y ellos, aunque heridos, seguían siendo una docena.

Mis ojos se nublaron. Sentí el sabor metálico de la sangre en mi boca. Mis músculos se negaban a obedecer. Un último intento, un gruñido desesperado, pero ya no tenía nada que dar.

El líder se acercó, con su rostro sombrío. Se arrodilló a mi lado, con sus ojos fríos como el hielo.

—Una digna oponente, lobita— dijo, y vi un atisbo de respeto en su mirada, antes de que se endureciera de nuevo. —Pero no eres rival para todos nosotros—

Sentí un último golpe en la cabeza, un impacto que me sumió en la oscuridad. Mi cuerpo, herido y derrotado, finalmente cedió. Caí, en la inconciencia desvaneciéndose, pero con una última imagen en mi mente: la promesa de que, si vivía, Rick pagaría. Y que, aunque derrotada, no estaba rota...