Antonella Bernal creyó en las fábulas románticas cuando contrajo matrimonio con Dreiner Ballesteros, su pareja de la universidad. Provenía de una familia humilde de clase media, mientras que él, aunque de antecedentes similares, tenía un ansia desmedida por el éxito. Esta ansia lo impulsó a trabajar sin cesar, lo que permitió que su pequeño negocio floreciera hasta transformarse en una empresa de renombre.
Todo empeoró el día que Paloma Valencia llegó a sus vidas. Heredera de un consorcio hotelero, Paloma era joven, hermosa y llena de confianza. Durante una reunión para firmar un contrato millonario, Dreiner dedicó la velada a elogiarla, dejando a Antonella en un plano secundario. La humillación la atravesó como un cuchillo.
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CAPITULO 17
CAPITULO 17.
Antonella se despertó de repente, cubierta de sudor y con su corazón latiendo fuertemente como un caballo desbocado. La habitación seguía a oscuras, pero la pesadilla se mantenía en su mente como una sombra viva. Las paredes grises de la cárcel, los gritos, las risas crueles, los golpes secos y el frío intenso… todo regresaba como si hubiera estado presente siempre.
Se enroscó a sí misma, abrazando su cuerpo tembloroso, mientras las lágrimas brotaban sin control. No eran simples recuerdos. Eran heridas abiertas, que aún sangraban en lo más profundo de su ser.
—No puedo dejarlo atrás… —susurró, con la voz quebrada—. No hasta que él lo pague… hasta que sufra por todo lo que me quitó.
El agua caliente de la ducha solo aligeró un poco el peso de sus fantasmas. Se vistió con sencillez, igual de elegante como siempre, pero sus ojos revelaban la lucha interna. Al mirar su correo, uno en particular captó su atención: era de Camilo.
“El orfanato Las Hermanas de la Caridad nos espera. Las monjas están ansiosas por nuestra visita y han preparado un almuerzo especial en agradecimiento. Te envío la información sobre la inversión necesaria. Nos vemos a las 11.”
Una pequeña chispa de alivio brilló en su corazón. Ayudar a los niños era una de las pocas cosas que le devolvía algo de propósito.
Al llegar, Camilo la estaba esperando, como siempre, a tiempo, de pie en la entrada del orfanato. Ella salió del auto con elegancia, pero aún sentía el peso de la pesadilla sobre sus hombros.
—Siempre puntual, abogado —dijo, intentando sonreír.
—Necesitamos hablar —respondió él, con una expresión seria.
—Por tu expresión, deduzco que no son buenas noticias.
—Esta mañana llegaron los documentos del divorcio… firmados. Dreiner aceptó todo. Si tú también pones tu firma, evitaremos el juicio.
Antonella frunció el ceño, dudosa.
—¿Así, sin más? No parece correcto… esperaba verlo rogando.
—No termina ahí. Las pruebas en su contra… se han esfumado. Todo. Como si nunca hubiera existido. La fiscalía cerró el caso por falta de pruebas. Y como el dinero de la cuenta en Suiza también desapareció, no hay nada en qué basarse legalmente.
Sintió cómo la ira subía por su garganta.
—¡Maldito! ¿Cómo lo hizo? ¡No tenía nada ni a nadie!
—Aún no tengo la respuesta, pero te prometo que lo descubriré. Esto no ha concluido, Antonella. No pararemos hasta que él sufra las consecuencias.
Ella respiró profundamente. Sus ojos seguían ardientes, pero se tranquilizó.
—Gracias, Camilo… pero hoy, busco tranquilidad. Vamos, los niños nos están esperando.
El orfanato les recibió con un contraste desgarrador: en su interior, la calidez de las personas persistía a pesar de los techos dañados y las paredes descascaradas. Las monjas los llevaron a través de espacios sencillos, mientras los niños reían y corrían a su alrededor. En el jardín, habían construido un escenario improvisado. Las actuaciones empezaron: danzas, canciones, pequeñas obras de teatro. . . todo realizado con un esfuerzo conmovedor.
Sin embargo, fue la última niña en actuar la que la dejó sin aliento. Con cabello rubio y ojos azules como el cielo invernal, subió al escenario con pasos dubitativos a la corta edad de cinco años. Su voz temblaba mientras recitaba un poema dedicado a "la señora que trajo esperanza".
Antonella sintió que algo dentro de ella se rompía suavemente.
El aplauso fue generalizado, incluso Camilo tuvo que limpiarse los ojos de forma discreta.
Durante el almuerzo, Antonella se sentó entre los pequeños. En ese momento, la niña del poema se acercó, con torpeza y dulzura, sosteniendo una rosa silvestre en la mano.
—Gracias por ayudarnos —dijo con dificultad, ofreciendo la flor.
—Gracias a ti, Emma —contestó Antonella, acariciándole el cabello—. Fuiste maravillosa.
Emma sonrió, tímidamente, y salió corriendo a jugar. Antonella la siguió con la mirada, como si su corazón se aferrara a aquella pequeña maravilla. Por un instante, el mundo se sintió menos cruel. Antes de irse, Antonella y Camilo entregaron a la madre superiora el primer cheque para las reparaciones urgentes. El gesto conmovió visiblemente a la religiosa.
—Esto significa todo para nosotros —dijo con sinceridad—. ¿Puedo hacerle una pregunta?
—Por supuesto —respondió Antonella.
—Pareció interesada en Emma.
—¿Cómo no estarlo? Es un ángel.
La hermana bajó la vista.
—Su madre es drogadicta. Prostituta. La dejó aquí al nacer y nunca regresó. Emma ha sido nuestra desde entonces.
Un nudo se formó en la garganta de Antonella.
—Qué injusto… daría cualquier cosa por tener una hija como ella.
—¿No puede tener hijos?
—No. Aunque hice todo lo posible….
—Quizás adoptar no sea un fracaso… sino un camino diferente hacia la maternidad. Sería una madre maravillosa.
Antonella levantó la mirada, sorprendida. Miró a Camilo. Él asintió suavemente.
—No creo que sea buena idea —susurró.
—No se niegue a esa posibilidad, tal vez —agregó la hermana— cambiaría su vida… y la de ella.
Antonella no dijo más y salió del lugar en silencio, la posibilidad de adoptar ella la contemplo en su momento, pero Dreiner se negó rotundamente.
De camino a casa, esas palabras resonaban en su mente como una melodía lejana. Recordó la última vez que soñó con ser madre. Recordó el sufrimiento de los tratamientos que no funcionaron. Recordó la humillación de aquella noche:
—“No criaré al hijo bastardo de otro”, le gritó Dreiner, con su rostro distorsionado por el desprecio.
Lloró durante horas. Lloró como nunca lo había hecho. Desde entonces, se esforzó en todo: en ser la esposa perfecta, en mantener la casa impecable y en amarlo incluso cuando él ya no la amaba. Y, aun así, él la rompió en pedazos. Al llegar a su nuevo hogar, se quitó los zapatos con calma. Se dirigió a su cuarto, sosteniendo en sus manos la pequeña rosa que Emma le había entregado. La puso en un jarrón al lado de su cama, como si fuera un signo tranquilo de esperanza.
Se imaginó, por un momento, cómo sería levantarse cada mañana con la risa de una niña. Visualizó una Navidad llena de juguetes. Una cena con platos pequeños. Un hogar. Pero no. Aún no. Primero tenía que terminar con Dreiner. Solo entonces, quizás, podría permitirse empezar de nuevo.
Y por primera vez en mucho tiempo, cerró los ojos y soñó. No con venganza. Sino con amor. Un nuevo comienzo para ella y porque no, la posibilidad de tener una familia real y duradera.
