Nabí es el producto de un amor prohibido, marcada por la tragedia desde su más tierna infancia. Huérfana a los tres años tras la muerte de su padre, el vacío que dejó en su vida la lleva a un mutismo total. Crece en un orfanato, donde encuentra consuelo en un niño sin nombre, rechazado por los demás, con quien comparte su dolor y soledad.
Cuando finalmente es adoptada por la familia de su madre, los mismos que la despreciaban, su vida se convierte en un verdadero infierno. Con cada año que pasa, el odio hacia ella crece, y Nabí se aferra a su silencio como única defensa.
A sus dieciocho años, todo cambia cuando un joven de veintitrés años, hijo del mafioso más poderoso de Europa, se obsesiona con ella. Lo que comienza como una atracción peligrosa se transforma en una espiral de violencia y sangre que arrastra a Nabí hacia un mundo oscuro y despiadado, donde deberá luchar no solo por su libertad, sino también por descubrir quién es realmente.
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CAPÍTULO 17: SENTENCIA
...Nabí...
Me senté en el inmenso comedor de la mansión, y en cuestión de segundos, Dafne y las demás sirvientas transformaron la vasta mesa en un despliegue asombroso. Era un verdadero festín: desde centros de mesa rebosantes de frutas exóticas hasta bandejas humeantes con carnes asadas y guisos aromáticos. Había fuentes con pescados a la plancha, cuencos con ensaladas frescas de colores vibrantes y una variedad de panes artesanales que olían a recién horneado. No faltaban los pequeños cuencos con salsas diversas y copas pulcras esperando ser llenadas. Me quedé estática, abrumada por la cantidad.
—Buen provecho, señorita —dijo Dafne con una sonrisa amable, y yo solo pude asentir.
Agarré la cuchara, casi con reverencia, y di un sorbo a la sopa de vegetales, cálida y reconfortante.
La imponente figura masculina se sentó en el borde principal del mesón, dominando el espacio. Su traje azul marino le ajustaba a la perfección, acentuando la amplitud de sus hombros y la robustez de su complexión, haciéndolo lucir aún más fornido. Mis mejillas se encendieron sin control mientras tomaba un sorbo del jugo cítrico en mi vaso de cristal, intentando disimular el rubor. Sentía su mirada fija en mí, pesando, pero no pude devolverla. Estaba demasiado avergonzada para atreverme a cruzar mis ojos con los suyos.
Las puertas de la cocina se abrieron de par en par, y un hombre de mediana edad, impecablemente vestido con traje y una barba cuidada, irrumpió en el comedor. Me quedé observándolo fijamente mientras avanzaba y tomaba asiento justo frente a mí. Me regaló una sonrisa rebosante de confianza, como si me conociera de toda la vida.
—Buenos días —saludó, y sin quitarme la vista de encima, se dirigió a Dafne—: Trae un plato para mí, por favor.
Miré de reojo a Daemon, quien parecía asesinarlo con la mirada, pero el recién llegado no se inmutó. Era como si estuviera completamente acostumbrado a ese tipo de hostilidad.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó, su voz suave.
No pude responder. Mi mirada buscó a Daemon, quien picaba su carne con una rudeza desproporcionada.
—Ya veo... —fingió comprender, con una sonrisa pícara— Daemon te comió la lengua.
Daemon, visiblemente obstinado, golpeó la mesa con un puño, haciendo temblar los platos y la comida que teníamos delante.
—¿Qué haces aquí? —espetó.
Pero el hombre lo ignoró por completo. —Yo me llamo Robert Lombardi, soy el tío favorito de Daemon —me sonrió, extendiéndome la mano.
Antes de que pudiera siquiera considerar estrecharla, Daemon me agarró la mano y le dejó claro, con una voz cargada de amenaza: —Lárgate.
Robert lo miró con un brillo travieso en los ojos y se recostó aún más cómodo en la silla. —No me iré. Vine a desayunar contigo. Como tío y sobrino.
Esbocé una sonrisa burlona y di un bocado a mi comida, disfrutando del espectáculo.
La mano de Daemon, oculta bajo la mesa, apretaba la mía con una fuerza que no dejaba dudas: no le gustaba que ese hombre me prestara atención. Mientras comíamos, yo elegía aditivos de la mesa con cierta frecuencia, y a veces, nuestras manos —las mías y las del tío Lombardi— chocaban por un instante. Nos mirábamos, una sonrisa cómplice cruzaba nuestros rostros, algo que a Daemon, visiblemente, no le agradaba en absoluto.
Robert desvió su mirada juguetona hacia Daemon.
—Mírate... —le dijo, con un sarcasmo bien marcado—. Debes estar muriéndote de celos.
Lo miré, y sí, parecía visiblemente celoso. Era curioso; ¿siempre había sido así con todas las mujeres que había tenido? Me parecía insólito que fuera tan descarado al respecto. Me libré de su agarre debajo de la mesa y, con el ceño ligeramente fruncido, seguí comiendo. Lo ignoré por completo, dedicándole mis miradas y sonrisas solo al hombre frente a mí.
Le pedí a Dafne que me entregara la libreta que usábamos para comunicarnos. Era nuestro método privado, a través de la tinta y el papel, y en ese momento me preguntaba si los demás parientes de Daemon eran tan divertidos como Robert y no tan malvados como Serafina.
Después de desayunar, fuimos juntos hasta la entrada principal, donde el chófer ya los esperaba. Robert, sin parar, me contó sobre su vida: los viajes que había hecho por el mundo, la responsabilidad de ser el hermano mayor de la familia, y lo que había significado criar a Daemon durante tanto tiempo.
—Fue un placer conocerla, señorita Nabí —sonrió, con genuina amabilidad—. Si algún día necesita algo de mí, no dude en llamarme.
Robert entró primero al auto, y apenas lo hizo, una enorme mano me haló del brazo. Daemon no estaba de buen humor, para nada.
—Creo que tendré que prohibir la entrada a ciertas personas —masculló, mirándome con el ceño fruncido—. Parece que te cayó muy bien Robert.
Asentí, sin titubear.
—¿Por qué conmigo te cuesta tanto relacionarte así como lo hiciste con él?
Aunque ya habíamos hecho cosas mucho peores que "relacionarnos con genuinidad", su forma de ser tan arisca a veces, tan impenetrable, me dificultaba abrirme —emocionalmente— a él. No resultaba tan fácil como había sido con Dante, o con Daniel, y ahora con Robert Lombardi. Me encogí de hombros, y eso pareció encender aún más su mal humor. Me sujetó del rostro y me besó con una pasión que me tomó por sorpresa, robándome el aliento.
—Hoy tengo un evento muy importante, así que volveré tarde.
«Por mí no vuelvas nunca, bombón»
Él subió al auto, y Robert, con la ventanilla abierta, sacó el brazo y la cabeza para comenzar a despedirse con efusividad. Sonreí y le correspondí de la misma manera. El gesto agotó la paciencia de Daemon, quien lo haló hacia adentro del auto de un golpe seco. Dafne y yo nos miramos, y no pudimos evitar reírnos.
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...Daemon...
El chófer abrió la puerta blindada del Rolls-Royce. Robert salió primero, con su sonrisa de político bien ensayada. Yo lo seguí, sintiendo el aire frío de la mañana en mi rostro. La luz del sol rebotaba en los lentes de las cámaras, una docena, quizá más, parpadeando sin cesar. Los reporteros estaban por todas partes, una manada de buitres esperando la carroña. Sus voces eran un enjambre, lanzando preguntas que se perdían en el rugido de la ciudad.
Mis guardaespaldas ya habían formado una barrera, abriendo un camino estrecho entre la multitud. Avancé con zancadas largas, la mirada fija al frente, ignorando el caos a mi alrededor. A mis espaldas, sentí la presencia familiar. Serafina e Isadora se habían unido a la comitiva. Sabía que estaban ahí para el show, para asegurarse de que no fallara... o para disfrutar si lo hacía. No me importaba. Tenía un trato que cerrar.
El murmullo de la sala era un zumbido de expectación mientras subía al estrado. Los flashes de la prensa estallaban como estrellas fugaces, encegueciéndome por un instante. A mi lado, Robert, con esa sonrisa de lobo viejo que le conocía tan bien, me dio un codazo disimulado.
—Disfruta tu momento, muchacho —murmuró, apenas audible para mí—. Eres el puto protagonista.
Una parte de mí quiso soltar un bufido. Protagonista, sí, el puto chivo expiatorio si esto salía mal. Pero la otra, la que me había traído hasta aquí, sintió un subidón. Miré a la delegación japonesa, los señores Tanaka y Kobayashi de Kyoto Dynamics, sus rostros impasibles.
Robert soltó su discurso habitual sobre la tradición y el futuro, un blablablá que la prensa se tragaría sin pestañear. Luego, me cedió el micrófono. Sentí el peso en la mano, el metal frío. Era mi escenario.
—Buenos días a todos. —mi voz, grave y segura, resonó por los altavoces, silenciando por completo la sala—. Hoy no estamos solo anunciando una alianza; estamos forjando un futuro. Group Etere y Kyoto Dynamics no solo comparten una visión de crecimiento, sino un compromiso con la innovación y la excelencia. Esta asociación nos posicionará como líderes indiscutibles en el mercado global.
Un aplauso educado, pero firme, recorrió la sala. Mis ojos buscaron a Serafina. Estaba sentada en la primera fila, con Isadora a su lado. La sonrisa de Serafina era un arma afilada. Sus ojos, helados, parecían buscar la más mínima grieta en mi armadura. Sabía que estaría buscando la forma de joderme. Park, a mi derecha, permanecía inmutable, un muro de eficiencia.
Un periodista levantó la mano, audaz.
—Señor Lombardi, con esta expansión global, ¿cómo piensa Group Etere abordar las recientes críticas sobre sus prácticas de sostenibilidad en ciertos proyectos de infraestructura local?
Una pregunta capciosa, diseñada para desviar la atención. Mantener la calma era clave.
—Nuestra estrategia de expansión siempre va de la mano con nuestra responsabilidad social y ambiental. —respondí, con una calma que me sorprendió incluso a mí mismo—. Los reportes a los que se refiere están siendo revisados con la máxima transparencia y, de hecho, esta alianza con Kyoto Dynamics incluye inversiones significativas en tecnologías verdes que irán más allá de las normativas actuales. Nuestro compromiso es total.
El periodista asintió, insatisfecho, pero sin poder refutarme. La victoria era una patada en los dientes para Serafina. La vi murmurar algo a Isadora, quien solo asintió con la cabeza, ajena o indiferente.
Luego, Serafina se movió. Con una copa de champán en la mano, se dirigió a una pequeña rueda de prensa improvisada con los medios japoneses. Su voz era dulce, casi un arrullo. No podía escuchar lo que decía, pero conocía su juego. Estaba sembrando la duda, la víbora. Park lo notó también. Con un movimiento casi imperceptible, se deslizó hacia ella, interponiéndose con una excusa cortés para redirigir la conversación.
El señor Tanaka, con su formalidad impecable, se posicionó frente a mí en el atril. Sus ojos se encontraron con los míos por un instante: una mezcla indescifrable de respeto y evaluación. Sentí el peso de su mirada, el de Robert a mi lado, y el de cada jodido accionista y periodista en la sala. La tensión era un nudo en mi estómago, pero mantuve la fachada. Era ahora o nunca.
Extendí la mano para tomar el bolígrafo de oro macizo que Park, eficiente como siempre, ya había colocado para mí. Justo en ese momento, un murmullo incómodo comenzó a extenderse desde la parte trasera de la sala. Unas pantallas secundarias, que debían mostrar gráficos y logotipos, parpadearon y de repente mostraron la imagen del Group Etere Tower con una grieta digitalmente añadida que la hacía parecer inestable. Un sabotaje, calculado y preciso.
Mi sangre se heló. Park reaccionó en un microsegundo, sus dedos volando sobre una tableta. Las pantallas se apagaron con un chasquido. Pero ya era tarde. El daño estaba hecho. Los murmullos se hicieron más fuertes, la prensa se agitó, y los rostros de la delegación japonesa, antes impasibles, mostraron un atisbo de preocupación.
Mi mirada recorrió la sala, buscando el origen. Entre la multitud de periodistas, uno en particular me llamó la atención. Estaba en la tercera fila, un tipo con una acreditación de prensa que parecía demasiado nueva, sus ojos brillaban con una intensidad casi triunfal mientras observaba el caos. No estaba tomando notas, no estaba intentando hacer preguntas. Solo miraba, como un depredador satisfecho. Él lo había hecho.
En un microsegundo, mis ojos se conectaron con los de Park. Le di una orden silenciosa con la mirada: el periodista de la tercera fila. Neutralízalo. Ahora. Park, siempre un paso por delante, asintió imperceptiblemente y señaló discretamente a dos de mis hombres de seguridad, quienes comenzaron a moverse entre la multitud con una sincronización ensayada.
Volví mi atención al estrado, con una calma que me sorprendió incluso a mí mismo—: Un pequeño intento de distracción, mis disculpas. —mi voz fue firme, autoritaria, cortando el murmullo—. A veces, la competencia recurre a trucos sucios. Pero la fortaleza del Group Etere, y la visión que nos une hoy, señores, es inquebrantable. Nuestra infraestructura es la más segura del país, y este incidente solo demuestra la desesperación de quienes temen nuestro éxito.
Me volví hacia Tanaka, manteniendo su mirada. Su rostro era un enigma. Sabía que estaba evaluando mi reacción, mi capacidad para manejar el caos que yo ya había detectado. Extendí el bolígrafo hacia él, con una seguridad que no dejaba lugar a dudas.
—¿Procedemos, señor Tanaka?
El silencio fue sepulcral por un segundo. Luego, para mi alivio, Tanaka asintió lentamente. Tomó el bolígrafo y firmó su nombre con una caligrafía impecable. Respiré. Cuando mi turno llegó, firmé con una mano que no temblaba.
En el rabillo del ojo, vi cómo el falso periodista era discretamente abordado por mis hombres y escoltado fuera de la sala. La amenaza había sido contenida.
El flash de las cámaras volvió, esta vez capturando el momento decisivo. Los aplausos resonaron, más fuertes ahora, como si la sala entera celebrara mi temple frente al "fallo técnico". Estreché la mano del señor Tanaka con firmeza, su mirada confirmando que la prueba había sido superada. Robert se acercó, su sonrisa esta vez genuina, una palmada en mi hombro que era tanto orgullo como una advertencia silenciosa. Sabía que me la cobraría después.
—Impecable, Daemon —murmuró, su voz apenas audible entre el jubileo—. Un pequeño susto, pero manejaste al público y a los japoneses como el que más.
Asentí, mi atención ya desviada hacia la salida por donde mis hombres habían desaparecido con el supuesto periodista. No había tiempo para complacencias. La firma era solo el principio.
La multitud comenzó a dispersarse, algunos accionistas acercándose para felicitarme, otros para comentar el "incidente". Les di respuestas concisas, profesionales, sin dejar que nadie viera la furia que burbujeaba bajo mi piel. Park se acercó a mi lado, tan discreto como siempre.
—Lo tenemos —su voz era baja, apenas un susurro en mi oído—. Fue un tal Marco Gaviria. Trabajó para el Grupo Volkov hace unos años, antes de que los desmanteláramos. Parece que aún tienen algunos residuos.
Grupo Volkov. Una vieja herida. Pensé en Vladimir Volkov, el bastardo que había intentado hacerle la guerra a mi padre hace una década. Creí que habíamos terminado con él, pero siempre quedaban ratas escondidas.
—Llévalo a la sede. Quiero una conversación a solas con él en cuanto termine aquí —ordené, mi voz inexpresiva—. Asegúrate de que no hable con nadie más.
Park asintió, su mirada de acero. —Entendido, señor.
La despedida de la delegación japonesa fue cordial. Promesas de futuros encuentros, de cenas formales. Fue el señor Kobayashi quien, con una reverencia, sugirió:
—Señor Lombardi, este día ha sido de gran éxito. Nos gustaría extenderle una invitación personal para una cena de celebración más íntima en el hotel Eurobuilding. Un brindis adecuado por nuestra nueva sociedad.
Mi primer instinto fue rechazar. Tenía una rata que interrogar y un complot que desmantelar. La celebración se sentía como una pérdida de tiempo. Pero luego, vi la mirada de Robert, casi una orden silenciosa. La diplomacia era parte del juego.
—Acepto con gusto, señor Kobayashi —respondí, con una sonrisa que no me llegó a los ojos—. Necesitaré un par de horas para cerrar algunos asuntos urgentes aquí. Park, encárgate de que me informen la ubicación y la hora exacta. Me uniré a ustedes tan pronto como sea posible.
Los japoneses asintieron, satisfechos. Me estrecharon la mano una última vez antes de que sus guardaespaldas los escoltaran hacia la salida, bajo la luz aún brillante del final de la tarde.
Los últimos invitados se marchaban. Robert y yo nos quedamos en el gran salón de eventos, ahora extrañamente silencioso. Los últimos destellos del sol de la tarde se filtraban por los ventanales.
—Buen trabajo hoy, muchacho —dijo Robert, su voz relajada pero con un trasfondo de astucia—. Manejaste bien al viejo Tanaka. Y al percance.
Asentí, la boca tensa—: Era el plan.
—Sí, claro. Pero una cosa es el plan, y otra es ejecutarlo con la sangre fría que lo hiciste. Eso no se enseña. —una pausa, mientras sus ojos se dirigían a la salida—. El incidente… ¿ya sabes quién fue el responsable de esa pequeña interrupción digital?
—Tengo una idea —respondí, sin darle más detalles. No era el momento ni el lugar.
Justo entonces, la voz aguda de Serafina rompió la calma.
—Daemon, querido, ¿todavía aquí? Pensé que ya habrías salido disparado.
Se acercó, con Isadora pisándole los talones. Isadora, sus ojos fijos en mí, parecía flotar.
—Solo un momento, Serafina —dije, sin mirarla directamente. No estaba de humor para sus juegos.
—Ah, claro. Asuntos urgentes, ¿verdad? —la voz de Serafina era pura miel envenenada—. Un vicepresidente tiene muchas responsabilidades. ¿Y tú, mi niña? ¿Estás lista para la cena de celebración? —le preguntó a Isadora, que ni siquiera le prestaba atención, sus ojos solo para mí.
Se deslizó a mi lado, su mano rozando mi brazo de forma casual. Demasiado casual—: Daemon, te ves exhausto. Deberías tomar un descanso. O podrías venir a mi suite antes de la cena, si quieres relajarte un poco. Mi bañera de hidromasaje es maravillosa.
Robert soltó una risita baja, casi inaudible. Acto que solo me hizo tensar más la mandíbula.
—Isadora, querida, Daemon tiene cosas más importantes que hacer que bañarse contigo —dijo Serafina, con una falsa reprimenda en la voz que solo servía para enfatizar las intenciones de su hija—. Además, tiene que estar impecable para los japoneses.
—No te preocupes, Isadora —intervine, mi voz un bloque de hielo—. Ya tengo todo bajo control. Y un par de asuntos que atender. Nos vemos en la cena.
Ni una palabra más. Me despedí con un asentimiento general y me abrí paso.
El ascensor se detuvo con un golpe seco en el último piso, reservado exclusivamente para mi uso. Mis sombras ya me esperaban, tensos y listos. Con un movimiento de cabeza, indiqué la puerta de mi oficina. No la principal, sino la que daba acceso a mi despacho privado, el sanctum donde se tomaban las decisiones que movían imperios... y donde a veces se rompían huesos.
Marco Gaviria fue empujado al interior, tropezando y cayendo de rodillas sobre la alfombra de cuero oscuro. Park cerró la puerta con un click que sonó como una sentencia. La sala era opulenta, sí, con vistas panorámicas de Padua, pero también transmitía una sensación de poder crudo, latente. Al fondo, camuflada tras una estantería de libros antiguos, se encontraba la entrada a mi bóveda personal, un recordatorio tangible de la verdadera moneda de este mundo.
—Marco Gaviria, ¿verdad? —mi voz era un latigazo, cortando el aire denso—. Dime, ¿quién carajo te envió?
Gaviria balbuceó una negación, su rostro pálido bajo la luz fría de los focos empotrados.
—No sé de qué me habla, señor Lombardi. Yo soy… un periodista.
Me moví con la rapidez de un depredador. En dos zancadas, estuve frente a él. Lo agarré del cuello de su camisa barata, levantándolo del suelo como si fuera un muñeco de trapo. Sus pies pateaban en el aire, sus ojos inyectados en sangre por la presión.
—Periodista, ¿eh? —escupí las palabras—. Mis hombres encontraron tu juguetito de hacker. Vimos tu cara en las cámaras. No juegues conmigo, insecto.
Lo estampé contra la pared, el golpe seco resonando en la sala. Gaviria gimió, su cuerpo flácido.
—¿Volkov? ¿El viejo sigue respirando?
Su labio temblaba—: Yo… por favor…
Mi puño se estrelló contra la pared justo al lado de su cabeza, dejando una marca profunda en el yeso. Su cuerpo se encogió.
—La próxima vez, Gaviria, será tu cráneo. ¿Quién te pagó?
Las lágrimas corrían por sus mejillas—: ¡Iván! ¡Iván Volkov! Me contactó hace semanas… dijo que si saboteaba la firma, me daría una fortuna…
—¿Una fortuna? —solté una carcajada fría—. La única fortuna que vas a ver es la que te gastarás en el hospital si no me dices todo. ¿Cómo te contactó? ¿Hay más gente involucrada?
Lo solté, dejándolo caer al suelo como un saco de basura. Se quedó allí, tosiendo, tratando de recuperar el aliento. Park se acercó, su sombra proyectándose sobre el cuerpo tembloroso.
—Hablaste con alguien más sobre esto, Gaviria? ¿Alguien más del Grupo Volkov? ¿Alguien más aquí?
Su mirada vaciló. Lo agarré del pelo, tirando de su cabeza hacia arriba. Su grito fue un sonido ahogado.
—¡Contesta!
—N-no… solo Iván… él… él me dio un contacto… un número encriptado…
Lo solté de golpe. Park ya estaba sacando su teléfono, sus dedos ágiles tecleando.
—Rastrealo —ordené, mi voz un gruñido—. Quiero saber hasta el último detalle. Y Gaviria… llévenselo.
Mis hombres se acercaron a Gaviria, listos para llevárselo. Él, aliviado, comenzó a arrastrarse hacia la puerta, creyendo que suplicar le había salvado. Pero yo no dejaba cabos sueltos. Cuando mis hombres lo tomaron por los brazos para levantarlo, en ese pequeño descuido, mi mano se deslizó a mi bolsillo. El metal frío de la navaja se ajustó a mi palma.
No hubo tiempo para súplicas. En un solo movimiento fluido y letal, la hoja brilló bajo las luces. Un corte limpio, preciso, a través de la garganta, por la espalda. Gaviria se desplomó sin un sonido, su sangre caliente manchando la alfombra oscura. Un peón menos, una lección aprendida para los demás. Las reglas eran claras: ningún enemigo, por pequeño que fuera, se dejaba respirar.
Mis hombres, acostumbrados, apenas parpadearon. Park asintió, comprendiendo sin necesidad de palabras.
—Encárguense del desastre —ordené, mi voz tan serena como si acabara de firmar un documento.