La vida de Lucía era perfecta… hasta que invadieron el reino. Sus padres murieron, su hermano desapareció, y todo fue orquestado por su tío, quien organizó una revuelta para quedarse con el trono.
> Lo peor: lo hizo desde las sombras. Después del ataque al palacio, él supuestamente llegó para salvarlos, haciendo retroceder al enemigo y rescatando a la pequeña princesa, quedando así como un héroe ante todos.
> ¿Podrá Lucía descubrir la verdad y vengar a su familia?
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¿Por qué una mujer nos tiene que entrenar?
Era temprano, el sol apenas empezaba a asomarse cuando decidí ir al campo de entrenamiento. Saúl me había pedido que entrenara a los nuevos reclutas, y aunque no suelo aceptar tareas tan básicas, esta vez lo hice. Quizás por él. Quizás porque quería recordar lo que se siente estar en el polvo, entre espadas y miradas desafiantes.
Al llegar, los soldados me saludaron. Aquí todos me conocen. No por mi título, sino porque llevo entrenando desde los ocho años. He sangrado en este suelo más veces de las que puedo contar. Así que sí, me respetan. O al menos eso creía.
Uno de los nuevos empezó a hablar, con ese tono que mezcla burla y desprecio:
—¿Por qué una mujer nos tiene que entrenar? Deberías estar bordando, pintando o tocando el piano. Esto no es un juego. Dudo que sepas algo de esgrima...
No me molesté en responder. Le di una patada directa al pecho. Voló tres metros. Literalmente.
—Levántate —le dije—. ¿Quieres probar lo que una mujer puede hacer? Te daré ventaja.
Se levantó, furioso. Me atacó con fuerza, pero sin técnica. Yo ni siquiera sudé. Dos movimientos y ya estaba en el suelo, tragando polvo.
—Lo siento, señorita. Perdóneme. Suélteme, por favor...
Le quité el pie de la espalda. No por él. Por mí. No me gusta humillar, solo enseñar.
Me giré hacia los demás. Estaban en silencio. Esperando.
—¿Alguien más está insatisfecho con que una mujer los entrene?
—No, señorita —dijeron todos, al mismo tiempo.
—Bien. Me presento. Soy Lucía Montclair, princesa de Rubí.
Y sí, soy princesa. Pero eso no me define. Lo que me define es que sé pelear, sé mandar, y sé cuándo callar. Hoy van a aprender eso. Y mucho más.
El entrenamiento seguía. El sudor empezaba a mezclarse con el polvo, y los reclutas ya no se movían con arrogancia, sino con esfuerzo. Eso me gustaba. El respeto no se exige, se gana. Y hoy, lo estaban aprendiendo.
Fue entonces que lo vi.
Saúl.
Apoyado contra una columna, como una sombra que observa sin intervenir. Siempre con esa máscara que oculta su rostro, pero nunca sus intenciones. Su postura era la misma de siempre: recta, firme, como si el mundo no pudiera moverlo. Pero sus ojos—lo poco que se ve detrás del metal—me estaban mirando con atención.
Me acerqué, sin apuro. Él no se mueve si no es necesario.
—¿Viniste a inspeccionar o a juzgar? —le dije, cruzando los brazos.
—A observar —respondió con su tono grave, casi monótono. Pero entonces, apenas, sus labios se curvaron bajo la máscara. Una sonrisa leve. Rara. Valiosa.
—Parece que ya los tienes en silencio —añadió.
—El silencio es más útil que la obediencia —le respondí.
Saúl inclinó la cabeza apenas. Un gesto que, en él, equivale a asentir. Luego miró al grupo, en especial al que había intentado desafiarme. El chico ahora entrenaba con más cuidado, más atención. No me miraba, pero me escuchaba.
—¿Y el que habló de bordados? —preguntó Saúl, sin sarcasmo, solo curiosidad.
—Aprendió que el suelo no distingue género —dije, y por un segundo, creí ver que la sonrisa bajo la máscara se mantenía.
—Bien —murmuró—. Pero no te relajes. El respeto ganado hoy puede perderse mañana.
—Lo sé. Tú me lo enseñaste.
Saúl guardó silencio. Siempre lo hace cuando sabe que no necesita decir más. Pero esta vez, después de unos segundos, habló:
—Tu postura ha mejorado. El giro que hiciste antes... limpio.
—¿Me estás elogiando? —pregunté, medio en broma.
—Estoy reconociendo progreso. No confundas eso con elogio.
Sonreí. No porque me hiciera gracia, sino porque en su mundo, eso era un elogio.
—¿Y tú? —le pregunté—. ¿Alguna vez te cansas de esconderte detrás de esa máscara?
Saúl se quedó quieto. Más que de costumbre. Su mirada se endureció, y por un momento, el aire entre nosotros se volvió más denso.
No respondió de inmediato.
Porque en su mente, lo que pensaba no podía decirlo:
“Si supieras que me escondo de ti, princesa… por eso nunca me la quitaré. No puedo permitir que descubras quién soy.”
Finalmente, con voz baja y controlada, dijo:
—No. Porque si la quito, alguien más va a decidir por mí quién soy.
Y aunque sus palabras eran serias, algo en su tono me hizo sentir que detrás de esa máscara había mucho más que un rostro oculto.