Brendam Thompson era el tipo de hombre que nadie se atrevía a mirar directo a los ojos. No solo por el brillo verde olivo de su mirada, que parecía atravesar voluntades, sino porque detrás de su elegancia de CEO y su cuerpo tallado como una estatua griega, se escondía el jefe más temido del bajo mundo europeo: el líder de la mafia alemana. Dueño de una cadena internacional de hoteles de lujo, movía millones con una frialdad quirúrgica. Amaba el control, el poder... y la sumisión femenina. Para él, las emociones eran debilidades, los sentimientos, obstáculos. Nunca creyó que nada ni nadie pudiera quebrar su imperio de hielo.
Hasta que la vio a ella.
Dakota Adams no era como las otras. De curvas pronunciadas y tatuajes que hablaban de rebeldía, ojos celestes como el invierno y una sonrisa que desafiaba al mundo
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Capítulo 16: La Mansión del Lobo
La camioneta negra avanzaba por la carretera desierta, alejándose de Berlín y de todo el ruido que había dejado atrás. Brendan no había dicho nada desde que la subió al vehículo. Sus ojos verdes, fríos y tensos, estaban fijos en la carretera, pero Dakota podía sentir la tormenta que se agitaba detrás de esa máscara de control.
—¿Vas a explicarme a dónde vamos o pensás seguir con el jueguito del hombre misterioso? —preguntó, rompiendo el silencio con una sonrisa irónica.
Brendan giró apenas la cabeza, dedicándole una mirada rápida que la dejó sin aliento. No había ira en esos ojos, pero sí una intensidad peligrosa.
—Te estoy sacando de la ciudad. No pienso arriesgarme a que alguien te toque.
Dakota soltó una carcajada corta, como si acabara de escuchar el mejor chiste del día.
—¿Y desde cuándo alguien como vos se preocupa por alguien más?
—Desde que apareciste vos —respondió sin pensarlo, la voz grave y cargada de algo que ella no supo identificar.
Ese comentario la dejó en silencio por un momento. Miró por la ventanilla, viendo cómo el paisaje urbano quedaba atrás, dando paso a bosques y carreteras solitarias. Parte de ella quería pelear, gritar que no necesitaba protección. Pero otra parte, una más peligrosa, quería rendirse a la forma en que él la miraba.
La mansión apareció al final de un camino de piedra, oculta entre árboles altos y cercada por muros. No era tan ostentosa como el hotel Thalassia, pero tenía una presencia imponente: grandes ventanales, muros de piedra gris y un silencio que imponía respeto.
Brendan la guió hasta la entrada sin decir una palabra. Cuando las puertas de roble se abrieron, ella lo siguió, pero antes de que pudiera explorar el lugar, él se giró y la acorraló contra una pared.
—Acá estás segura —dijo, con la voz tan baja que parecía una amenaza—. No salís, no preguntás, no…
—¡No me des órdenes, Thompson! —lo interrumpió ella, clavándole los ojos celestes como dagas—. No soy una de tus piezas de ajedrez.
Él sonrió, peligroso. —Mi mundo es demasiado oscuro para vos.
—Tu mundo me interesa más de lo que te imaginás —replicó, acercándose tanto que pudo sentir su respiración—. No quiero estar a salvo en una jaula dorada mientras vos estás allá afuera, peleando batallas que no conozco. Quiero estar a tu lado.
Brendan la observó, en silencio, como si midiera cada palabra que iba a decir. Era la primera vez que alguien se le plantaba así, con esa mezcla de coraje y deseo. Y, contra todo pronóstico, esa rebeldía lo fascinaba.
—¿Sabés lo que estás pidiendo, Dakota? —preguntó, rozando su mandíbula con los dedos.
—Sí —respondió sin titubear—. Quiero saberlo todo. Y si eso significa ensuciarme las manos, que así sea.
Brendan cerró los ojos un instante, como si pelear consigo mismo. Finalmente, suspiró.
—Vas a ser mi ruina, Adams.
Ella sonrió, peligrosa. —O tu salvación.
Más tarde, la tensión seguía flotando en el aire mientras recorrían juntos la mansión. Brendan no dejaba de mirarla, como si quisiera advertirle mil veces que no estaba preparada para el mundo que él habitaba. Pero al mismo tiempo, había algo en su mirada que decía lo contrario: que no podía vivir sin verla a su lado.
—Si vas a quedarte en mi mundo, tenés que aprender sus reglas —dijo él, apoyándose en el marco de una puerta, con los brazos cruzados.
—Entonces enseñame —contestó Dakota, con esa sonrisa traviesa que lo volvía loco.
Brendan dio un paso hacia ella, tan cerca que sus labios casi se rozaron.
—Tené cuidado con lo que deseás, Adams. Cuando entres, no hay vuelta atrás.
Ella no se movió. No se asustó. Al contrario, levantó el mentón, provocándolo.
—¿Quién dijo que quiero volver atrás?
El silencio que siguió fue una guerra muda de miradas. Brendan terminó cediendo. La tomó por la cintura y la atrajo hacia él con una fuerza que le arrancó un jadeo. No la besó, no todavía. Solo la sostuvo, como si necesitara grabar su presencia en su piel.
Esa noche, mientras la ciudad quedaba a kilómetros de distancia, ambos sabían que algo había cambiado. Brendan se sentía dividido entre protegerla y dejarla entrar por completo en su mundo. Y Dakota, más decidida que nunca, estaba lista para demostrar que no era una mujer que se dejara encerrar.