Continuación de la emperatriz bruja y reencarne en una jodida villana.
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capítulo 16
ESE MISMO DÍA, MÁS TARDE…
El campo de entrenamiento había cambiado. Las armas habían sido reemplazadas por círculos de invocación, piedras de energía y pergaminos arcanos dispuestos sobre una mesa rústica. El aire olía a incienso y polvo de cristal. Regulus se encontraba frente a Alexandra, con la túnica ondeando al viento y el ceño fruncido.
—Concéntrate —ordenó con firmeza—. La magia no es fuerza bruta ni impulso emocional. Es un flujo que se canaliza con voluntad, disciplina y claridad mental.
Alexandra fruncía las cejas, la mano extendida frente a una antorcha que debía encender solo con su energía. Pero no pasaba nada. Solo sentía un cosquilleo, un zumbido sordo en la palma. Respiró hondo, intentó una vez más, y de nuevo… nada.
—Estoy intentándolo —dijo con frustración.
—Intentar no basta —replicó el mago, cruzándose de brazos—. Necesitas sentir el maná como una extensión de tu cuerpo. ¿Acaso no escuchas el eco de tu propia energía?
—No —admitió, dando un paso atrás—. Solo siento… silencio.
Regulus bufó y se alejó un par de pasos, frotándose la frente.
—Los dioses me castigaron con una aprendiz sin oído mágico. Esto será más difícil de lo que pensé…
Alexandra apretó los puños. No estaba acostumbrada a fracasar, y mucho menos a que la trataran como si no sirviera. Pero no respondió. Se sentó junto a uno de los círculos mágicos y tomó un pergamino. Si no podía canalizar, al menos aprendería la teoría.
Regulus se marchó, murmurando algo sobre “practicar lo básico sola hasta que despierte algo en ella”.
El sol descendía lentamente cuando el príncipe Alcides se le acercó, con una sonrisa tímida y una pequeña chispa titilando entre sus dedos.
—¿Puedo sentarme?
Alexandra levantó la vista, sorprendida. Asintió en silencio. Él se acomodó a su lado, dejando que su fuego danzara en la palma abierta.
—Yo también tardé mucho en controlar esto —dijo, observando la llama como si le hablara—. Durante semanas no lograba ni una chispa. Mi abuela decía que era porque pensaba demasiado… que intentaba controlar la magia con la cabeza, cuando en realidad debía hacerlo con el corazón.
—¿Con el corazón? —repitió ella, escéptica.
—Sí. Porque la magia no obedece órdenes… responde a emociones sinceras. A tu esencia. ¿Tú por qué quieres aprender a usarla?
Alexandra bajó la mirada, pensativa. Luego respondió con voz baja, casi para sí misma:
—Porque quiero dejar de sentirme vulnerable… Quiero protegerme. Quiero proteger a los que… me importan.
Alcides sonrió.
—Entonces prueba esto. No pienses en encender la antorcha. Piensa en lo que harías si alguien a quien amas estuviera atrapado en la oscuridad. No busques controlar la magia… déjala venir a ti.
Cerró los ojos. No pensó en fuego ni en hechizos. Pensó en la oscuridad, en la soledad… en su vida pasada, cuando ella y su hermano Leonardo tomaron el liderazgo de la organización. Recordó los ataques, los atentados… y la noche en que él murió en sus brazos, sin que pudiera ayudarlo.
Abrió los ojos. La antorcha ardía.
Alcides aplaudió en silencio, con una sonrisa iluminada.
—¿Ves? No era tan difícil…
Alexandra lo miró, entre asombrada y nostálgica por haber tenido que recurrir a ese recuerdo para conectar con su poder, pero aun así murmuró:
—Gracias…
Desde la distancia, Regulus los observaba oculto entre las sombras de una columna, con los brazos cruzados y una sonrisa apenas perceptible. No diría nada aún… pero sabía que esa chispa era el inicio de algo mucho más grande.
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ESA NOCHE, CUANDO TODOS DORMÍAN…
Las sombras se alargaban en los pasillos del palacio, acariciando los muros de piedra con un silencio espeso. La luna colgaba alta sobre los jardines de Atenea, y las antorchas del corredor crepitaban suavemente, iluminando el andar sigiloso de una figura encapuchada.
Alexandra caminaba descalza, envuelta en una túnica ligera, los dedos crispados por la emoción y la determinación. Sus pasos la llevaron hasta la antigua biblioteca imperial: un santuario de sabiduría arcana donde los estantes parecían susurrar hechizos al oído de quien los recorría.
Empujó la gran puerta de roble y se deslizó al interior. No necesitó luz; la magia latente en las paredes le bastaba. Buscó en los anaqueles más altos, donde descansaban libros empolvados con títulos que apenas podía descifrar. Tomó uno con cubierta de cuero y símbolos grabados en oro: *Fundamentos del canal mágico interior*.
Se sentó en el suelo, cruzó las piernas y extendió el libro frente a ella. A su alrededor, las velas se encendieron solas con un leve chasquido, como si el lugar reconociera su hambre de aprender.
Pasó las páginas con dedos temblorosos, leyendo en voz baja:
—“Todo mago tiene un centro. Un núcleo. El maná no se extrae del mundo exterior, sino que fluye desde el alma, proyectado por la intención…”
Repitió las palabras como un mantra. Luego cerró los ojos y comenzó a practicar.
Primero fue una pequeña esfera de luz en la palma de su mano. Luego, un escudo de energía tembloroso que apenas duró un segundo. Cada hechizo salía torpe, inestable, como si su alma apenas empezara a recordar una lengua olvidada. Pero no se rindió.
Las horas pasaron, quizá más de las que debía. El sudor le perlaba la frente, los músculos de los dedos le dolían de tanto canalizar, pero no se detuvo. Cuando el sol comenzó a asomar tímidamente por las vidrieras de la biblioteca, Alexandra apenas notó lo exhausta que estaba, cuánto le temblaba el cuerpo ni cuánto le ardían los ojos.
Pero en su rostro brillaba algo nuevo. Había encendido una llama, y pensaba mantenerla viva.
Alexandra aún no lo sabía, pero estaba despertando.
Y la magia, antigua y poderosa, por fin empezaba a responder.