Para Maximiliano Santos la idea de tener una madrastra después de tantos años era absurdo , el dolor por la perdida de su madre seguía en su pecho como el primer día , aquella idea que tenía su padre de casarse otra vez marcaría algo de distancia entre ellos , el estaba convencido de que la mujer que se convertiría en la nueva señora Santos era una cazafortunas sinvergüenza por ello se había planteado hacer lo posible para sacarla de sus vidas en cuánto la mujer llegará a la vida de su padre como su señora .
Pero todo cambio cuando la vio por primera vez , unos enormes ojos color miel con una mirada tan profunda hizo despertar en el una pasión que no había sentido antes , desde ese momento una lucha de atracción , tentación , deseo , desconfianza y orgullo crecía dentro de el .
Para la dulce chica el tener que casarse con alguien que no conocía representaba un gran reto pero en su interior prefería eso a pasar otra vez por el maltrato que recibió por parte de su padre alcohólico.
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CAPÍTULO 19
Algo más que un simple deseo.
Eda.
Bajo las escaleras, desde que cruzo el umbral hacia la cocina, siento un escalofrío que se desliza por mi piel, como si algo invisible recorriera mi espalda. Quiero ignorarlo, pero la sensación persiste. Aun así, sigo adelante.
El agua que bebo apaga mi sed con rapidez, fresca y clara, un alivio pasajero que no consigue disipar el nudo que se instala en mi pecho. Dejo el vaso sobre la encimera y mis ojos se posan en una canasta rebosante de fresas tan frescas y brillantes que su sola visión despierta un antojo irresistible.
Sin dudar, tomo una, la lavo lentamente bajo el chorro tibio y la saboreo, su dulzura explota en mi boca. Están tan tentadoras y jugosas que no puedo resistirme a tomar cuatro más, que guardo con cuidado para llevármelas a la habitación.
Cierro la puerta de la cocina detrás de mí y me dispongo a regresar, pero una luz opaca se cuela por la rendija de la puerta entreabierta del despacho, activando mi curiosidad como un imán oscuro.
Sin poder evitarlo, mis pies se mueven por sí solos, arrastrados por una mezcla de inquietud y fascinación. La sensación extraña del principio regresa con mayor intensidad, y esta vez sé, sin duda alguna, cuál es la causa.
Las banderas rojas ondean en mi mente, señales de alerta que deberían detenerme, signos evidentes de peligro. Pero mi cordura se desvanece ante la atracción fatal que siento, ignorando las advertencias y lanzándome hacia lo inevitable.
Respiro hondo, sintiendo cómo el aire llena mis pulmones mientras aprieto con fuerza el envase de fresas entre las manos, aferrándome a ese pequeño ancla de normalidad.
Al dar el primer paso hacia el interior del despacho, la tensión se vuelve palpable, densa y casi líquida, como un aire cargado que podría cortarse sin esfuerzo con un cuchillo.
De repente, un olor fuerte y dulzón de licor invade mis sentidos, un perfume amargo que me habla de escapismo y sombras. Por instinto, cierro la puerta tras de mí y la penumbra envuelve el lugar, salvo por el débil resplandor que apenas alcanza a dibujar una silueta familiar.
Allí está él, sentado y casi fundido con la oscuridad, con una botella de licor apretada en una mano y un cigarrillo consumiéndose en la otra. El humo se eleva lento y gris mientras apaga la colilla en el cenicero justo cuando me acerco, como marcando el momento con un silencio denso e incómodo.
Sus ojos se posan en los míos, un azul profundo que parece oscurecerse en la penumbra del despacho, como un océano en tormenta. La expresión que se mantiene en su rostro es dura, peligrosa, pero, a la vez, terriblemente atractiva, como un depredador que observa a su presa con una mezcla de interés y desafío.
—¿Puedo ayudarla en algo, señora? —pregunta, dejando entrever una clara ironía en su tono, como si supiera que su mera presencia es un imán para mis deseos ocultos, un juego que apenas comienza.
No emito palabra; en lugar de eso, me acerco a él, atraída por una fuerza que parece ir más allá de la razón. Él no se pone de pie, sino que empuja la silla hacia atrás y se aleja de la mesa, creando un espacio entre nosotros que, en lugar de enfriar la atmósfera, la carga de una tensión palpable, como si el aire estuviera electrificado.
Se lleva la botella de licor a los labios y toma un largo trago, su mirada nunca apartándose de la mía. Su cabello oscuro, alborotado, cae desordenadamente hacia un lado, mientras que la camisa, arremangada hasta los codos y con los primeros botones desabrochados, revela la piel bronceada de su pecho, adornada con tatuajes que parecen contar historias de un pasado intrigante y rebelde.
Mis pies no se detienen; se acercan a él, como si estuvieran guiados por un instinto primitivo que no puedo ignorar. Cuanto más cerca estoy, más siento el calor de su cuerpo, una energía que me envuelve y me atrapa en su órbita, como un imán que atrae a su opuesto.
Sé que no está bien. ¡Joder! Lo sé, pero es imposible contenerme. La lógica se desvanece, y el deseo se apodera de mí, como un fuego que consume todo a su paso, dejando solo cenizas de razón y autocontrol.
Sus ojos no tardan en comenzar a recorrer mi cuerpo, su mirada penetrante y aniquilante, como si pudiera desnudarnos el alma. Esa misma mirada despierta en mí un deseo carnal que no sabía que existía, un anhelo que se enciende con cada segundo que pasa en su presencia, como una chispa que se convierte en llama.
En ese instante, el mundo exterior se desvanece, y solo existimos él y yo, atrapados en una danza peligrosa entre la atracción y el peligro, entre lo prohibido y lo inevitable. La distancia entre nosotros se convierte en un abismo que anhelo cruzar, un paso más hacia lo desconocido, donde el deseo y la razón se entrelazan en un juego de sombras y luces.
Sin tener la mínima cordura, acorto el espacio entre él y yo, recostándome levemente en el escritorio, sintiendo la superficie fría contra mi piel. Sus ojos siguen clavados en los míos, y en ellos reconozco ese mismo hambre que vi la primera vez que cruzamos esta línea, un deseo primitivo que nos consume.
—Puedes tan solo volver a ser el mismo de aquella cabaña —digo, en un susurro que parece solo para nosotros—. Lo necesito.
El silencio se espesa, la tensión se vuelve más densa, y mis ganas crecen desmesuradamente. No hay palabras de su parte; su única respuesta es el roce de sus manos al posarse sobre mis muslos, un contacto que envía ondas de electricidad a través de mi cuerpo.
—La única con necesidad aquí no eres tú, Eda —su voz, grave y seductora, resuena en el aire, enviando olas eléctricas que recorren cada rincón de mi ser.
Con manos temblorosas, dejo las fresas a un lado y uso mis manos para apoyarme, buscando un ancla en medio de la tormenta que se desata entre nosotros. Sus manos comienzan a acariciar la cara interna de mis muslos, y mi piel arde bajo su tacto, como si cada caricia encendiera un fuego que había estado dormido.
Sus manos siguen su recorrido, alzando con delicadeza la tela de las prendas que llevo, desnudando no solo mi cuerpo, sino también mis inhibiciones.
—¡Ay! —exclamo, sin previo aviso, cuando sus dedos se introducen en mí, comenzando a moverse con precisión y sin ninguna delicadeza, como si supiera exactamente lo que necesito.
Sin más, retira sus dedos y los lleva a su boca, chupándolos con un morbo que me hace temblar. La chispa que solo él provoca dentro de mí cobra fuerza, se convierte en una hoguera que consume todo a su paso, arrastrándome a un abismo de deseo y necesidad.
—¿Me harás el amor? —pregunto casi inaudible, mi voz temblando con la vulnerabilidad de la pregunta. La forma en que él me mira, con esos ojos intensos y profundos, me deja saber que me ha escuchado, que ha captado la esencia de mi deseo.
—No —suelta con firmeza, su tono grave y decidido enviando un escalofrío por mi espalda—. Hoy voy a comerte como me gusta.
En un solo movimiento, me jala de donde estoy y me sienta a horcajadas sobre él, la sorpresa me recorre como un rayo. La posición es intensa, y el contacto entre nuestros cuerpos enciende una chispa que me deja sin aliento con una delicadeza inesperada, acerca sus labios a los míos, acariciándolos con la punta de su lengua, un gesto que me hace estremecer. Puedo incluso percibir ligeramente el sabor a licor en su aliento.
—Duro... —dice sin más, su voz un susurro grave que resuena en mi pecho, como un mantra que me invita a entregarme por completo. Me pega más a él, fusionando nuestros cuerpos en un abrazo ardiente, y el mundo exterior se desvanece, dejando solo el calor de su cuerpo y la intensidad de este momentoo. Sus labios se funden sobre los míos, y cada roce se convierte en un eco de lo que realmente anhelamos.