Gabriela Estévez lo perdió todo a los diecinueve años: el apoyo de su familia, su juventud y hasta su libertad… todo por un matrimonio forzado con Sebastián Valtieri, el heredero de una de las familias más poderosas del país.
Seis años después, ese amor impuesto se convirtió en divorcio, rencor y cicatrices. Hoy, Gabriela ha levantado con sus propias manos AUREA Tech, una empresa que protege a miles de mujeres vulnerables, y jura que nadie volverá a arrebatarle lo que ha construido.
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Que descaro
SEBASTIAN
Apenas crucé la puerta de la casa, mi voz salió en un rugido.
—¿Qué demonios pasó aquí?
Valentina me había llamado hacía minutos, con la voz quebrada, llorando que su madre le había pegado. Mi sangre hervía todavía con cada recuerdo de esa llamada.
Lo primero que vi no fue a Gabriela, ni siquiera a mi hija.
Fue a Daniel.
Ahí, sentado en la sala como si fuera el dueño de ese lugar. La chaqueta colgada en el respaldo de la silla, una taza de café en la mano y esa sonrisa demasiado cómoda que me crispó los nervios al instante.
Gabriela, en cambio, estaba de pie, con los brazos cruzados, tensa, como si ya esperara la tormenta.
—Nada que tengas que dramatizar —dijo ella con frialdad.
Mis ojos volaron hacia ella.
—¿Nada? —mi voz se quebró con furia—. ¡Valentina me llamó llorando, Gabriela! ¡Llorando! ¿Quieres decirme por qué?
—Tuvimos una discusión y… se me salió de las manos.
Sentí un golpe en el estómago. El aire me faltó.
—¿Una discusión? —me adelanté hasta quedar a centímetros de ella, ignorando por completo la presencia de Daniel—. ¿Me estás diciendo que le pegaste? ¿A nuestra hija?
—Sebastián, no fue así —susurró, evitando mi mirada.
Apreté los dientes, mis manos temblando de rabia.
—No me digas que no fue así cuando ella misma me lo contó. —Mi voz retumbó en las paredes—. ¿Qué te pasa, Gabriela? ¿Quieres convertirte en tu padre?
La reacción fue instantánea. Sus ojos se llenaron de lágrimas y me empujó con fuerza en el pecho.
—¡No te atrevas! ¡No te atrevas a compararme con ese monstruo!
Yo le devolví el empujón, aunque sin la misma violencia. Estaba fuera de mí.
—¿Y entonces qué, Gabriela? ¡Explícame! ¡Porque lo que hiciste no tiene justificación!
—¿Y tú crees que eres el santo indicado para hablarme de justificación? —me escupió con rabia—. ¡El que abandonaba a su hija por semanas porque estaba demasiado ocupado jugando al empresario! ¡El que se pasea con niñas veinteañeras para arreglar la imagen de su empresa!
Sentí el calor recorrerme el cuerpo.
—Tu sabes que todo lo que he hecho… —dije entre dientes, la voz apenas un susurro— lo hice por ustedes.
Ella se rió con amargura, aunque las lágrimas no le daban tregua.
—Siempre tienes una excusa, Sebastián. Siempre.
Un silencio tenso nos rodeó.
Fue entonces cuando Daniel decidió abrir la boca, con ese tono calmado que me irritó aún más:
—Sebas, baja la voz. La niña puede escucharlos.
Lo miré con tanta furia que por un segundo creí que iba a lanzarme sobre él.
—Esto no es asunto tuyo, Daniel —escupí—. Y no vuelvas a meterte entre Gabriela y yo.
Él sostuvo mi mirada sin miedo, como si tuviera todo el derecho del mundo a estar ahí. Gabriela, en cambio, lo miró como buscando apoyo. Y eso… eso me partió en dos.
Porque por más que quisiera odiarla, lo que más dolía era ver que ella prefería su respaldo antes que el mío.
Inspiré hondo, mis manos temblaban de rabia.
—¿Qué hace aquí? —pregunté, la voz ronca, apenas controlada.
Gabriela abrió la boca para responder, pero Daniel se me adelantó.
—Volví de Japón esta mañana. Teníamos que revisar algunos pendientes de Áurea.
Lo dijo con tanta naturalidad que me dieron ganas de romperle la cara.
Claro. “Pendientes de Áurea”.
Así lo llamaba.
Yo veía otra cosa.
Lo miré de arriba abajo, con desprecio.
Daniel Hernández. Mi antiguo socio. Su viejo compañero de universidad. El tipo de las risitas, de las confidencias, de las miradas que siempre parecían decir más de lo que ella admitía.
El mismo del que escuché rumores hace años, cuando todo se vino abajo.
El que muchos juraban que era su amante.
Apreté los dientes.
—No sabía que tus viajes de negocio terminaban en la sala de Gabriela.
Él arqueó una ceja, sereno, con esa maldita sonrisa que siempre me pareció una burla.
—No hagas un drama, Sebas. Soy un socio de Áurea, y un buen amigo de Gabriela. Tú lo sabes.
“Amigo.”
La palabra me taladró los oídos como un eco insoportable.
Gabriela cruzó los brazos, claramente incómoda, pero no dijo nada más.
El aire en la sala se volvió irrespirable y supe que, si no me controlaba, la pelea que estaba a punto de explotar no iba a tener marcha atrás.
Respire profundo, tragándome la rabia que me hervía en la garganta. No iba a seguir discutiendo con Daniel ni con Gabriela. Yo no había venido para eso.
—Yo solo vine a hablar con mi hija —dije seco, sin quitarle los ojos de encima a Gabriela.
Me giré sin esperar respuesta y caminé directo a la habitación de Valentina. Toqué la puerta con suavidad primero.
—Tina, soy yo, ábreme.
Silencio.
Fruncí el ceño y giré la manija. La habitación estaba oscura, la cama intacta, ni una sola señal de ella.
Un mal presentimiento me apretó el pecho. Caminé hacia la cocina, pensando que quizá había bajado por agua o estaba distraída con el celular.
Pero Nada.
Me asomé otra vez al pasillo y levanté la voz:
—¿Gabriela, ella salió o está en otro lugar de la casa?
Ella apareció desde la sala, con los brazos aún cruzados, la frente arrugada.
—¿Por qué? Ella no ha salido de su habitación desde anoche.
Sentí que el piso se movía bajo mis pies.
—¿Desde anoche? —repetí, casi en un gruñido. La sangre se me heló—. ¡Gabriela, no está en su habitación!
Su expresión cambió en un segundo, los ojos abiertos de par en par.
—¿Cómo que no está? ¡Sebastián!
Se llevó las manos al cabello, corriendo hacia a la habitación para comprobarlo por sí misma. Yo la seguí, con el corazón golpeando como un martillo.
—¡Valentina! —gritó, y el eco de su voz en el espacio vacío me dio la peor sensación del mundo.
De inmediato sacó su teléfono, marcando con dedos temblorosos.
—Vamos, cariño, contesta… —susurró, mientras yo miraba alrededor desesperado, como si la niña fuera a aparecer por arte de magia.
El pitido del buzón rompió lo poco que quedaba de calma en esa casa. Gabriela intentó de nuevo, con lágrimas comenzando a empañar sus ojos, pero otra vez… buzón.
Yo apreté los puños, sintiendo la rabia y el miedo enredarse como una soga alrededor de mi cuello.
Valentina no estaba y claramente no quería responder.
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(No creen que merezco un especial saludo de la autora?)