Suertucienta... La Otra Cara Del Cristal.

El carruaje real avanzaba por los caminos empedrados que conducían al muelle, mientras la brisa marina alborotaba los cabellos de Griselda con una efusividad poco decorosa. Ella se reía nerviosa, intentando sujetar un mechón que insistía en pegarle en la boca como si tuviera vida propia.

—¿Esto es lo que se llama brisa mediterránea? —preguntó entre risas.

—Sí, así comienza la bienvenida oficial —respondió Filip, tomándola de la cintura con cariño mientras le acomodaba el cabello detrás de la oreja—. Pero aún falta lo mejor.

Un grupo de guardias reales apostados cerca del muelle comenzó a lanzar vítores cuando el carruaje se detuvo. Desde los navíos que ondeaban banderas con el escudo de Marbella, algunos marinos saludaban con pañuelos y sombreros. Otros gritaban nombres que ella no entendía, pero entre risas y algarabía creyó escuchar algo como "¡La prometida real ya llegó!"

Griselda, divertida y algo intimidada, saludó con la mano como si fuera una celebridad.

Una vez en tierra firme, Filip la guió por un largo muelle de piedra hacia la escalinata principal que los llevaría a la recepción real. Al final de las escaleras los esperaban el rey y la reina de Marbella, erguidos con toda la pompa y compostura que sus coronas y capas exigían. El rey tenía una barba cuidadosamente peinada y la reina, un vestido bordado en perlas del color del mar.

Filip descendió primero, con porte solemne, y extendió la mano hacia Griselda para ayudarla a bajar.

—Majestad, Alteza —dijo con voz firme—. Me honra presentar a mi prometida, Griselda Montclair.

Ella hizo una reverencia digna, aprendida en las últimas semanas con mucho esfuerzo y más de una caída. El rey la observó con una mirada aguda, como si quisiera leerla por dentro. La reina, por su parte, sonrió apenas, con esa delicadeza diplomática que solo las madres reales dominaban.

—Bienvenida a Marbella, señorita Montclair —dijo el rey con voz grave pero sin hostilidad—. ¿El viaje fue largo?

—Un poco, pero estuvo lleno de emoción —respondió ella con naturalidad, agradecida de que sus palabras no se trabaran.

La reina asintió, estudiándola.

—He oído que la familia Montclair produce los pasteles más sabrosos del reino vecino… y también a hijas con gran carácter.

Griselda sonrió, no del todo segura de si era un elogio o una advertencia.

—Solo intento mantener viva la tradición, Majestad. A veces con pasteles… a veces con espárragos.

Hubo una breve pausa, y luego el rey soltó una carcajada que retumbó entre los muros.

—Me agrada —dijo simplemente—. Que siga la recepción.

El grupo se dirigió entonces hacia el gran salón del castillo, donde se ofrecía un banquete de bienvenida. Las mesas estaban adornadas con frutas tropicales, dulces de maracuyá y una fuente que no paraba de verter chocolate blanco. Había nobles por doquier, cuchicheando y alzando copas, mirándola con la típica mezcla de curiosidad y juicio que traen las nuevas prometidas.

Uno de los duques, con bigotes tan afilados como su lengua, se acercó y le preguntó:

—¿Y extrañará el jardín de su hogar en favor de nuestras playas?

Griselda pensó por un segundo.

—Tal vez… pero planeo llenar el castillo de macetas y tierra. Así nadie olvidará que una Montclair pasó por aquí.

Los presentes rieron y alzaron copas. Algunos incluso brindaron por "la jardinera real".

Más tarde, mientras la noche caía y la música se hacía más suave, Filip condujo a Griselda hacia uno de los balcones que daban al mar. Desde allí, se veían los navíos anclados, con luces titilantes como luciérnagas sobre el agua.

—Gracias por venir conmigo —dijo Filip en voz baja, sacando de su bolsillo una pequeña concha de mar con las iniciales F\&G grabadas—. Quiero que sepas que aquí no tienes que fingir nada.

Ella lo abrazó, conmovida por su sinceridad.

—Te amo —susurró, por primera vez sin temor.

—Y yo a ti —respondió él, besándola con ternura en la frente.

Cuando regresaron al salón, el rey se acercó con una copa de vino en la mano.

—Señorita Montclair —dijo con tono diplomático—. En breve firmaremos el contrato de compromiso. ¿Hay alguna tradición que deba conocer? ¿Algún ritual Montclair que implique animales o danzas del bosque?

Griselda parpadeó.

—No sabría decirle, Majestad… pero según mi abuela, lo único indispensable es reírse de vez en cuando. Si no hay risa, no hay boda.

El rey soltó una carcajada franca.

—Me agrada aún más —repitió, mientras la reina asentía con complicidad.

—Y mañana —dijo ella con una sonrisa astuta— ensayaremos la danza real. No queremos que se tropiece en su primer vals como futura reina.

Griselda tragó saliva. Había olvidado ese detalle.

Esa noche, cuando por fin se retiraron a descansar, Griselda se tumbó en una cama cubierta de dosel blanco. El techo tenía estrellas doradas pintadas a mano. El aroma a mar entraba por las ventanas y el murmullo de las olas parecía cantarle una nana.

Ella cerró los ojos, sonriendo. Por primera vez en mucho tiempo, no se sentía fuera de lugar, ni forzada a encajar. Era ella, con su pasado, su fuerza y sus manías, quien había llegado hasta allí. Y lo había hecho siendo auténtica.

Mañana sería el compromiso oficial. Y lo que alguna vez pareció un disparate de su hada madrina con látigo, ahora era su vida real. Extrañamente… encajaba como un zapato a medida.