Cuando Légolas, un alma humilde del siglo XVII, muere tras ser brutalmente torturado, jamás imaginó despertar en el cuerpo de Rubí, un modelo famoso, rico, caprichoso… y recién suicidado. Con recuerdos fragmentados y un mundo moderno que le resulta ajeno, Légolas lucha por entender su nueva vida, marcada por escándalos, lujos y un pasado que no le pertenece.
Pero todo cambia cuando conoce a Leo Yueshen Sang, un letal y enigmático mafioso chino de cabello dorado y ojos verdes que lo observa como si pudiera ver más allá de su nueva piel. Herido tras un enfrentamiento, Leo se siente peligrosamente atraído por la belleza frágil y la dulzura que esconde Rubí bajo su máscara.
Entre balas, secretos, pasados rotos y deseo contenido, una historia de redención, amor prohibido y segundas oportunidades comienza a florecer. Porque a veces, para brillar
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Recordando todo.
A la mañana siguiente, ambos estaban acurrucados a su manera. La luz dorada acariciaba la habitación en silencio, como si supiera que debía ser sutil.
Leo abrió los ojos con dificultad, primero. La cabeza le pesaba y el cuerpo le dolía como si hubiera sido arrastrado por una tormenta. Tardó unos segundos en ubicarse. El primer roce visual que lo ancló a la realidad fue una figura a su lado: Rubí, sentado en una silla de respaldo recto, visiblemente incómodo, con la cabeza apoyada sobre su brazo izquierdo y la otra mano entrelazada con la suya.
—¿Rubí?
Leo frunció el ceño.
¿Cómo había llegado Rubí hasta allí? ¿Cómo había entrado? Y lo más importante ¿porqué había ido a su casa?
Movió los ojos por la habitación y vio medicinas sobre la mesita de noche, botellas de suero oral, un tazón vacío… incluso olía a algo limpio, como jabón y caldo recién hecho. Se notaba que lo habían bañado o limpiado, y el sabor vago en su boca le decía que lo habían alimentado aunque no tuviera recuerdo claro de haber comido.
—¿Qué demonios está pasando aquí?
Volvió su mirada a Rubí.
Dormía. Había mechones sueltos sobre su rostro que parecían moverse con cada respiración. Leo se inclinó ligeramente, ignorando la punzada de su espalda, y con una ternura automática, le apartó un mechón del rostro. El corazón le dio un pequeño salto cuando sintió la piel tibia bajo sus dedos.
—Mi querida gema...
Entonces Leo recordó algunas fracciones de su memoria, un destello. Un recuerdo.
“…yo no soy Rubí. No soy la persona que conociste tiempo atrás. Yo soy Légolas, quien reencarnó en este cuerpo cuando Rubí se quitó la vida. Yo te amo”
Las palabras le golpearon el pecho. No sabía si había sido un sueño o una alucinación, pero estaban claras en su mente. Su mirada volvió al rostro de Rubí y no pudo evitar sentir algo distinto, más complejo que cualquier otra cosa que hubiera sentido antes.
¿Había dicho eso de verdad?
¿O su cerebro febril lo había inventado?
Piensa descubrir la verdad más adelante, por ahora solo se concentra en lo que tiene en frente.
Rubí se removió en la silla y, como si hubiera sentido la mirada sobre él, comenzó a despertar. Parpadeó con pesadez hasta que sus ojos se enfocaron en los de Leo. Lo miró por unos segundos en silencio, hasta que la conciencia lo golpeó de lleno.
—Leo… —susurra, retirando su mano con cierta timidez.
Leo le sostuvo la mirada, aún sin hablar. Había demasiadas preguntas en su cabeza, pero ninguna salía con orden. Aún así, su voz salió ronca, débil, pero firme.
—Fuiste tú… ¿verdad? El que me cuidó. El que me dio de comer… el que me… —calló de golpe, sintiendo el calor en su rostro al recordar el beso, las caricias inocentes y confusas entre fiebre y delirio.
Rubí baja la mirada, apretando los labios.
—Estabas muy mal. Tenías más de cuarenta de fiebre. No podía dejarte solo… y… y lo hice porque quería, no porque me lo pidieras. Ya que estás mejor me voy. Hay más sopa en la nevera. Perdón por mi intromisión. Lave tu ropa y limpié tu casa.
Leo cerró los ojos un segundo, como si tratara de procesar todo. Luego, volvió a abrirlos con intensidad.
—¿Hiciste todo eso por mi?
Rubí traga saliva. Su cuerpo se tensó, como si fuera a huir.
—Si...bueno...odio la suciedad.
Leo no dijo nada sobre lo que recordaba. No mencionó a Légolas, ni reencarnaciones, ni confesiones febriles. En lugar de eso, frunció el ceño y lo miró con cierta sospecha.
—¿Cómo entraste? ¿Cómo supiste que estaba enfermo?
Rubí parpadea, algo desconcertado por el cambio de tema.
—Me encontré con tu hermana en el hotel donde estaba firmando autógrafos. Se veía preocupada. Dijo que habías enfermado y odias los hospitales, que no podías cuidarte solo y ella estaba muy ocupada… Me dió tu dirección y el codigo...Vine a ver si estabas bien —se cruzó de brazos—. Pero claro, olvidé que tú solo te preocupas por ti mismo.
—¿A mi hermana?
Leo lo mira, alzando una ceja, pero Rubí no paró ahí.
—¿Estás loco? ¿Por qué no fuiste al médico? ¿Tienes idea de la fiebre que tenías? Me haces venir a cuidarte como si fueras un niño. ¡Eres un hombre grande, Leo! ¡Responsabilízate de ti mismo, por una vez!
Leo desvía la mirada, y aunque estaba visiblemente débil, había una chispa divertida en sus ojos. Rubí, al notarlo, bufó con frustración.
—Olvídalo, me voy —dijo, dándose la vuelta.
Pero antes de que pudiera dar un paso más allá de la cama, Leo lo tomó del brazo con una fuerza inesperada para alguien tan débil. Lo jaló sin previo aviso y lo tumbó sobre el colchón, quedando ambos frente a frente, respirando el mismo aire.
—¿Qué estás...ummm?
Leo lo calló con un beso.
No fue un beso suave ni tímido. Fue intenso, cargado de todo lo que no se había dicho. Rubí abrió los ojos de sorpresa, sus manos quedaron suspendidas en el aire por un segundo… hasta que, poco a poco, se dejaron caer, posándose sobre el pecho caliente de Leo.
El corazón le latía con fuerza. No por fiebre. No por debilidad.
Sino por él.
Cuando el beso terminó, Leo lo miró fijamente, sin soltarlo. Rubí quedó respirando por la boca visiblemente agitado.
—Gracias por venir —murmura, su voz ronca rozándole los labios.
Rubí traga saliva y se enreda en emociones, palabras y piel. Sintió que algo dentro de él se quebraba… o quizás se liberaba.
—No me des las gracias, es lo que haría por un amigo.
—¿Osea, que harías esto, todo esto... por cualquiera?
—¡No es lo que quise decir!
—No quiero que te vayas.
Porque ese beso, esa mirada… no era de Rubí. Era de Légolas. Y Leo, aunque no lo supiera aún, lo estaba eligiendo.
Leo se inclina y lo besa, pero está vez más pausadamente. Cuando se apartó Rubí era un manojo de nervios.
—¿Por qué demonios no me dijiste que vivías aquí?—pregunta de repente.