En la Ciudad de México, como en cualquier otra ciudad del mundo, los jóvenes quieren volar. Quieren sentir que la vida se les escapa entre las manos y caminar cerca del cielo, lejos de todo lo que los ata. Valeria es una chica de secundaria: estudiosa, apasionada por la moda y con la ilusión de encontrar al amor de su vida. Santiago es todo lo contrario: vive rápido, entre calles peligrosas, carreras clandestinas y la lealtad de su pandilla, sin pensar en el mañana.
Cuando sus mundos chocan, la pasión, el riesgo y el deseo se mezclan en un torbellino que los arrastra sin remedio. Una historia de amor que desafía reglas, rompe corazones y demuestra que a veces, para sentirse vivos, hay que tocar el cielo… aunque signifique caer.
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Catorce
1 Saltos. Uno tras otro, mirando al Popeye tendido en el suelo, inmóvil, derrotado. Santiago no se lo piensa: se gira de golpe y se lanza sobre el Güero que hace meses lo había agarrado por detrás, como rata de esquina. Le suelta un codazo seco en la boca, con todo el peso de su cuerpo. Tres dientes vuelan como si fueran canicas en la banqueta. El güero cae y los dos ruedan en el piso manchado de aceite y tierra.
Santiago se monta encima de él, clava la rodilla entre sus hombros y empieza a soltarle puñetazos en la cara, uno tras otro, como si quisiera borrarle la sonrisa de fresita que siempre traía. Después lo agarra del pelo güero teñido y le estrella la cabeza contra el suelo áspero, hasta que dos brazos enormes lo jalan de golpe.
—¡Ya estuvo, güey! —es Pollo, que lo levanta de las axilas con una fuerza bruta.
—Vas a dejarlo seco, cabrón —le suelta con un resoplido.
El Chuy y el Kevin también llegan, con la mirada nerviosa.
—Trucha, Santi, ya bájale. Seguro algún chismoso ya marcó a la tira —dice el Chuy, que ya se las sabe de memoria.
Santiago respira agitado, con el sudor bajándole por la frente. Mira a los compas del Popeye que lo observan callados, como perros apaleados.
—¡Pinches basuras! —les grita con rabia, y sin pensarlo les escupe. El gargajo va a dar justo en la cara de uno que todavía sostiene un vaso de Coca con hielos derretidos. El vaso tiembla, pero el chavo ni chista.
Santiago camina con el pecho inflado. Pasa frente a Anita y le suelta una sonrisa torcida, la suya, la que mezcla burla con desafío. Ella, nerviosa, intenta devolverle algo parecido, pero apenas le tiembla el labio superior en un gesto extraño, como si no supiera si reír o llorar.
No hay más que decir. Ellos ya saben que el barrio es suyo.
Montan en sus naves. Kevin prende la moto y arranca hecho un demonio, con el Chuy de paquete. El escape truena como cohete de feria. Gritan, se balancean, van zigzagueando entre los carros como si fueran los reyes del Periférico. Atrás, Pollo avanza más estable, con Santiago aferrado al asiento, riéndose todavía con la adrenalina a tope.
—¡Te la hubieras rifado con la güerita, cabrón! —le grita Kevin desde el carril de al lado, con una carcajada.
—Eres un exagerado, mano. Siempre quieres todo al mismo tiempo. Hay que saber esperar. Cada cosa llega en su momento —responde Santiago, medio sonriendo.
Esa misma noche, Santiago se aparece en la casa de Anita. No lleva flores ni cursilerías; nomás el puro descaro de tocarle la ventana como si fuera un ladrón. Ella lo deja pasar, con las manos temblando, y lo demás fluye como si el destino ya lo hubiera escrito. Se entregan sin preguntar, como siguiendo el consejo de Kevin pero a su propio ritmo, repitiéndolo una y otra vez hasta que la madrugada los alcanza.1