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Un juego perdido. Una leyenda urbana.
Pero cuando Franco - o Leo, para los amigos - logra iniciarlo, las reglas cambian.
Cada nivel exige más: micrófono, cámara, control.
Y cuanto más real se vuelve el juego...
más difícil es salir.
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Capítulo 14: "Banstee".
Pasé de página.
En el margen superior había un número encerrado en un círculo: 1. El trazo de la tinta azul era limpio, prolijo, casi milimétrico. El estilo inconfundible del obsesivo de Esteban. Las letras descansaban como si hubieran sido acomodadas con regla. Una ilustración del escenario de Murlo ocupaba media página. Había algo en la composición, en la forma de los árboles, incluso en la geometría de la tierra, que parecía sacado directamente del juego.
Pasé de página.
El número 2. A la izquierda, un boceto de un ave en pleno vuelo, y a la derecha, una especie de mapa con flechas, símbolos de ritmo, compases, pequeñas notas técnicas como “doble presión para impulso”. Reconocí mecánicas que había aprendido jugando.
Sentí cómo se me aceleraba el pulso.
Pasé de página.
El número 3. Un cofre, una puerta, un candado. Una sucesión de símbolos musicales mezclados con elementos visuales que parecían sacados del nivel tres. La disposición era casi exacta. La coincidencia parecía convertirse en patrón.
Pasé otra vez.
Nivel 4. Una aldea. Había un dibujo del lobo, casi idéntico a como lo vi en el juego. Aunque por alguna razón se veía más... salvaje.
Las casas, las posiciones, incluso algunos diálogos anotados en lápiz.
Pasé de página tras página, más y más rápido. Como si hiciera un recorrido del juego mismo. Desde el primer nivel hasta el séptimo. Cada hoja tenía una pista, un personaje, un concepto. Todo estaba ahí.
Me detuve en seco cuando vi la palabra “Melodía” escrita en el centro de una hoja. Era la página del nivel 7. La reconocí. Era nuestra melodía. La misma que habíamos compuesto juntos. Tenía anotaciones al margen, era una letra muy pequeña, algo borrosa. La prolijidad del principio ya no se hacía presente. Como el trabajo de alguien que empieza a perder las ganas, o la bitácora de quien desciende a la locura.
Sentí un nudo en el estómago.
Pasé la página.
Y ahí fue donde todo cambió.
Los trazos comenzaron a torcerse.
El azul prolijo de las primeras hojas fue reemplazado por líneas oscuras, gruesas, casi violentas. Palabras superpuestas unas con otras, frases que se contradecían, casi como si una discusión tuviera lugar en esas páginas.
Márgenes repletos de garabatos que no parecían tener sentido. Diseños grotescos: criaturas con ojos por dentro del cuerpo y bocas por docenas, escaleras que subían hacia la nada, puertas que se abrían hacia una pared cerrada.
Volví a pasar otra hoja. Y otra. Y otra.
Lo que había ahí ya no eran dibujos. Era como si alguien hubiera presionado el lápiz contra la hoja con furia, rompiendo la superficie. Manchas. Manchas de grafito, de tinta corrida. Páginas que parecían encriptadas, manchadas, como si alguien hubiese escrito sobre ellas una y otra vez, sin detenerse, como si tratara de tapar lo anterior.
No podía dejar de mirar.
Y entonces, un sonido seco.
—¡Uaghh!
Me giré justo a tiempo para ver a Alana inclinada hacia adelante, vomitando en el piso.
—¡Alana! —Solté el cuaderno y me acerqué de inmediato. La tomé por los hombros—. ¿Estás bien?
Ella negó con la cabeza, con la cara pálida y la mirada perdida.
—Vení, te llevo al baño.
La ayudé a levantarse. Estaba blanca, con restos de vómito en la barbilla. Caminamos tambaleando hasta el pasillo. Ella apoyó la mano en la pared.
—¿Tu viejo no se va a despertar con tanto ruido? —pregunté mientras abría la puerta del baño.
—Con las borracheras que se pega... no se despierta ni aunque le pase un tren por arriba —dijo con voz ronca.
La ayudé a lavarse la cara. El agua caía sobre el lavabo con un ritmo lento, denso. Ella se sostuvo del borde, mirándose en el espejo.
—¿Me podés llevar a la pieza? —murmuró.
—Sí, sí, vamos.
La acompañé hasta su habitación. La acosté con cuidado. Se tapó hasta la nariz. Parecía una niña chiquita después de una pesadilla.
—¿Puedo usar la compu de Esteban? —pregunté en voz baja.
—Debe estar en su pieza...
—Gracias.
Di un paso para irme, pero su voz me detuvo.
—¿Quedate un ratito más? —susurró, con una voz tierna, casi angelical—. No quiero estar sola.
Me giré. Por dentro dudé.
—Sí, claro —dije, mientras rogaba que fuera rápido.
Me senté al borde de la cama, reposando mi cuello en el colchón. Ella pegó su cabeza con la mía y se quedó ahí por un rato largo. Tenía la respiración irregular, áspera, como si...
—Lo extraño.
No necesitaba aclarar a quién.
—Desde que se fue... papá se la pasa borracho. Mamá se fue de la casa. Todo se siente igual, ¿sabés? Aburrido. Pesado. Como si nada importara ya.
Se detuvo un momento, tragando saliva. Se sentó en la cama.
—Estoy harta de que me tengan lástima. Que todos hablen como si fuéramos víctimas. Sólo se murió el fracaso de mi hermano... —dijo con rabia. Pero al instante siguiente, rompió en llanto. Se cubrió la cara con las manos—. ¿Por qué se fue sin decir nada, el maldito?
Me acerqué y la abracé. Su cuerpo temblaba.
—Lo extraño —dijo entre sollozos.
—Shhh... está bien.
Poco a poco, su respiración se fue calmando. Se quedó dormida entre mis brazos. Con cuidado, la acomodé en la cama y salí de la habitación.
Me dirigí al cuarto de Esteban.
La computadora estaba sobre el escritorio, al lado de un cuaderno de notas. La pantalla apagada. Toqué una tecla y se encendió. Pedía contraseña.
Probé con “esteban”, con “1234”, con su documento. Nada.
Intenté con la fecha de su cumpleaños. Tampoco.
Hasta que se bloqueó.
Demasiados intentos fallidos. Intente nuevamente en 30 segundos.
Suspiré.
Iba a tener que preguntarle a Alana, pero no quería molestarla de nuevo.
Esperé. El reloj descendía: 30, 29, 28...
No sé por qué lo hice. Pero lo hice.
Escribí: Banstee
Presioné Enter.
Y la pantalla cambió.
El fondo de escritorio era una foto. Nosotros dos. Esteban y yo. Abrazados, en la plaza donde siempre íbamos después de las clases. Él haciendo una mueca ridícula, yo señalándolo como un idiota.
Me quedé inmóvil.
La garganta se me cerró.
Tragué saliva.
Las lágrimas me nublaron la vista.
Me llevé una mano a la boca y otra al teclado. Respiré hondo, temblando.
—Hola, inútil —susurré, y sin darme cuenta solté una sonrisa.
Sin pensarlo mucho, cerré la computadora y me la llevé.