Anne es una chica común: pelirroja, de ojos marrones y con una rutina sencilla. Su vida transcurre entre clases, libros y silencios, hasta que un día, al final de una lección cualquiera, encuentra una carta bajo su escritorio. No tiene firma, solo un remitente misterioso: "Tu luna". La carta está escrita con ternura, como si quien la hubiese enviado conociera los secretos que Anne aún no se atrevía a decir en voz alta.
Día tras día, más cartas aparecen. Cada una es más íntima, más cercana, más brillante que la anterior. Anne, con el corazón latiendo como nunca antes, decide dejar su respuesta: una carta pidiendo un número de teléfono, un pequeño puente hacia la voz detrás del papel.
Desde ese momento, las palabras ya no llegan en papel, sino en mensajes que cruzan el cielo entre la luna y la tierra. Entre risas, confesiones y silencios compartidos, Anne descubre que la persona tras el seudónimo no es un sueño, sino alguien real.
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Calma
La lluvia comenzó cuando Anne me tomó de la mano. No era fuerte, apenas una llovizna, como si el cielo también sintiera lo que yo. Caminamos sin hablar hasta su casa, despacio, como si cada paso necesitara permiso.
No me miraba con lástima. No me preguntaba si estaba bien. Solo me sostenía la mano con firmeza, como quien sostiene algo frágil y valioso. Me llevó a su habitación con la naturalidad de quien conoce cada rincón de mi alma.
La puerta se cerró con un clic suave. Ella no encendió las luces. Solo dejó la lámpara de noche encendida, esa que derramaba un resplandor ámbar sobre las paredes, como un amanecer contenido.
Me senté en el borde de su cama, aún temblando, sin saber dónde poner las manos. Todo en mí seguía siendo nudo: garganta, pecho, pensamientos.
Anne se agachó frente a mí. Con delicadeza, sin forzar nada, me quitó los zapatos. Después se sentó a mi lado.
No dijo nada.
Su cercanía era un abrazo invisible. Como el sol de invierno, que no quema, pero calienta lo suficiente como para no congelarse.
Y yo la necesitaba tanto.
—¿Puedo cepillar tu cabello? —preguntó.
Asentí.
Se puso detrás de mí y tomó con suavidad el cepillo que siempre dejaba sobre la cómoda. Cada pasada era como una caricia al alma. Me recordaba que era real. Que estaba viva. Que no era un error.
—A veces… —empecé, con la voz baja— me siento como una luna demasiado lejana. Como si estuviera hecha para orbitar, pero nunca tocar.
Ella no respondió de inmediato. Se tomó su tiempo. El silencio no era incomodidad con ella, era espacio sagrado.
—Quizás… —dijo al fin—… es que no necesitas tocar para iluminar.
Tragué saliva. Mis ojos se llenaron otra vez.
—Tengo miedo —confesé—. De no ser suficiente. De necesitar demasiado. De que un día no me quieras más.
—Diana… —susurró, y rodeó mi cintura con los brazos, apretando su pecho contra mi espalda—. Yo te amo incluso cuando no sabes amarte a ti. Incluso cuando te rompes, cuando gritas, cuando te cierras. Porque tú… tú me enseñas otra forma de amar.
Mis dedos se aferraron a los suyos.
—¿Aunque tenga miedo cada día?
—Aunque tengas miedo del mundo entero. Yo estoy aquí. Y no me voy.
Nos quedamos así un rato largo. Después, me ayudó a recostarme. Puso una música suave, esa lista de canciones que compartimos con título: "Palabras cuando no podemos decirlas". Me tapó con la manta liviana que olía a ella: a manzanilla, a libros viejos y a hogar.
—¿Sabes lo que más me gusta de ti? —preguntó de pronto, ya echada a mi lado.
—¿Qué?
—Que no finges. Que si te duele, lo dices. Que si amas, lo entregas todo.
—Eso… a veces asusta a los demás.
—A mí me hace admirarte.
Giré el rostro hacia ella. Sus ojos brillaban. No por lágrimas, sino por eso que siempre me costaba creer que alguien sintiera por mí: ternura.
—¿Puedo abrazarte? —susurré.
No respondió con palabras. Se acercó y me rodeó con todo su cuerpo, como si pudiera protegerme del mundo.
Y en ese abrazo, por primera vez en días, respiré hondo.
Sus labios rozaron mi frente. No había deseo, ni promesas. Solo eso: calor. Calma. Amor real.
—Gracias —dije, sin necesidad de explicar más.
—Gracias a ti por dejarme estar —respondió.
Después, me quedé en silencio, escuchando su respiración. Contando sus latidos. Dejando que mi corazón encontrara el ritmo del suyo.
Nos quedamos dormidas así. Luna y Tierra. Unidas sin necesidad de gravedad.
Poema: "Órbita"
Por Diana, para Anne
Te escribo desde la orilla,
donde las mareas me devuelven pedazos de mí
que solo tú supiste ver enteros.
Antes de ti, era luna sin reflejo,
una sombra que se escondía
del sol de los demás.
Y tú llegaste con los ojos abiertos,
con la voz que no teme al silencio,
con las manos que no huyen
cuando tiemblo.
Me orbitabas sin exigencias,
como la Tierra abraza la luna
aunque nunca puedan tocarse del todo.
Y en tu abrazo aprendí que existir
no es ser perfecta,
sino ser sentida.
Te escribo porque sanar no es olvidar,
sino recordar desde otro lugar.
Y hoy, desde esta orilla menos rota,
menos sola,
puedo decirte:
ya no me escondo.
Tú me hiciste casa en tus palabras,
me nombraste sin condiciones.
Ahora yo también quiero llamarte
mi hogar sin miedo.
Gracias por esperarme
cuando mi luz se volvió tenue,
por amarme como los humanos
miran la luna:
no a pesar de sus cráteres,
sino por ellos.
Anne,
si aún me sigues orbitando,
déjame esta vez girar contigo.
No como satélite herido,
sino como promesa de amanecer.