En un mundo donde las apariencias lo son todo, Adeline O'Conel, una joven albina de mirada lunar, destaca como una joya rara entre la nobleza. Huérfana de madre desde su nacimiento, fue criada por un padre bondadoso que le enseñó a ver el mundo con ternura y dignidad. Al cumplir quince años, Adeline es presentada en sociedad como una joven casadera, y pronto, su belleza singular capta la atención de la corte entera.
La reina, fascinada por su porte elegante, la declara el diamante de la época. Caballeros, duques y herederos desfilan ante ella, buscando su mano. Pero el corazón de Adeline no se agita por ellos, sino por alguien inesperado: la primera princesa del reino, una joven de 17 años con una mirada firme y un alma libre.
En una época que no perdona lo diferente, Adeline y la princesa se verán envueltas en un torbellino de emociones, secretos y miradas furtivas. ¿Podrá el amor florecer bajo la luz de una luna que, como ellas, se esconde para brillar en libertad?
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Una historia parecida a la nuestra
El otoño comenzaba a pintar los árboles de ámbar y cobre cuando Luney y Julieta decidieron pasar la tarde en una cafetería del centro. No era un lugar lujoso, pero tenía encanto: ventanales altos que dejaban entrar la luz dorada, paredes cubiertas de libros antiguos, y una melodía de piano suave que parecía abrazar a quienes entraban.
—Me gusta este sitio —dijo Julieta mientras colgaba su abrigo y se sentaba frente a Luney en una mesita de madera—. Huele a canela y a ideas nuevas.
—Es mi lugar favorito —respondió Luney, algo tímida—. Aquí escribo la mayoría de mis historias.
Pidieron dos tazas de té. Una de jazmín para Luney, como siempre, y una de frutos rojos para Julieta. La camarera les sonrió al dejarlas solas, como si supiera que estaban hechas del mismo hilo invisible.
—¿Entonces vas a leerme algo? —preguntó Julieta con emoción.
Luney sacó su cuaderno de tapa de cuero, algo gastado, pero lleno de vida. Lo abrió por una de las páginas marcadas con una pequeña flor seca y aclaró su voz.
—Esta historia se llama “La luna que no olvida”.
Julieta se acomodó en su silla, apoyando el mentón en la palma de la mano, lista para escuchar.
—“Había una vez una niña que nació con la luna en los ojos. No importaba cuántas veces se reencarnara, la luna la seguía, como si le debiera algo, como si quisiera protegerla. Esa niña amaba escribir, y cada historia que creaba tenía un mismo hilo secreto: el recuerdo de un amor que aún no entendía, pero sentía en cada latido…”
Julieta se estremeció. No por lo evidente, sino por lo bello.
—“Un día, esa niña conoció a otra. Y al verla, sintió que el universo hacía silencio. Como si todo en su vida hubiese estado esperándola. No sabía su nombre, ni su historia… pero en el fondo, ya la conocía.”
Luney detuvo la lectura y la miró.
—Es algo que escribí hace dos meses. Antes de conocerte.
Julieta se mordió el labio inferior.
—¿Crees que fue la intuición? ¿O que tu alma me reconocía desde antes?
—No lo sé —susurró Luney—. Pero a veces siento que el amor no se olvida, solo duerme hasta que es hora de despertar.
Se quedaron en silencio unos segundos, con la música suave de fondo y el murmullo de otras mesas alejadas. Parecían las únicas personas en el mundo.
—¿Puedo escribir algo para ti? —preguntó Julieta, tomando una servilleta y un bolígrafo del bolsillo de su chaqueta.
—Claro.
Julieta se concentró un momento, y luego escribió con letra inclinada:
“Si te vi en otro siglo, y aún así vuelvo a ti en este,
entonces no es un sueño:
es amor que sobrevivió al tiempo.”
Luney leyó en silencio y luego sonrió, profundamente conmovida.
—Tienes talento. No solo para cantar.
—Tal vez tú me inspiras —susurró Julieta.
Pasaron la siguiente hora hablando de todo y de nada. Luney le leyó más historias, pequeños fragmentos de mundos que había creado, donde princesas eran valientes, las niñas podían salvarse entre sí, y la luna era un personaje silencioso que guiaba con luz tenue.
Julieta, en cambio, le contó sobre los discos de vinilo que coleccionaba, los nombres que le daba a sus plantas y cómo siempre se le quemaba el arroz, pero le salía perfecto el pastel de zanahoria.
—¿Sabes? —dijo Luney mientras jugaba con el borde de su taza—. Me da miedo que esto no sea real. Que solo estemos repitiendo algo que ya pasó.
Julieta le tomó la mano con suavidad.
—Lo que pasó fue hermoso… pero lo que está pasando ahora es nuevo. Es tuyo y mío. Aquí. En este tiempo. Con nuestras versiones actuales. Podemos amarnos otra vez, pero como Luney y Julieta. Desde cero.
Luney tragó saliva.
—Tengo miedo de enamorarme de ti.
—Yo también. Pero lo estoy haciendo igual.
Las palabras quedaron flotando, suaves y contundentes. No necesitaban definirse. No aún. Solo saberse, poquito a poco, descubrirse con calma. Esta vez nadie las obligaba a esconderse, a callar. El mundo era distinto, y aunque no siempre fácil, sí les daba una nueva oportunidad.
—¿Puedo quedarme con esta historia? —preguntó Julieta, señalando el cuaderno.
—Solo si prometes guardarla cerca del corazón —respondió Luney.
Julieta se acercó y apoyó su frente en la de ella.
—Ahí va a estar.
Y aunque no se besaron, el mundo pareció suspenderse otra vez, como si incluso el aire se negara a interrumpirlas.
Esa noche, Julieta llevó a Luney a su casa. Habían pasado la tarde juntas en la cafetería, entre palabras y confesiones suaves, entre sorbos de té y risas compartidas. Ya no eran solo dos adolescentes reconectando con una historia lejana. Eran dos almas construyendo una nueva.
Una que aún no tenía final.
—¿Quieres subir a mi habitación? —preguntó Julieta con naturalidad—. No hay nadie más en casa. Papá viajó por trabajo, y mamá está en la finca.
Luney asintió con una pequeña sonrisa.
—¿Puedo traer mi cuaderno?
—Claro. Y si quieres… podríamos escribir algo juntas.
No sabían que esa noche sería el comienzo de algo importante.
El cuarto de Julieta era cálido. Estaba decorado con luces tenues, libros apilados en los bordes de la cama, y una vieja guitarra en una esquina. Sobre el escritorio había velas apagadas, hojas sueltas y algunas flores secas en un jarrón transparente.
Luney se sentó en el borde de la cama, mientras Julieta sacaba dos cuadernos y un bolígrafo de tinta azul.
—Pensé que podríamos escribir algo nuevo. Inspirado en lo que vivimos, sí… pero diferente. Uno donde no tengamos que morir. Donde podamos elegirnos sin miedo.
—¿Un final feliz para nosotras? —preguntó Luney, con un atisbo de esperanza.
—Un nuevo principio —respondió Julieta.
Se acomodaron frente a frente, cada una con un cuaderno. Julieta propuso el título: “Cuando las lunas se encuentran”.
—No “la luna y el sol”, no “la sombra y la luz”. Esta vez, dos lunas. Dos iguales que se entienden.
Luney asintió.
—Entonces empieza tú.
Julieta respiró hondo y escribió:
“En un mundo donde los recuerdos viajaban a través de las estrellas, dos chicas despertaron en cuerpos nuevos, con corazones viejos. Habían olvidado los nombres, las promesas, las cartas escritas en pergaminos… pero no se habían olvidado entre sí.”
Luney sonrió, tomando el hilo.
“Se encontraron en una escuela del siglo XXI, con uniformes comunes y clases aburridas. Pero cuando sus miradas se cruzaron, algo se quebró. O quizás algo se encendió. Nadie lo notó, excepto el viento, que silbó entre los árboles, como reconociendo una historia que había dormido demasiado tiempo.”
Ambas escribían por turnos, entre carcajadas, suspiros y silencios largos. No corregían. No temían ser cursis. Solo se dejaban llevar.
“Una de ellas se llamaba Lía, la otra Amara. No lo sabían aún, pero compartían la misma herida: una añoranza que no entendían, un amor que parecía pertenecer a otro siglo, y sin embargo las empujaba con fuerza hacia el presente.”
Julieta escribió:
“Una noche, Lía la llevó a su habitación. Le mostró los cuentos que escribía desde niña: historias de reinas encerradas, de besos prohibidos, de lunas tristes. Amara escuchó en silencio, con los ojos brillando. Ella también tenía sueños parecidos, pero nunca los había escrito.”
—¿Crees que esa historia puede ayudarnos a entendernos más? —preguntó Luney, haciendo una pausa.
—Creo que esta historia somos nosotras diciendo todo lo que aún no sabemos decir en voz alta —respondió Julieta.
Siguieron escribiendo. Hora tras hora. El reloj avanzaba, pero ellas no lo notaban.
“Cuando por fin se besaron, el tiempo no se detuvo. Al contrario. Todo volvió a moverse. El aire respiró más hondo. La ciudad latió con fuerza. El mundo, por fin, parecía tener sentido.”
Julieta se quedó en silencio. Luney miró su expresión seria, contemplativa.
—¿Qué estás pensando?
—Que tal vez siempre estuvimos destinadas a encontrarnos. No para repetir una historia, sino para escribir una nueva. Una que no sea trágica.
—Pero real —agregó Luney—. Una donde discutamos, dudemos, cometamos errores… pero también donde podamos elegirnos con libertad.
Julieta se acercó un poco más.
—¿Tú me elegirías otra vez?
Luney la miró, con la calidez en los ojos celestes.
—En cada vida.
El silencio fue cómodo, envolvente. Encendieron una vela pequeña y se quedaron recostadas en la alfombra, una al lado de la otra, compartiendo el cuaderno donde sus palabras ya no sabían distinguir de quién eran.
—¿Qué final le pondremos? —preguntó Julieta.
Luney pensó un momento y dijo:
—Ninguno. Esta historia no se acaba. Solo crece. Como nosotras.
Julieta sonrió.
—Entonces que tenga un epílogo, no un final.
Y juntas, escribieron:
“A veces el amor viaja a través del tiempo. A veces toma nombres nuevos, pieles nuevas, ciudades distintas. Pero si es verdadero, se encuentra. Y cuando lo hace… ya no vuelve a soltarse.”
se quedaron dormidas bajo la luz temblorosa de la vela, con el cuaderno entre ambas, y una historia que recién comenzaba.
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