Cuando Seraphine se muda buscando paz, jamás imagina que su nuevo vecino es Gabriel Méndez, el arquitecto que le rompió el corazón hace tres años… y que nunca le explicó por qué.
Ahora él vive con un niño de seis años que lo llama “papá”.
Un niño dulce, risueño… e imposible de ignorar.
A veces, el amor necesita romperse para volver a construirse más fuerte.
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El niño abandonado
...CAPÍTULO 13...
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...SERAPHINE DÍAZ ...
Llegué a mi apartamento todavía con ese olor leve al perfume de Gabriel pegado en la camiseta prestada. Sí, lo admito: lo olí antes de meterlo a lavar.
¿Qué? Soy humana. Y chismosa. Y débil ante olores deliciosos.
Tras bañarme, me puse pijama, metí la ropa a la lavadora y me tiré al sillón con un bowl gigante de palomitas de maíz. Paz. Finalmente paz. Puse un capítulo de “Reinos Celestiales: Academia de Dragones Detective” —mi serie animada favorita.
Pero dos horas después…escuché gritos en el pasillo y no cualquier grito: era Gabriel con Oliver.
Obvio corrí a pegar la oreja a la puerta porque chisme es chisme.
—Papá, me lo prometiste —Oliver estaba indignado—. ¡No me puedes hacer esto!
—Ya te dije, Oli —respondió Gabriel con ese tono de padre al borde de la perdición—. Me salió un asunto de la empresa.
—Es culpa de Adelina, ¿cierto? —soltó Oliver—. A la abuela no le cae bien. Dice que es como una muñeca postiza.
Casi me ahogo con el agua que estaba tomando.
Santo cielo, ese niño no tiene filtro.
—¡Oliver Méndez!—bufó Gabriel—. Una palabra más y te quedas castigado todo el mes.
Luego escuché llaves, la puerta, unos pasos.
—Listo —dijo Adelina desde el pasillo—. Sonia dijo que revisará las cláusulas.
O sea… solo tienen temas legales.
Nada dramático. Solo aburrido.
Suspiré. Me fui a la cocina por agua.
Minutos después, escuchó el timbre de mi puerta.
Pensé que era la vecina loca de apartamento de abajo.
Abrí la puerta.
Era Oliver.
Con su peluche de zorro constructor. Con cara de tragedia griega y entrando sin permiso apenas hago un espacio en la puerta.
—Hola señora tormentita, espero tenga espacio para este pobre niño abandonado por su papá porque prefirió a una señora aburrida.
Entró. Cómo si fuera su casa.
Se sentó en MI sillón, agarró el control de la tele y me ignoró con la seguridad de un terrateniente de 1800.
Parpadeé.
¿Es en serio?
—¿Qué estás viendo? —preguntó, y cuando vio la pantalla, abrió los ojos—. ¡Tú ves Reinos Celestiales! ¿Por qué capítulo vas?
Le dije mi número.
Él jadeó como si hubiera visto una traición.
—¿¡Tan lejos!? Yo no voy por ahí…
—No importa —le respondí, ya resignada de que el niño estuviera ahí—. Ponemos el capítulo por donde vas tú.
—¿En serio?
—En serio.
Sus ojitos brillaron. Yo derretida por su reacción, fui por otra tanda de crispetas. Estas las hice de caramelo. Mientras esperaba que se hicieran las crispetas le envié un mensaje a Gabriel para decirle que Oliver está en mi apartamento. Cómo no me había contestado después de unos minutos, le hice una llamada pero no me contestó. Suspire, y salí un rato para tocar su puerta, pero nadie salió.
Supongo que salió.
Volví al interior de mi apartamento y agarré el bold con las crispetas ya hechas en la cocina.
—¿Me trajo crispetas de caramelo? —preguntó con la boca abierta.
—Claro. Soy una persona de cultura.
—Señora tormentita… usted es mi heroína —dijo agarrando el bowl como un tesoro.
Pusimos el capítulo y Oliver empezó con teorías:
—Ese dragón seguro es el hermano perdido de Reina Starflame, pero se volvió malo porque—
—No, no, no —lo interrumpí indignada—. Eso no tiene sentido, el hermano perdido es el príncipe de Escarcha, eso se sabe desde la primera pista del arco de la Montaña Carmesí.
Oliver me miró con cara de juicio infantil.
—Señora tormentita…
—¿Qué?
—¿No está muy grande para ver estas cosas?
Me le quedé viendo fija.
Muy fija.
Modo: pelear con un niño de seis años sobre una serie animada.
—No hables de cosas que no conoces, Oliver.
—Pero…
—NO HABLES —repetí— de cosas… que no conoces.
El niño se rió TAN fuerte que casi se cae del mueble.
—¡Eres muy rara! —dijo mientras comía crispetas a puñados.
—Gracias, ya me sale natural.
—Pero me cae muy bien.
—Tú también, gremlin.
Oliver se acomodó contra mi brazo. Yo seguí comiendo crispetas, mientras veíamos la serie y por primera vez en todo el fin de semana… sentí calma.
......................
Ocho de la noche y Oli estaba derrumbado en mi regazo, abrazado a su zorro constructor como si nada en el mundo pudiera perturbarlo. Si alguien lo veía así, juraría que era un querubín caído del cielo…
Pero yo sabía la verdad.
Ese pequeño era un demonio adorable.
Le puse la colcha encima, suavecito, y le acaricié la cabeza. Era imposible no sonreír.
Apagué el televisor con la otra mano, con cuidado de no despertarlo, y pensé:
¿Y Gabriel?
¿No se supone que lo recogería?
Le escribí de nuevo.
“Tal vez lo mandó aquí”, pensé al principio. Pero ya habían pasado horas.
De repente el timbre sonó. Fui a abrir, esperando que fuera Gabriel.
Y efectivamente
Era Gabriel.
Estaba agitado, con el pecho subiendo y bajando rápido, los ojos abiertos de par en par como si le hubieran arrancado el alma y la estuviera buscando por toda la ciudad.
—¿Qué hace Oliver contigo? —disparó sin saludar.
Lo miré.
Olía a un perfume dulce, femenino, tenía algunos botones mal puestos, un par de marcas en el cuello y un rastro de labial en su camisa de color azul cielo.
—Baja la voz —le dije en voz baja—, está dormido.
Gabriel entró, soltando un suspiro largo, como si por fin pudiera respirar. Fue directo al sillón, cargó a Oliver con cuidado —el niño murmuró algo y volvió a dormir— y se lo llevó a su apartamento.
Un minuto después regresó y regresó furioso.
—Seraphine —dijo con tono cortante—, es una irresponsabilidad tuya no haberme dicho dónde estaba mi hijo. ¡Pudiste avisarme! Lo hubieras devuelto al apartamento, y no quedarte a jugar con él como si fueras una niña.
Yo parpadeé.
¿Perdón?
Él siguió, lanzado, sin filtro:
—Lo busqué por TODA la cuadra. Casi se me sale el alma del cuerpo pensando que se había perdido… Pensé que estaba todo este tiempo en su altillo. Seraphine, es insensato de tu parte no avisarme. No has cambiado nada, sigues igual de inmadura, igual de infantil. Siempre haces cosas sin medir consecuencias y luego uno es el que paga los platos rotos, porque—
Ahí exploté.
—¿Ah sí? —lo interrumpí, cruzándome de brazos—. ¿Te empezaste a preocupar por Oli cuando terminaste de follar con tu “amiga”?
Gabriel parpadeó.
Como si le hubiera lanzado agua fría.
—¿De qué estás…?
—No te hagas el idiota—le corté—. Te estoy observando, Gabriel. Estás llenos de marcas en el cuello, el labial en tu camisa… ¿No es obvio?
Apretó la mandíbula, pero no respondió.
Yo seguí, hirviendo:
—Eres un descarado. Vienes a reclamarme por algo que es TU responsabilidad. ¿Que no te avisé? Revisa el puto chat. Te llamé varias veces, te timbré en tu apartamento y nadie salió. Pensé que habías salido.
Respiré hondo.
—Antes de que vengas a sermonearme, recordemos algo: el irresponsable aquí fuiste tú, que dejaste al niño solo. Oliver no vino porque yo lo fui a secuestrar. Vino porque no había NADIE que le prestara atención. Así que no me digas inmadura. No soy yo la que estaba… ocupadita revisando “cláusulas” con Adelina.
Gabriel abrió la boca para decir algo y la cerró.
Su expresión pasó de furioso a… dolido.
Confundido.
Casi… derrotado.
Y eso, por alguna razón, me enfureció más.
—¿Qué? —solté, con una risa amarga—. ¿Ahora te haces el triste? ¿El incomprendido?
Él frunció el ceño.
—Sera, no—
—¿Yo sigo siendo infantil? —mi voz salió quebrada, pero cargada de veneno—. ¿O sea que yo era la que ocasionaba los problemas antes, verdad? ¿Y tú eras el héroe en la relación? Por favor…
Su mandíbula se tensó.
—Por favor, Gabriel… si nuestra relación se fue al caño fue por tu maldito ego. Por tu manía de tener siempre la razón. Por pretender que yo no tenía derecho a sentir nada. Por nunca ver más allá de ti mismo.
Tomé aire.
—Alguna vez… —mi voz se quebró—. ¿Alguna vez te importé de verdad?
El golpe fue directo.
Lo vi en su cara.
Gabriel dio un paso hacia mí, la voz baja, tensa:
—¿De qué carajos estás hablando? ¡Claro que me importaste! Te di TODO. Te di mi tiempo, mis noches sin dormir, mis planes, mis prioridades. ¡ME JODÍ la vida para que tú estuvieras bien!
—¿Y querías una medalla? —disparé, con una lágrima rebelde escapando—. Dar cosas no es lo mismo que querer. Tú nunca me escuchaste. Nunca me viste. Solo querías una versión mansa de mí. Más fácil. Más cómoda. Una que no cuestionara nada.
Golpeé mi pecho con la mano, con rabia.
—¡Y yo sí necesitaba que me vieras, Gabriel! ¡Que entendieras que yo estaba en una situación difícil y tú hiciste como si no fuera tu problema!
Sus ojos se llenaron de un brillo que no supe si era rabia o tristeza.
—¿Y tú crees que para mí fue fácil? —respondió con la voz temblando de furia contenida—. ¿Tú crees que yo no lo intenté? ¿Que no hice TODO para que funcionara? ¡Eras tú la que siempre salía corriendo cuando algo se ponía difícil!
—¡Porque tú nunca estabas! —le grité. Mis manos temblaban.—Nunca, Gabriel. Nunca. Siempre te escogías a ti. A tu trabajo, a tus ideas, a tu familia perfecta. Y cuando al fin te necesitaba, estabas ocupado siendo el hijo perfecto que tu papá quería y el hombre perfecto que el mundo esperaba.
Él frunció el ceño, dolido de verdad.
—¿Eso crees de mí? —susurró—. ¿Que nunca te escogí?
—Dime entonces —di un paso hacia él, apretando la mandíbula—. ¿Alguna vez… alguna vez… me amaste, Gabriel?
Lo vi tensarse.
Como si le hubiera metido un puñal directo entre las costillas.
Y explotó.
— ¡Te amé más de lo que debía! —la voz retumbó en las paredes—.Más de lo que sabía. Pero es que para ti todo era un problema. Amarte nunca fue fácil ¿Y te atreves a preguntarme eso?
Las lágrimas quemaron mis ojos, pero no iba a dárselo.
—¿Y qué querías? —le dije, ahogándome por dentro—. ¿Que me quedara rogándote? Si tú fuiste el primero en soltarme. En mirarme como si fuera un estorbo.
Gabriel se pasó la mano por la cara, desesperado.
Y entonces él perdió el control.
—¡TÚ TAMPOCO ME HICISTE FÁCIL AMARTE! —gritó, moviendo las manos—. ¡Tú estabas siempre corriendo, siempre dudando, siempre escapando, siempre dejándome en segundo lugar! ¡Nunca supe en qué posición estaba contigo! ¡Nunca!
Yo sentía mi corazón martillándome las costillas.
—¿Ves? —susurré, sintiendo que me derrumbaba—. Incluso cuando dices que me querías… lo dices como si fuera algo terrible. Como si amar fuera una carga.
—No pongas palabras en mi boca.
—No necesito poner nada —murmuré—. Tú mismo lo acabas de dejar claro.
Su voz salió casi en un ruego.
—Sera… yo nunca quise que…
—Lárgate —dije en un hilo de voz.
—Sera…
—LÁRGATE de mi apartamento. —repetí, firme, seca, rota—. No quiero escucharte. No quiero seguir viéndote.
Gabriel abrió la boca y la volvió a cerrar, respiró hondo y me miró como si quisiera decir mil cosas.
Pero no lo hizo.
Se giró.
Me miró como si algo dentro de él se estuviera derrumbando también.
Y sin decir una palabra más, dio media vuelta.
Lo escuché salir.
La puerta se cerró.
Y entonces…
Me apoyé en la pared y las lágrimas, esas malditas traicioneras, empezaron a caer.
Primero lento.
Luego con fuerza.
Hasta que ya no pude más y terminé deslizándome al piso, tapándome la boca para no hacer ruido mientras me quebraba por completo.