Elysia renace en un mundo mágico, su misión personal es salvar a su hermano...
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Cuaderno
Elysia bajó la mirada, apretando la toalla contra su pecho. Una parte de ella quería correr y cubrir a su hermano con una manta… pero otra, la herida, la orgullosa, sentía que Hans tenía razón.
Hans se inclinó hacia ella y le acarició el rostro con suavidad, justo donde aún quedaba el rastro invisible de la bofetada. —Te prometo que volveré, brujita. Tengo asuntos que atender. —Su tono era grave, protector—. Mientras tanto, no abras esa puerta. Déjalo allí. Es su castigo.
Elysia asintió con un leve movimiento de cabeza, dejando que Hans depositara un último beso en su frente antes de alejarse.
La habitación quedó en silencio. Afuera, Ernesto dormía entre lágrimas y vino; adentro, Elysia sentía cómo el calor de Hans seguía envolviéndola incluso en su ausencia.
Elysia esperó algunas horas después de que Hans se marchara. El silencio en el pasillo era casi absoluto, roto solo por algún que otro sollozo inconsciente de Ernesto. Al fin, respiró hondo, se vistió con ropa ligera y abrió la puerta con paso firme.
Allí estaba su hermano, tirado en el suelo, deshecho y derrotado. El corazón de Elysia se apretó, pero no dejó que la compasión borrara su decisión.
—Llévenlo a su habitación —ordenó con voz clara, dirigiéndose a los sirvientes que aguardaban más abajo en el pasillo.
Los criados corrieron de inmediato, levantando al barón caído con cuidado y obedeciendo las órdenes de la joven. Elysia los siguió con la mirada, firme como una dama que sabía exactamente lo que debía hacerse.
—Y escúchenme bien —añadió cuando llegaron a la puerta del cuarto de Ernesto—: enciérrenlo allí. No quiero que salga hasta la noche. Ni un paso fuera, ¿entendido?
Los sirvientes se miraron entre sí, algo incómodos. —Señorita… ¿y si…?
—No es una petición —los interrumpió ella, alzando un poco la voz, con una autoridad que sorprendió incluso a quienes la conocían de siempre—. Es una orden.
—Sí, señorita Elysia —respondieron al unísono, inclinando la cabeza.
Las puertas se cerraron tras el cuerpo desmadejado de Ernesto. Elysia se quedó un momento frente a ellas, con el ceño fruncido, luchando contra la mezcla de dolor y determinación que le ardía en el pecho.
[Si de verdad quieres redimirte, hermano… tendrás que aprender que ya no soy la niña a la que podías callar con una bofetada.]
Con ese pensamiento, dio media vuelta y regresó a su habitación. Por primera vez, no se sentía como una víctima de las decisiones de Ernesto, sino como alguien capaz de decidir su propio destino.
Elysia no buscó dormir ni descansar. Encendió una lámpara de aceite sobre su escritorio y extendió un cuaderno de tapas gastadas que solía guardar bajo llave. Tomó la pluma y, después de mojar la punta en tinta, comenzó a escribir con determinación.
[Hans me escucha… pero no debo confiar solo en la memoria de lo que me contaron en otra vida. Debo dejar constancia. Si algún día falto, si él duda, que estas páginas sean mi ofrenda para guiarlo.]
Su caligrafía fluía rápido, firme, mientras trazaba nombres, fechas, negocios que caerían, familias que traicionarían, rumores de ataques y criminales... Cada recuerdo que traía consigo lo anotaba con precisión, como piezas de un tablero que Hans podría usar.
Al final de una de las páginas, escribió una frase distinta, más íntima:
[Lo hago porque confío en ti. Porque en tus brazos encontré refugio, y quiero que tú también tengas algo mío para sostenerte.]
Elysia apoyó la pluma y suspiró, acariciando con la yema de los dedos las palabras recién escritas. No se daba cuenta de la sonrisa suave que se dibujaba en sus labios, ni de cómo el pensamiento de Hans —su protector, su tormenta y su calma— la llenaba de fuerzas.
Cerró el cuaderno y lo guardó bajo su almohada, convencida de que pronto se lo mostraría. Y cuando lo hiciera, Hans ya no vería en ella solo a una joven con visiones… sino a una verdadera aliada.
Cuando Hans regresó al anochecer, encontró a Elysia sentada junto a la ventana, el cuaderno abierto sobre sus rodillas. La luz dorada del ocaso iluminaba sus cabellos, y el contraste de la tinta fresca sobre el papel parecía brillar tanto como sus ojos al verlo entrar.
—Hans… —dijo ella con timidez, cerrando el cuaderno a medias—. Estuve escribiendo. Todo lo que recuerdo que puede pasar, cada detalle que podría ayudarte en tus negocios… y en tus planes. Quiero que lo tengas.
Se levantó, dando un par de pasos hacia él, y le extendió el cuaderno con ambas manos.
Hans lo miró, pero no lo tomó. En cambio, avanzó hacia ella con paso lento, hasta que sus dedos rozaron suavemente las de Elysia, empujando el cuaderno de vuelta hacia su pecho.
—No lo quiero —murmuró con esa voz grave que a ella le estremecía el alma.
Elysia parpadeó, confundida. —¿Cómo que no? Es importante, escribí todo para ti…
Hans esbozó una sonrisa torcida y la acorraló contra la mesa, inclinándose hasta rozar su frente con la de ella. —Ya tengo a la fuente de toda esa información. —Su mano atrapó su barbilla con ternura, obligándola a mirarlo—. No necesito un cuaderno, brujita… te tengo a ti.
Elysia se sonrojó, sintiendo el calor treparle por las mejillas. El corazón le latía tan fuerte que temió que él pudiera escucharlo.
—Pero… ¿y si un día no estoy…? —balbuceó.
Hans la interrumpió con un beso breve pero firme, como si sellara su respuesta en sus labios. —No pienso dejar que llegue ese día. Mientras estés conmigo, lo único que quiero es tu voz diciéndome lo que viene.
Con un movimiento suave, le apartó el mechón rebelde que caía sobre su rostro. —Así que guarda ese cuaderno para ti, Elysia. Yo me quedaré con la brujita que lo escribió.
Ella bajó la mirada, conmovida, y lo abrazó fuerte contra su pecho, como si esas palabras hubieran sido un conjuro que borraba todas sus dudas.