Leoncio Almonte tenía apenas trece años cuando una fiebre alta lo condenó a vivir en la oscuridad. Desde entonces, el joven heredero aprendió a caminar entre las sombras, acompañado únicamente por la fortaleza de su abuelo, quien jamás dejó que la ceguera apagara su destino. Sin embargo, sería en esa oscuridad donde Leoncio descubriría la luz más pura: la ternura de Gara, la joven enfermera que visitaba la casa una vez a la semana.
El abuelo Almonte, sabio y protector, vio en ella más que una cuidadora; vio el corazón noble que podía entregarle a su nieto lo que la fortuna jamás lograría: amor sincero. Con su bendición, Leoncio y Gara se unieron en matrimonio, iniciando un romance tierno y esperanzador, donde cada gesto y palabra pintaban de colores el mundo apagado de Leoncio.
Pero la felicidad tuvo un precio. Tras la muerte del abuelo, la familia Almonte vio en Gara una amenaza para sus intereses. Acusada de un crimen que no cometió —la muerte del anciano y el robo de sus joyas—
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El deseo de una madre.
No hay barreras para el amor.
La mansión estaba silenciosa cuando Leoncio cruzó el umbral. El eco de sus propios pasos se mezclaba con el retumbar aún vivo de la promesa que acababa de sellar con Gara. Cada músculo de su cuerpo parecía flotar, como si el aire hubiera adquirido un nuevo sabor. El beso, el “sí acepto”, la risa compartida… todo seguía vibrando en su pecho.
Se detuvo un instante, palmeando la pared con la mano izquierda para orientarse. El mármol frío le devolvía la sensación de que, aunque sus ojos permanecían cerrados a la luz del mundo, había cosas sólidas que lo sostenían. Dio un suspiro profundo y empezó a subir las escaleras.
Entonces, la voz de su madre cortó el silencio.
—Ni pienses que esa mujer hará parte de nuestra familia. Es solo una cualquiera —dijo Irene, con un tono lleno de desdén.
Leoncio se detuvo en seco. El corazón se le contrajo. Volteó la cabeza hacia donde venía la voz, con la mandíbula apretada.
—No necesito tu aprobación. Ya estamos comprometidos —respondió, con orgullo en el pecho y rabia contenida.
El desprecio en las palabras de su madre le ardía en la sangre. No era la primera vez que Irene menospreciaba a quienes no encajaban en su idea de “pureza” o “estatus”. Pero ahora se trataba de Gara, la mujer que había encendido su mundo apagado.
Irene chasqueó la lengua con furia.
—No cuentes con mi aprobación. Y escúchalo bien: nadie de la familia asistirá a tu boda—
Las palabras se estrellaron contra Leoncio como piedras afiladas. Su respiración se aceleró. ¿Cómo podía ser tan cruel? ¿Cómo podía llamarse madre y desearle ese vacío, esa soledad, en el día más importante de su vida?
—Con la presencia de mi abuelo es suficiente —replicó con firmeza, conteniendo el temblor de la rabia—. No necesito nada más—
Sin esperar respuesta, giró el rostro y retomó la subida de las escaleras. Cada peldaño que pisaba parecía crujir con su enojo, pero también con su determinación.
Detrás de él, Irene guardó silencio. Sus ojos brillaban con ira, pero también con temor. Sabía que mientras su padre, Ulises, siguiera vivo, no había mucho que pudiera hacer. Él tenía la última palabra en esa casa, y nadie se atrevía a contradecirlo.
Leoncio llegó hasta su habitación. Apenas abrió la puerta, supo que su abuelo estaba allí. No necesitaba verlo; bastaba con el olor a tabaco suave, mezclado con las hierbas medicinales que siempre llevaba en su chaqueta.
—Abuelo —murmuró, con un dejo de alivio.
Ulises se levantó de la silla donde estaba sentado y lo abrazó con fuerza. Sus brazos viejos, aunque más delgados, aún conservaban la calidez de un árbol que se niega a caer.
—He visto… —dijo con una sonrisa que se le escapaba en la voz—. He visto cómo se han besado en la entrada—
La emoción se desbordaba en el anciano. Para él, aquello no era solo un beso: era una promesa, un destino sellado.
Leoncio suspiró y, con un gesto melancólico, sacó del bolsillo la pequeña caja. La sostuvo entre sus dedos y su rostro se ensombreció.
—Abuelo… —dijo en voz baja—. Me ha rechazado. No ha querido el anillo. Toma, guárdalo—
El silencio cayó sobre la habitación como una losa. Ulises parpadeó incrédulo y, por un instante, el corazón le dolió como si lo apretaran con fuerza. Se dejó caer en la cama, abatido.
—No puede ser… —susurró con tristeza, tomando la caja. La abrió lentamente.
Sus ojos, todavía vivaces pese a los años, se clavaron en el interior. Y entonces su expresión cambió.
—¡Pero aquí no hay nada! —exclamó, atónito—. ¿Leoncio, me estás tomando del pelo?_
La respuesta no fue inmediata. Un estallido de carcajadas llenó la habitación. Risas largas, sinceras, vibrantes. Leoncio reía con ganas, con esa libertad que pocas veces dejaba salir.
—¡Jajajaja! —soltó, inclinándose hacia su abuelo.
Ulises lo miró primero confundido, luego enternecido.
Leoncio extendió la mano, sostuvo la frente de su abuelo y, con ternura, le dio un beso largo en la frente.
—Me ha dicho que sí —confesó, dejando que la emoción le temblara en la voz—. Sí, abuelo. Se casará conmigo—
El anciano sintió cómo las lágrimas le humedecían los ojos. Leoncio se dejó caer en la cama, a su lado, riendo aún como un niño.
—Prepara todo —dijo al fin, con la voz cargada de decisión—. Nos casaremos en el jardín. Invita solo a su familia. De nuestro lado, solo estarás tú. Ya sabes por qué—
Leoncio no necesitaba explicarlo. Ulises lo entendía. Sabía del rechazo, del veneno que Irene había lanzado con sus palabras. Pero nada de eso importaba. Lo único importante era Gara y la felicidad que le regalaba.
El abuelo lo abrazó con fuerza.
—¡Aleluya, hijo! Gracias por esta felicidad. Ahora podré morir en paz.
Las palabras golpearon a Leoncio como un mazazo. La sonrisa se borró de su rostro. Su respiración se agitó y, en un segundo, la rabia lo consumió.
—¡Jamás vuelvas a repetir esas palabras! —exclamó, casi como una orden.
El tono en su voz era duro, autoritario. No quería ni pensar en la idea de perderlo.
—Vivirás por siempre, ¿me oyes? —añadió con firmeza—. Vivirás y verás a tus bisnietos crecer—
Ulises lo miró con ternura, suspirando.
—Está bien, está bien… lo que tú digas, hijo—
El anciano alargó la mano, acarició el rostro de su nieto, y sonrió.
—Ahora descansa. Mañana mismo organizo todo—
Leoncio, aún con el corazón golpeando fuerte, asintió. Se dejó caer sobre la almohada, escuchando la respiración pausada de su abuelo, el crujir de la madera vieja de la cama, el silencio protector de la noche. Por primera vez en mucho tiempo, la oscuridad no le pesaba. Ahora tenía un faro, una promesa, un amor que lo esperaba al otro lado del amanecer.
Le encantó besar a Gara y sintió vergüenza al recordar sus besos, el solo recordar ese momento sintió algo nuevo, su cuerpo reaccionó al recuerdo, se tapo con las sábanas como si alguien pudiese verlo, su cuerpo se tengo y no pudo evitar llevarse las manos a aquel lugar que ya estaba lleno de calor por ella.