Ginevra es rechazada por su padre tras la muerte de su madre al darla a luz. Un año después, el hombre vuelve a casarse y tiene otra niña, la cual es la luz de sus ojos, mientras que Ginevra queda olvidada en las sombras, despreciada escuchando “las mujeres no sirven para la mafia”.
Al crecer, la joven pone los ojos donde no debe: en el mejor amigo de su padre, un hombre frío, calculador y ambicioso, que solo juega con ella y le quita lo más preciado que posee una mujer, para luego humillarla, comprometiéndose con su media hermana, esa misma noche, el padre nombra a su hija pequeña la heredera del imperio criminal familiar.
Destrozada y traicionada, ella decide irse por dos años para sanar y demostrarles a todos que no se necesita ser hombre para liderar una mafia. Pero en su camino conocerá a cuatro hombres dispuestos a hacer arder el mundo solo por ella, aunque ella ya no quiere amor, solo venganza, pasión y poder.
¿Está lista la mafia para arrodillarse ante una mujer?
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Bienvenida.
Aleksei le da un recorrido por cada parte de la gran empresa. La observa de reojo a medida que le enseña cada sala. Esa mujer lo intriga y le atrae, no ha dejado de pensarla desde que la conoció. Ella cruza miradas con él, pero no sonríe; simplemente es un gesto sereno.
El sonido de sus tacones resuena suavemente contra el mármol pulido del pasillo, como una marcha precisa. Ginevra camina al lado de Aleksei, manteniendo el ritmo, sin mirar directamente al hombre que la guía, pero sabiendo exactamente cuándo lo hace él.
El edificio es tan sobrio como imponente. Luz cálida, líneas rectas, arte moderno colgado con precisión medida. Todo parece costoso, pero sin ostentación. Puro control, como él.
La mirada de ella observa un emblema de oro con el nombre del grupo Bratok. Le llama la atención el círculo con cuatro diferentes animales en él: un lobo, un oso, un zorro y un león.
—Bienvenida oficialmente a Bratok Group, señorita De Santis —dice Aleksei, con ese tono profundo y preciso—. Aquí no trabajamos con relojes. Aquí medimos los resultados.
Ella asiente con una pequeña sonrisa profesional. No hace falta que hable aún.
El primer espacio al que acceden es la recepción ejecutiva. La mujer tras el mostrador les dedica una leve inclinación. Aleksei no se detiene.
—No somos una empresa común. Somos un holding con más de treinta filiales activas y doce fondos de inversión estratégicamente distribuidos entre Europa, Asia y América Latina.
Ginevra escucha mientras caminan. Él le está vendiendo la versión oficial. La fachada pulida.
Doblan a la izquierda y entran a un pasillo más amplio. A través de un ventanal de vidrio opaco, ella ve la sala de juntas ejecutiva, parecida a donde estaba antes: una mesa de cristal negra, rodeada por asientos de cuero, pantallas gigantes al fondo y una vista que corta el aliento.
—Aquí firmamos los acuerdos que mueven millones... sin necesidad de levantar la voz —dice él sin mirar atrás.
Ella observa sin preguntar. Está absorbiendo cada espacio, cada símbolo de poder.
A continuación, acceden a una zona más técnica. Puertas de vidrio esmerilado, oficinas insonorizadas.
—Este es el área de inteligencia financiera. Nuestros analistas rastrean movimientos de capital en tiempo real. Cuando alguien mueve dinero en Kazajistán o Suiza, aquí lo vemos antes que los bancos —explica él, con media sonrisa.
Las pantallas muestran mapas, flujos, gráficas. Los analistas ni se voltean. Ginevra percibe el ritmo acelerado, la frialdad.
Luego entran a una sala más sobria, donde hay estanterías, códigos tributarios, carpetas y abogados que susurran entre sí. Varias miradas la decoran, pero, al ver el gesto en el rostro de Orlov, siguen con su trabajo.
—Departamento de cumplimiento legal y relaciones institucionales. Ellos se encargan de que todo parezca limpio, incluso cuando no lo es.
Ella lo mira por primera vez directamente.
—¿Siempre habla con tanta claridad, señor Volkov?
Él la mira por encima del hombro. No sonríe.
—Solo con quienes creo que lo entienden. Y usted me parece muy inteligente, señorita De Santis.
Continúan, salen a otro lugar y pasan frente a una oficina de cristal opaco. Él se detiene y abre la puerta.
—Aquí está tu puesto. Temporal, al menos. Oficina de auditoría estratégica. Desde aquí revisarás los informes de nuestras subsidiarias. No te preocupes, más adelante te daremos una vista mejor.
El espacio es moderno, elegante. Un escritorio amplio, pantallas dobles, iluminación natural, café recién hecho en una máquina de la esquina. Todo listo. Ella camina hasta el escritorio y pasa la mano por el borde sin prisa.
—Tendrás acceso a la información que necesites. No a toda, aún... pero lo suficiente para demostrar de qué estás hecha.
Ginevra gira apenas el rostro. Su tono es calmado:
—¿Y qué espera de mí, señor Orlov?
Él da un paso hacia ella. Su olor es seco, elegante, con fondo amaderado.
—Disciplina. Precisión. Silencio.
—Y, si puedes con eso… el resto vendrá solo.
Ella asiente. Por dentro sonríe, imaginando que cada vez está más cerca de su objetivo.
—Perfecto —declara con seguridad.
Al salir, él le indica un último espacio por el que pasan sin entrar: una puerta con lector biométrico, sin letreros. Ella la observa y el hombre se acerca y le dice cerca del cuello:
—Ahí no entres sin autorización. Y si algún día lo haces… ya no habrá vuelta atrás.
El significado de sus palabras no es nada comparado con la sensación de su voz grave, más su aliento rozando su piel.
Ella lo observa sin parpadear. Aleksei se detiene, baja la mirada hacia ella con ese frío control que lo define.
—¿Qué hay allí? —Levanta una ceja y alterna su vista entre sus ojos y sus labios.
—Demuestra tu capacidad y confiabilidad, y yo mismo te enseño qué hay...
Ella observa la puerta y luego regresa su vista a él, y asiente.
—No lo voy a defraudar, señor Orlov.
—Bienvenida a la jungla, De Santis. Espero que te vuelvas parte de nosotros —se gira y continúa su camino.
Ginevra lo sigue con ese paso suyo de gacela entrenada, dispuesta a ganar su lugar. Pero sin olvidar que, llegado el momento, la jungla será suya, y necesita ir pensando cuál será la bestia a domar.