En las calles vibrantes, pero peligrosas de Medellín, Zaira, una joven brillante y luchadora de 25 años, está a tres semestres de alcanzar su sueño de graduarse. Sin embargo, la pobreza amenaza con arrebatarle su futuro. En un intento desesperado, accede a acompañar a su mejor amiga a un club exclusivo, sin imaginar que sería una trampa.
Allí, en medio de luces tenues y promesas vacías, se cruza con Leonardo Santos, un hombre de 49 años, magnate de negocios oscuros, atormentado por el asesinato de su esposa e hijo. Una noche de pasión los une irremediablemente, arrastrándola a un mundo donde el amor es un riesgo y cada caricia puede costar la vida.
Mientras Zaira lucha entre su moral, su deseo y el peligro que representa Leonardo, enemigos del pasado resurgen, dispuestos a acabar con ella para herir al implacable mafioso.
Traiciones, secretos, alianzas prohibidas y un amor que desafía la muerte.
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Capitulo 12
Zaira apenas podía sostenerse en pie.
Sus piernas temblaban, no solo por la rabia que bullía en su pecho como un veneno espeso, sino también por una sensación más profunda, más peligrosa, que nacía en lo más hondo de su vientre y se expandía como fuego lento, arrastrando consigo todo rastro de lógica.
El aire a su alrededor se sentía denso, cargado de electricidad. La tenue luz cálida que colgaba del techo lanzaba sombras ondulantes sobre las paredes de piedra, dibujando figuras que parecían moverse con ellos. El perfume del incienso, mezclado con el cuero de los sillones y la madera oscura del mobiliario, formaba una atmósfera íntima, casi opresiva, donde el mundo exterior dejaba de existir.
Leonardo dio un paso hacia ella.
Su andar era tranquilo, seguro. El leve crujido de su calzado sobre el suelo resonó como un tambor en la mente de Zaira, marcando cada segundo con una intensidad insoportable.
Ella no se movió. No podía.
Demasiado consciente de cada centímetro que los separaba, del calor que irradiaba su cuerpo como una llamarada contenida.
Entonces, él levantó una mano.
Su gesto fue suave, casi reverente, como si temiera romper algo sagrado. Sus dedos acariciaron su mejilla con la lentitud de quien se permite saborear cada milímetro de piel.
La yema de sus dedos era cálida, áspera, como el roce de una promesa antigua grabada en carne viva.
Zaira cerró los ojos. Un cosquilleo eléctrico recorrió su piel, viajando desde su rostro hasta el centro de su estómago, donde se convirtió en una espiral de fuego.
Su corazón latió con tanta fuerza que creyó que él también podría escucharlo, golpear en su pecho como una súplica desesperada.
Leonardo la miraba como si fuera un secreto revelado, como si acabara de descubrir una joya en un mundo de sombras.
—En mis cincuenta años... —murmuró, su voz ronca y grave, como una caricia que vibraba en el aire— jamás había visto a una mujer tan natural... tan adictiva.
Zaira abrió los ojos de golpe, como si esas palabras la hubieran sacudido.
Su respiración se agitó, sus labios se entreabrieron, y, casi por instinto, dio un paso atrás.
—¿Cincuenta? —repitió, incrédula, mirándolo como si recién lo viera de verdad por primera vez. Como si cada arruga suave en la comisura de sus ojos, cada trazo de madurez en su rostro perfecto, revelara un universo que no había querido explorar hasta ese momento.
Leonardo soltó una risa baja, profunda, una vibración cálida que parecía deslizarse por sus huesos.
La habitación pareció volverse aún más pequeña, más íntima.
—¿Eso es un problema? —preguntó con una sonrisa ladeada, esa que era puro magnetismo, mientras la estudiaba con esos ojos oscuros que sabían demasiado.
Zaira titubeó.
Su mente, entrenada para el juicio, gritaba que sí, que era un problema. Que él era mucho mayor, que pertenecía a otro mundo, uno donde las reglas eran distintas.
—Parece... —susurró, tragando saliva—. Parece más un... sugar daddy que otra cosa.
La frase le quemó en los labios, mezcla de nervios, sarcasmo y una pizca de temor.
Pero Leonardo no se molestó. Al contrario, sonrió de verdad.
Una sonrisa auténtica, cálida, desprovista del cinismo que solía adornar sus labios. Esa expresión quebró algo dentro de Zaira, un muro que no sabía que había levantado.
—Si eso me da el derecho de tenerte... —dijo, y su voz era pura tentación— no me importa el título.
Y entonces se acercó. Sin prisas, sin titubeos.
Zaira sintió el calor de su cuerpo antes de que la tocara, el aroma que emanaba de su piel: cuero curtido, madera ahumada y algo oscuro, primitivo.
Ese aroma la envolvió como un lazo invisible, embriagador.
Leonardo bajó el rostro hacia su cuello.
Su aliento le rozó la piel y Zaira sintió cómo cada poro de su cuerpo se encendía.
La calidez húmeda de su boca tocó su cuello, y el mundo se detuvo.
Un jadeo escapó de sus labios antes de que pudiera reprimirlo, como una traición involuntaria. Su cuerpo se arqueó apenas hacia él, y lo odió por hacerla sentir así, por arrancarle ese gemido suave que hablaba más que mil palabras.
Leonardo sonrió contra su cuello, como si pudiera leerle los pensamientos.
Subió lentamente, dejando un rastro ardiente con los labios, hasta llegar a su oreja.
Su lengua rozó el lóbulo y Zaira tembló. No fue un temblor de miedo, sino de un deseo que no sabía cómo contener.
—De aquí... —susurró, su voz ronca y peligrosa— no sales. No sin que antes... seas mía.
Zaira abrió los ojos de golpe. El aire parecía escaso, como si lo compartieran. Como si sus pulmones no funcionaran sin él. Su mente gritaba, pero su cuerpo... su cuerpo pedía a gritos que él no se detuviera.
—¡No! —susurró, aunque su voz fue apenas un temblor en el silencio cargado.
Leonardo no se apartó.. Su respiración acariciaba su oído, y su pecho, tan firme como una roca, rozaba el de ella, empujándola al abismo.
—Sí —corrigió, con la certeza devastadora de quien ya ha ganado—. Sí, Zaira.
Ella lo empujó, sus palmas contra su pecho, pero sus manos temblaban.
Leonardo las atrapó sin esfuerzo, con una delicadeza que contrastaba con su fuerza.
Guiándolas hasta su propio pecho, las apoyó justo sobre su corazón.
Los latidos eran poderosos, constantes, como un tambor de guerra.
—¿Sientes eso? —susurró, sus ojos clavados en los de ella—. Late por ti. Por el deseo que tú también sientes... aunque lo niegues.
Zaira apretó los labios. Sus ojos brillaban con lágrimas contenidas, con frustración, con miedo... y con algo más oscuro, más profundo: el reconocimiento de que él tenía razón.
—No puedes... —dijo con un hilo de voz, como una súplica sin fuerza.
Leonardo acercó su frente a la de ella. Sus narices casi se tocaban. El calor de su piel, la intensidad de su mirada, todo en él era una promesa.
—Puedo. Y voy a hacerlo. Porque tú ya eres mía, aunque aún no lo quieras admitir.
El calor de su cuerpo la envolvía como una tormenta. Una tormenta deliciosa y peligrosa que amenazaba con arrastrarla.
Zaira cerró los ojos. Soltó un suspiro tembloroso. Y se odió. Se odió por esa parte de sí que ya no quería luchar.
Leonardo la besó. Esta vez no fue un beso urgente. Fue un beso lento, posesivo. Un beso que buscaba grabarse en su memoria, en su piel, en su alma.
El mundo desapareció.
No había más sonido que sus respiraciones entrecortadas. No había más luz que la que se filtraba en la penumbra de ese instante robado. Solo ellos dos. Solo el sabor del peligro... Y del deseo prohibido.. Un deseo que apenas comenzaba a despertar... y que ya no podía detenerse.