La muerte llega para darte una segunda oportunidad
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Banquete II
Eylin, sin remedio, entró sola al banquete. Estela la observó con atención y notó lo furiosa que estaba. Dirigió la mirada hacia la entrada, y al ver a Regina caminar del brazo de Manuel, entendió de inmediato por qué su hermana hervía por dentro. Pero había algo más… la forma de caminar de Regina le resultaba extrañamente familiar. Caminó hasta quedar a su lado.
—Debes actuar rápido. Ellos no parecen una pareja comprometida por obligación —murmuró con tono venenoso.
Eylin giró de forma abrupta para mirar a su hermana, luego volvió a mirar a la pareja. Se dio cuenta de que Manuel, cuyo rostro siempre parecía frío y desinteresado, miraba a Regina con una expresión distinta: había afecto, cierta calidez. Eylin apretó los puños.
Regina sintió la mirada intensa y, por puro instinto, volteó. Encontró a las dos hermanas observándola con un odio mal disimulado. Para provocarlas aún más, recargó su cabeza sobre el brazo de su esposo y sonrió con aire triunfal. La sonrisa no pasó desapercibida: ambas desviaron la mirada, incapaces de sostenerla.
—Vamos a saludar a la gran señora —dijo Regina.
—Claro —respondió Manuel, guiándola hacia el lugar donde estaba sentada su madre.
A su lado estaba Mar, la hermana menor de Manuel y amiga íntima de Eylin. Tanto ella como la señora Carrasco la miraban con desagrado. Estaban claramente arrepentidas de haberla aceptado como futura nuera. Justo entonces llegó el trío de traidores: Óscar, Estela y Eylin.
—Abuela, feliz cumpleaños —dijo Óscar con una sonrisa.
Le entregó una elegante caja que contenía un collar de perlas blancas con un diamante al centro.
—Este lo escogió Estela especialmente para ti, abuela —agregó, mientras la anciana examinaba el regalo.
Aunque el obsequio la complacía, al escuchar el nombre de Estela hizo un gesto evidente de desagrado.
—Supongo que debo darle las gracias —murmuró con frialdad.
Pasó el collar a Mar, quien se encargaba de recibir los regalos y colocarlos en la mesa correspondiente.
—Regina, ¿tú qué le has traído a la abuela Gricelda? —preguntó Eylin, intentando dejarla en evidencia, ya que no llevaba nada en las manos.
La abuela, al notar que no traía un obsequio visible, frunció el ceño.
—Tal parece que los rumores sobre que no quieres formar parte de esta familia son ciertos —rugió con voz firme.
Manuel se preparaba para intervenir, pero Eylin fue más rápida.
—Regina, eres muy desconsiderada. Le haces pasar un mal momento a la abuela en su propio banquete.
—Eylin tiene razón —añadió Mar—. No eres digna de ser una Carrasco.
Regina, al ver que los juicios caían sobre ella, suspiró con calma.
—Eylin… ¿desde cuándo eres hermana de Óscar como para llamar “abuela” a la señora Carrasco? Yo, que pronto seré su nuera, no me atrevo a tomar esas confianzas. Tú, una forastera, te tomas muchas libertades —soltó con una voz tan afilada que cortó el aire.
—¡Regina! —Mar intentó defender a su amiga, pero Manuel le lanzó una mirada fría, y ella prefirió callar.
—Yo… solo decía que fue una falta no traer regalo —dijo Eylin, intentando verse débil—. No era para que me trataras así...
—Si no eres capaz de soportar unas palabras, no deberías abrir la boca desde el principio —dijo Regina, tajante.
—¡Regina, te estás pasando! —interrumpió Óscar, impulsado por la súplica silenciosa de Estela.
—No he dicho nada falso. Regalos lujosos no le faltan a la señora Carrasco —dijo, y sacó una caja de terciopelo negro de su bolso—. Señora Carrasco, sé que no soy digna de estar al lado de su hijo Manuel. Pero deseo sinceramente formar una familia con él. Como prueba de mi fidelidad, le entrego este amuleto de prosperidad, junto con estos aretes, que han sido un tesoro familiar durante generaciones.
El silencio se apoderó del salón. Los presentes observaron los aretes: su valor era incalculable. Las gemas eran raras y difíciles de conseguir. Y el amuleto, uno de los más valorados por los ancianos, había sido bendecido por un monje que vivió más de un siglo.
Para los creyentes y supersticiosos, eso era más valioso que todo el oro del mundo.
La anciana tembló mientras tomaba el regalo. Sin pensarlo, se quitó la pulsera que llevaba y se colocó el amuleto en la muñeca. El rostro de Eylin se tornó pálido de pura rabia. Estela temblaba ante el repentino cambio de actitud de la matriarca.
—Regina… esto es muy amable de tu parte. Que me desees una vida tan larga me hace muy feliz —dijo la señora Carrasco, con entusiasmo.
Mar no podía creer lo que veía. Esos aretes estaban destinados a ser su herencia. Verlos en manos de Regina la llenó de una mezcla de celos y respeto. Su mirada cambió. Ya no era de odio… sino de advertencia.