En un pintoresco pueblo, Victoria Torres, una joven de dieciséis años, se enfrenta a los retos de la vida con sueños e ilusiones. Su mundo cambia drásticamente cuando se enamora de Martín Sierra, el chico más popular de la escuela. Sin embargo, su relación, marcada por el secreto y la rebeldía, culmina en un giro inesperado: un embarazo no planeado. La desilusión y el rechazo de Martín, junto con la furia de su estricto padre, empujan a Victoria a un viaje lleno de sacrificios y desafíos. A pesar de su juventud, toma la valiente decisión de criar a sus tres hijos, luchando por un futuro mejor. Esta es la historia de una madre que, a través del dolor y la adversidad, descubre su fortaleza interior y el verdadero significado del amor y la familia.
Mientras Victoria lucha por sacar adelante a sus trillizos, en la capital un hombre sufre un divorcio por no poder tener hijos. es estéril.
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Capítulo 12.
La pensión de doña María estaba más tranquila que de costumbre. Las mañanas se habían vuelto más organizadas desde que Carlitos, el hijo de Lisseth, comenzó sus clases en la escuelita del barrio. Ahora, cada día, después de un desayuno caliente y una sonrisa de su abuela María, el pequeño salía con su lonchera en la mano y la mochila a la espalda, feliz de aprender nuevas cosas.
Victoria se había sentido mucho mejor en las últimas semanas. Su embarazo ya alcanzaba las 28 semanas y, aunque su cuerpo estaba más pesado y el cansancio la visitaba sin avisar, había algo en su mirada que irradiaba paz.
Había aprendido a disfrutar los pequeños momentos: el aroma del café recién colado por las mañanas, las historias que Carlitos le contaba después de la escuela, o las charlas cálidas con doña María mientras tejían o cocinaban juntas.
Lisseth, por su parte, había encontrado trabajo como empleada interna en la casa de una familia adinerada de la ciudad. El sueldo era bueno y sus jefes respetuosos, por lo que se había comprometido a enviar parte de su salario para ayudar en la pensión. Así, doña María se había quedado a cargo del pequeño Carlitos durante las mañanas, y Victoria era ahora quien le ayudaba con las tareas escolares por las tardes.
—Profe Vicky, ¿esto va así? —preguntó Carlitos, mostrándole una suma de cuatro cifras con el ceño fruncido.
—A ver, mi amor —dijo Victoria con ternura, acariciándole la cabeza—. Mira, cuando pasas de diez, pones el número de las unidades aquí y llevas el uno. ¿Ves?
—¡Ahhh ya! —exclamó el niño—. Eres mejor que mi profe de verdad.
—Eso no se dice, pilluelo —rió doña María desde la cocina—. Pero sí, tienes razón.
La tarde transcurrió entre lápices, cuentos y risas. Victoria, viendo a Carlitos feliz y aprendiendo, sintió algo florecer en su interior. Se sentía útil, viva, conectada, como si estuviera descubriendo un propósito más grande que el miedo y la incertidumbre que solía atormentarla por las noches.
En el cuartico que compartía, sentada sobre la cama, acariciando su barriga ya prominente, pensó con ilusión en sus hijos. La ecografía reciente le había revelado el secreto mejor guardado de su embarazo: dos niñas y un niño.
Esa noche, con una libreta en mano, empezó a escribir nombres.
—Quiero algo que los una. Que suene como una melodía —murmuró para sí misma, entre letras y dibujos de estrellitas.
Después de varios intentos, escribió con firmeza:
Valentina, Valeria y Víctor.
Más tarde, en la sala, compartió su elección con doña María y Lisseth, que había venido de visita ese fin de semana.
—¿Qué opinan?
Doña María sonrió, visiblemente conmovida.
—Mi niña… son nombres fuertes, bellos. Valentina significa ‘valiente’, Valeria ‘fuerte’ y Víctor, ‘vencedor’. Has elegido nombres que reflejan todo lo que eres tú y lo que esos bebés representan. Me encantan.
—¡Sí! —dijo Lisseth—. Además, combinan perfecto. Van a ser unos guerreros como su madre.
Victoria no dijo nada. Solo abrazó su barriga con ternura mientras las lágrimas le caían silenciosas. Por primera vez en mucho tiempo, no eran de tristeza, sino de esperanza.
...
En la otra punta de la ciudad, en un lujoso apartamento minimalista, Mathias Aguilar cerraba la puerta de su casa con un suspiro pesado. Eran más de las diez de la noche y Karla aún no regresaba. No había dejado ningún mensaje, ni una llamada.
Cada vez se volvía más habitual.
Los últimos días habían sido una repetición de gritos, silencios y miradas frías. Karla dormía en otra habitación, se marchaba temprano y regresaba tarde. Apenas cruzaban palabras. La tensión era insoportable. Ese matrimonio sólido que habían construido durante cinco años se resquebrajaba con rapidez.
—¿Dónde estás…? —susurró Mathias mientras dejaba su maletín sobre la barra de mármol de la cocina.
Se había refugiado en el trabajo como única vía de escape. Sus empresas iban mejor que nunca. Firmas, inversiones, contratos. Todo en lo profesional parecía estar en ascenso, pero por dentro… él se sentía vacío.
...
Más tarde, en la tranquilidad de su oficina privada, mientras repasaba unos documentos, Mathias se detuvo al mirar el reflejo de su rostro cansado en el vidrio del ventanal. Y entonces, ella vino a su mente.
Esa joven que había visto semanas atrás en el hospital. La chica embarazada con ojos negros y cabello castaño. La dulzura de su rostro lo había impactado. Se había visto a sí mismo deseando, sin entender por qué, saber su historia, conocerla más.
—Seguramente ella ni me recuerde —murmuró, tomando su vaso de whisky.
...
En ese mismo instante, Victoria, desde su habitación, también pensaba en aquel hombre alto, de ojos claros, con un aire triste y elegante. Lo había visto solo un instante, pero su imagen no se borraba. ¿Quién sería? ¿Por qué sentía esa conexión sin sentido?
Se tocó el vientre y sonrió.
—Mis niños… algún día sabrán que mamá aún cree en el amor —susurró.
...
Mathias sirvió otra copa. Ya había pasado de la mitad de la botella. Observó el brillo dorado del licor bajo la luz tenue de su escritorio y soltó un suspiro profundo. Su mirada se perdió en el vacío.
Ya no podía más.
La amaba, sí. Karla había sido su compañera, su ilusión. Pero ahora… ella lo rechazaba, lo culpaba, lo apartaba como si él fuera el obstáculo entre ella y su felicidad. Y quizá lo era.
“Ella merece ser feliz, aunque sea lejos de mí…”
El pensamiento dolía, pero también lo liberaba.
Esa noche, en medio de la soledad de su despacho, con el corazón roto, Mathias Aguilar tomó la dolorosa decisión de pedirle el divorcio a Karla.
No porque ya no la amara, sino porque la amaba demasiado para verla infeliz a su lado.
Apagó las luces y se quedó solo, con el silencio como único compañero y el sabor amargo del whisky quemándole la garganta.