Dalila Rosales sargento ejemplar del ejército, madre protectora y esposa de uno de los hombres más poderosos del país, su vida parecía dividida entre dos mundos imposibles de conciliar.
Julio Mars, CEO implacable, heredero de un imperio y temido por muchos, jamás imaginó que el amor verdadero llegaría en forma de una mujer que no se doblega ante el poder, ni siquiera ante el suyo. Juntos comparten un hijo extraordinario, Aron, cuyo corazón inocente se convierte en el ancla que los mantiene unidos cuando todo amenaza con destruirlos.
Una historia de amor y poder...
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CAPITULO 01
El Consorcio Mars se había mantenido durante generaciones como un líder indiscutible en el mundo empresarial.
Bajo la nueva dirección, había superado incluso los logros de sus antecesores, consolidándose como el mayor imperio del país.
Al frente de esta poderosa corporación estaba Julio Mars, un hombre joven, atractivo, de porte elegante e inteligencia brillante. Reconocido por Forbes como uno de los mejores empresarios de su generación, se había convertido en el soltero más codiciado: su belleza y su fortuna lo hacían objeto de admiración y deseo para muchas mujeres.
A la entrada del Consorcio Mars, una figura inesperada irrumpió en la rutina de los ejecutivos y secretarias que iban y venían apresurados.
Era una teniente del ejército, impecable en su uniforme, acompañada de un niño de apenas cinco años.
Su presencia no pasó desapercibida: las miradas se desviaron hacia ella, y un murmullo recorrió el vestíbulo "¿Qué hace una oficial del ejército aquí?", susurraron algunos empleados, incapaces de ocultar su sorpresa.
La mujer avanzaba con paso firme, el niño aferrado a su mano. Su porte militar imponía respeto, su rostro permanecía inexpresivo y su mirada helada bastaba para incomodar a cualquiera que intentara detenerla.
Cuando llegó a la recepción, se inclinó levemente hacia el mostrador y, con voz grave y decidida, pronunció "Buenos días. Deseo hablar con el CEO, Julio Mars"
La recepcionista quedó petrificada, el protocolo en el Consorcio era inflexible: nadie podía acceder al director sin una cita previa.
Dudó un instante, mirando a la oficial, pero la teniente no parecía dispuesta a retirarse. Su insistencia y aquella implacable seguridad empezaban a atraer aún más la atención de todos los presentes.
Aquella situación era inédita en el Consorcio, ninguna persona había irrumpido de esa manera, lo que puso a la recepcionista en un aprieto.
La teniente Dalila Rosales, pese a su educación impecable, insistía con firmeza. Su voz era serena, pero en ella se notaba la urgencia, no tenía tiempo que perder.
Julio salió temprano de su mansión, el chofer detuvo el auto frente al edificio de vidrio y acero, y Julio descendió con la calma de quien está acostumbrado a que el mundo lo espere.
Al ingresar, escuchó a una mujer pedir hablar con él sin previa cita "¡Qué osadía querer una reunión conmigo sin alguna cita!" dijo con voz prepotente, haciendo saltar a la teniente del susto y los nervios.
Dalila amarró los nervios al fondo de sí misma, esa voz, como un eco que no perdona, regresaba después de seis años y la atravesaba con la misma precisión de entonces.
Endureció el gesto: teniente en pie, ojos fríos, la espalda recta. Se giró despacio, sosteniendo la mirada de Julio Mars como quien mide una distancia calculada al milímetro.
No habló, metió la mano en el sobre y deslizó un solo documento hacia él.
Julio lo tomó con esa seguridad automática que lo había hecho famoso; pero la seguridad se quebró en cuanto leyó el encabezado: “Certificado de matrimonio”.
Un latigazo de incredulidad le aflojó la mandíbula, corrió la vista y, allí, como una trampa impecable, su firma: nítida, indiscutible, al lado de la de Dalila.
Levantó la mirada. La voz le salió baja, contenida: "Sígueme". Se volvió hacia el personal que ya cuchicheaba alrededor, ojos brillando de curiosidad detrás de los monitores.
"¡A trabajar!" ordenó, y el lobby se vació de murmullos como si alguien hubiera apagado un interruptor.
Julio guio a Dalila hasta el ascensor. El niño, prendido a la mano de su madre, alzó la vista fascinado por el panel de botones iluminados.
Al cerrarse las puertas, el silencio entre los adultos se volvió denso, casi palpable; sólo el zumbido del motor y el parpadeo de los números marcaban el paso del tiempo.
En espejo del ascensor el niño, sacó la lengua, infló los cachetes, cruzó los ojos.
Dalila no pudo evitar sonreír, y la sonrisa le suavizó la dureza del uniforme.
Julio, en cambio, no se veía a sí mismo: repasaba fechas, firmas, lagunas de memoria, posibilidades imposibles. “Certificado de matrimonio”, le golpeó otra vez la cabeza como una campana.
El ascensor se detuvo con un leve tirón en el piso superior, la secretaria personal de Julio, Ana los recibió con una sonrisa cortés. Julio siguió su camino hacia la oficina, detrás de él Dalila y el pequeño Aron.
Durante los últimos seis años, Dalila había cargado con un dolor silencioso. Cada vez que veía a Julio en las revistas, fotografiado con mujeres distintas, su corazón se encogía. A pesar de ello, nunca lo buscó.
Para ella, aquel matrimonio no era más que un papel sin valor, un error que quizá nunca debió suceder.
De no haber sido porque la niñera de su hijo una compañera del ejército pidió permiso por la muerte de su madre, Dalila no estaría ahora allí.
"Mamá… me duele la mano":se quejó el niño, interrumpiendo el nerviosismo de su madre.
Dana lo miró enseguida, preocupada y avergonzada de haberlo apretado demasiado en su nerviosismo.
Se agachó en cunclillas tomó su manita entre las suyas y lo besó con ternura "Lo siento, mi cielo… perdona a mamá" susurró, mientras sus ojos se suavizaban.
El niño, Aron, era el vivo retrato de su padre. Cada rasgo de su rostro le recordaba a Julio, verlo dormir entre sus brazos durante esos cinco años había sido tanto una bendición como un cruel castigo, un recordatorio constante de un amor nunca correspondido.
Nunca imaginó que aquella noche maldita, en la que apenas recordaba lo ocurrido, quedaría embarazada. Siempre creyó que los habían drogado, que todo había sido un plan ajeno a su voluntad.
Y, sin embargo, de esa desgracia nació lo más hermoso de su vida: su encantador hijo, Aron.
"Estoy bien, mamá…" preguntó el pequeño con voz inocente, mirándola con esos ojos que tanto le recordaban a Julio.
Julio ya había ingresado a la oficina, no se percató que la mujer se quedó atrás por estar tratando de recordar su matrimonio.
El niño también estaba asustado. No sabía si aquel hombre que veía en revistas, ese empresario siempre rodeado de lujos y mujeres estaría dispuesto a aceptarlos.
Recordaba haber observado en secreto aquellas páginas que su madre escondía, y cada vez que veía a Julio en ellas, una rabia infantil lo invadía.
"¿Le gustará tener un hijo… o también me rechazará?" pensaba en silencio, con el corazón encogido.
Ambos ingresaron a la pulcra oficina del Ceo.
"Habla" ordenó Julio con voz grave y segura, sin apartar los ojos de la mujer. Ante él se alzaba una mujer de belleza serena y poderosa, distinta a todas las que habían desfilado por su vida.
Dalila el nerviosismo que la oprimía se disipó de golpe, reemplazado por la firmeza que le conferían los años de disciplina militar.
Su porte, acentuado por el uniforme, le otorgaba un aura imponente que imponía respeto "Lamento interrumpir su apretada agenda" dijo Dalila, con tono firme y ceremonioso, sin mirarlo directamente a los ojos "Pero no tengo otra opción. Necesito que se haga cargo de mi hijo durante un par de meses, lo recogeré cuando termine mi misión"
"¿Qué mosco te picó, mujer?" exclamó Julio, exaltado "¿Cómo que yo cuidaré de tu hijo? ¿Quién eres?"
Julio estaba visiblemente confundido. En su mente, aquella mujer debía haberse equivocado de hombre. No la recordaba… al menos, no como para que le confiara un niño que, tímidamente, se ocultó tras la falda de su madre, evitando que él pudiera verlo con claridad.
Dalila, aunque se había preparado para una reacción así, sintió un dolor punzante en el pecho al confirmar que Julio realmente la había olvidado. Sin embargo, no dejó que su rostro lo delatara, con serenidad, señalo el certificado que Julio tenía en mano.
"Te prometo que te daré todas las explicaciones cuando regrese. Mi tiempo es limitado… pero volveré, de verdad volveré" dijo con firmeza, mientras su celular vibraba una y otra vez.
"Lucas… sí, ya bajo. Anda coordinando todo" respondió apresurada antes de cortar la llamada.
Entonces, se inclinó en cuclillas frente a su hijo y lo abrazó con fuerza. Sus labios rozaron suavemente las mejillas del pequeño, mientras las lágrimas se acumulaban en sus ojos.
"Mi cielo, tengo que irme. Pórtate bien, ¿sí? Te llamaré cuando pueda y trataré de regresar lo más pronto posible"
Aron, con su ternura infantil, levantó sus manitas y secó las lágrimas de su madre "No te preocupes, mamá. Aron será muy responsable. Te amo… ve tranquila" dijo, regalándole una sonrisa encantadora que partía el alma.
Dalila lo acarició por última vez, y con el corazón hecho pedazos salió apresurada de la oficina. Sus pasos resonaron por el pasillo, corriendo hacia el ascensor.
Si se detenía más tiempo, lloraría a mares, había dejado a su hijo hace un minuto y ya lo extrañaba a montones.
Pedía a Dios que Julio sea buen padre, no tenía a nadie más con quien dejarlo y quizás la tacharían de mala madre por dejar prácticamente a su hijo con un desconocido, pero no tenía a nadie más y ella no podía fallar en su trabajo.
Aron la siguió con la mirada, su sonrisa transformándose en una mueca pícara, casi desafiante "Lo siento, mamá… pero haré que este tonto de papá se dé cuenta de lo mucho que valemos."
Con ese pensamiento, se volvió hacia Julio, listo para iniciar la batalla silenciosa que estaba por comenzar "Te enseñaré cómo ser un buen esposo… no la mereces, pero mamá te ama, y eso no puedo cambiarlo" pensaba Aron mientras observaba a su padre con una mezcla de curiosidad y picardía.
El niño, con apenas cinco años, ya había trazado en su mente un plan: haría la vida imposible a aquel hombre que había hecho sufrir a su madre.
No sería tarea difícil; pero estaba acostumbrado a poner en aprietos a los cadetes que se pasaban de listos con Dalila. Y, gracias a la protección del general, nadie podía tocarlo.
Aunque claro, después su madre lo castigaba si se enteraba.
Mientras el adorable querubín analizaba en silencio a su progenitor, Julio continuaba con el ceño fruncido, sosteniendo en sus manos el certificado de matrimonio.
Aquella hoja amarillenta parecía un fantasma del pasado que había decidido regresar.
Hacía mucho tiempo que había borrado de su memoria aquel episodio. Recordaba vagamente haber salido de la mansión en medio de su ira, dando órdenes secas: que aquella “mujercita” se quedara allí a vivir y que se le depositara dinero en una tarjeta para sus gastos. Para él, aquello había sido suficiente.
Mientras observaba aquel certificado, Julio comprendía que había subestimado el pasado. Y frente a él, la prueba viviente de esa noche estaba mirándolo con los mismos ojos que lo desafiaban en el espejo cada mañana.
"¿Cómo se atreve esa mujer a ignorarme? ¿Acaso no soy guapo?" se preguntaba Julio, molesto en silencio.
Sí, Dalila era hermosa, imponente… pero lo había tratado como si fuera un ser insignificante.
Con un gesto brusco guardó el certificado de matrimonio en el cajón de su escritorio y, al girar la cabeza, reparó en lo que había olvidado por completo: el niño, sentado en el mueble frente a él, lo observaba con una mirada intensa, escrutadora, como si pudiera leerle los pensamientos.
Julio se incorporó y caminó hacia él con cautela. Temía que, con cualquier palabra mal dicha, el pequeño rompiera a llorar "¿Cómo te llamas, niño?" preguntó, intentando sonar lo más dócil posible.
El pequeño frunció el ceño y, con un puchero adorable, replicó con firmeza "No me llame “niño”, señor... Tengo nombre"
Julio sintió el impulso de sonreír ante aquella valentía inesperada, pero se contuvo al ver la seriedad en los ojos del pequeño "Está bien, está bien…" cedió, levantando ligeramente las manos "Entonces dime, ¿cómo te llamas?"
"Mi nombre es Aron Mars Rosales" respondió con voz clara, sin apartar la mirada.
La sorpresa se reflejó en el rostro de Julio. El niño no solo mostraba más carácter del que hubiera imaginado, sino que, en sus gestos, en sus facciones… era como mirarse en un espejo en miniatura. Incluso parecía más maduro que su vicepresidente que estaba fuera del país por negocios.
Se inclinó hacia él, con un nudo en la garganta "Entonces… ya sabías que yo era tu padre... ¿Por qué no me buscaste antes?"
Aron sostuvo su mirada con inocente sinceridad "Mamá dijo que estabas ocupado"
Esas simples palabras lo atravesaron como un dardo. Julio apretó la mandíbula, incrédulo y dolido "¿Tu mamá te dijo eso?: repitió con un tono entre enojo y asombro.
El niño asintió suavemente. Y Julio, por primera vez en años, sintió que el mundo se le escapaba de las manos, si hubiera sabido que tenía un hijo, jamás lo habría dejado de lado.
"Si sabes que soy tu padre… ¿por qué no me llamas papá?" preguntó Julio, con un dejo de vulnerabilidad que pocas veces mostraba.
Aron alzó los hombros y lo miró con la seriedad de un adulto en miniatura "Papá está contigo todo el tiempo… pero tú estás más pendiente de tus conquistas que de mamá y de mí" Lo reprochó sin titubeos
"Y no digas que es mentira. Mamá no lo sabe, pero yo busqué en la computadora del general tu nombre… y lo único que encontré fueron fotos tuyas con diferentes mujeres. No sabes ser esposo…" se quejó Aron.
Las palabras del niño fueron como una bofetada de guante blanco. Julio, que jamás se había arrepentido de nada en su vida, sintió por primera vez el peso de la culpa.
El silencio lo incomodó, y para salir de él apenas pudo responder "Lo siento, te lo prometo que cambiaré y será un buen padre" Tragó saliva y cambió de tema con torpeza "¿Qué te parece si vamos a comer algo?"
Aron se mordió el labio, arrepentido por su dureza, pero ya no había vuelta atrás. Sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa infantil "Vamos… tengo mucha hambre" Se sobó la barriguita con gesto divertido.
Julio lo levantó en brazos con facilidad. El niño abrió los ojos sorprendido y rió "¡Wow! Esto es como ver el mundo desde una torre. Eres muy grande, señor Mars"
Julio sonrió de verdad esta vez, le hubiera encantado escucharlo llamarlo “papá”, pero sabía que no podía exigirlo. Tenía que ganárselo.
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