Capitulo IV Ya es mía

Punto de vista de Diana

Tenía dos opciones: aceptar trabajar como la secretaria de Marcelo Villavicencio o volver a la mansión Vega con el rabo entre las patas, rindiéndome a la tiranía de mi padre, su esposa y la burla de Fabiana. Así que tomé la opción más obvia y la única que podía ayudarme a salir del yugo de los Vega, y esta era aceptar el trabajo que me estaba proponiendo este hombre guapo y arrogante.

—Acepto, señor Villavicencio —respondí con una firmeza que no sentía, plantando mis manos a los costados de mi cuerpo para evitar temblar.

Marcelo sonrió, pero no fue una sonrisa cálida. Fue una curva tensa de labios que confirmaba que su jugada había salido exactamente como él quería.

—Excelente, señorita Vega. Sabía que la inteligencia primaría sobre el orgullo. Ahora, hablemos de su trabajo.

Me indicó con un gesto de su mano que me sentara de nuevo. Obedecí en silencio, sintiéndome ya menos la dueña de mi destino y más una pieza en su tablero.

—Su trabajo no será la administración básica —continuó, recostándose en su silla con una calma que me ponía los nervios de punta—. Será mi asistente personal directa. Esto incluye manejar mi agenda, viajes, comunicaciones y, lo más importante, mi vida social.

Hizo una pausa que llenó de tensión la inmensa oficina.

—Ser mi secretaria es estar disponible veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Cero preguntas, discreción absoluta y cumplimiento de cada orden. Su salario será... generoso —dijo, nombrando una cifra que me hizo pestañear. Era más de lo que Sergio y yo habríamos ganado en un año.

—Es un sueldo muy alto para una simple secretaria sin experiencia —comenté, sintiendo la necesidad de entender la trampa.

Marcelo soltó una risa seca, sin humor. —No la estoy contratando por sus habilidades en mecanografía, señorita Vega. La estoy contratando por su apellido y por el resentimiento que lleva en sus ojos. Necesito a alguien que no le deba lealtad a Luis Vega. Y necesito un rostro que mi padre conozca y desapruebe.

—¿Su padre? —pregunté, confundida.

—Digamos que mi necesidad de incomodar a mi familia es tan grande como su necesidad de huir de la suya. Usted es la candidata perfecta para desestabilizar a mi círculo social. Además, el contrato incluye un apartamento propio, con todos los gastos pagados. No puede seguir viviendo bajo el techo de un hombre que la golpea.

La última frase me impactó. ¿Cómo demonios sabía él del golpe de mi padre? Sentí que me había desnudado con sus palabras, revelando toda mi miseria.

—Usted no tiene derecho a...

—Tengo derecho a saber todo sobre mis empleados, Diana —me interrumpió, usando mi nombre por primera vez, lo que sonó demasiado íntimo para el contexto—. Aquí está el contrato. Léalo. Fírmelo. Su trabajo comienza mañana a las ocho de la mañana.

Mientras deslizaba la carpeta de cuero oscuro sobre la mesa, sus ojos se encontraron con los míos. El azul gélido del día anterior ardía con una intensidad depredadora.

—Solo hay una regla, Diana: una vez que firme, es mía. Su vida pasada, incluyendo a su prometido infiel y a su adorable hermanastra, será historia. ¿Estamos claros?

Agarré la pluma, sintiendo que no solo firmaba un contrato de trabajo, sino mi sentencia a un destino que ahora estaba enteramente en manos de Marcelo Villavicencio. La libertad tenía un precio mucho más alto y oscuro de lo que jamás imaginé.

Firmé el contrato, marcando mi destino. ¿Estaba haciendo lo correcto? pensé. Aunque ya era tarde, no había vuelta atrás, mi firma estaba sobre el papel.

—Empieza hoy mismo —declaró Marcelo, su voz cortante—. Mi agenda está sobre el escritorio y no quiero errores.

Su tono frío era algo a lo que debía acostumbrarme pronto, ya que pasaría mucho tiempo a su lado.

Fui al que sería mi escritorio y empecé a revisar la agenda del engreído de mi jefe. Suspiré al ver la cantidad de reuniones que debía llevar en solo un día. Era tan adicto al trabajo que hasta en la hora de las comidas siempre se reunía con alguien para hablar de negocios. Empecé a organizar la agenda y a llamar a los clientes para concretar citas.

La hora de ir a la primera cita había llegado, así que tomé mis cosas y la agenda personal del jefe. Lo seguí al elevador, donde el silencio reinó, pero el olor a su colonia invadía mis fosas nasales, llevándome a la tentación de pecar. La misma sensación tuve en el auto que nos llevaría hasta el restaurante.

El chofer encendió el motor, y Marcelo se sentó en el asiento trasero. Yo me senté junto a él, manteniendo una distancia profesional, aunque el interior del auto de lujo era demasiado íntimo. Él estaba leyendo documentos, indiferente a mi presencia, pero la cercanía era una tortura. Su traje a medida, el cuello de su camisa impecable, la tensión silenciosa que emitía... Lo observé de reojo, notando la línea fuerte de su mandíbula y el modo en que su cabello oscuro caía sobre su frente.

Él levantó la vista de golpe, atrapándome. Su mirada de hielo se clavó en la mía, y sentí un rubor subir a mis mejillas.

—¿Algún problema, secretaria? —Su voz era baja y peligrosa.

—No, señor —me apresuré a decir, mirando rápidamente la agenda para fingir profesionalismo—. Solo revisaba la hora de la reserva.

Marcelo sonrió levemente, ese gesto de depredador. Se inclinó sutilmente hacia mí, invadiendo mi espacio. Su aliento rozó mi oreja mientras susurraba:

—Podría haberme mirado a la cara y preguntado, Diana. Si me quiere observar, sea directa. Ya me pertenece.

El corazón me dio un vuelco. La afirmación "ya me pertenece" era brutal, pero encendió una chispa de desafío y, para mi terror, una oleada de calor que no pude controlar.

Me separé de él, sintiendo que la libertad por la que había vendido mi alma era solo una ilusión. Estaba atrapada. Y la única forma de sobrevivir era convencer a Marcelo Villavicencio de que yo era exactamente lo que él esperaba: una herramienta útil y, sobre todo, aburrida.

—Estamos llegando al restaurante, señor —logré decir, mi voz sonando mucho más firme de lo que me sentía. El juego acababa de empezar.

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