—No, papá, solo un imbécil… —respondió ella, intentando sonar tranquila.
El Mercedes avanzó apenas unos metros cuando la Honda volvió a aparecer a su lado. Él, sin miedo, se recargó con la mano izquierda en la ventanilla y con la derecha aceleró lo suficiente para que el rugido de la moto se escuchara dentro del carro. El papá frunció el ceño, apretando más el volante.
—¡¿Qué le pasa a este loco?! —gruñó—. Se va a matar… o nos va a matar.
—Tranquilo, papá —dijo ella, y se inclinó hacia la ventana—. Yo me encargo.
Se giró hacia el motociclista, decidida.
—¿Oye, no tienes nada mejor que hacer?
—Nel —contestó él con una sonrisa torcida.
—Pues búscate algo.
—Ya encontré —dijo, sin despegar la vista de ella—. Me gustas tú.
—¿Se puede saber qué quieres?
—Darte una vuelta. Mira, te llevo hasta la Olímpica, nos echamos unas vueltas a todo gas y después te invito unas quesadillas en el puesto de la esquina. Luego te dejo en tu escuela, derechito, lo prometo.
Ella se rió con sarcasmo.
—Tus promesas deben valer menos que un boleto del metro roto.
Él alzó las cejas, divertido.
—Eso sí, tienes razón. Pero ya ves, me estás conociendo. La neta, te gusto, ¿a poco no?
Ella soltó una carcajada y negó con la cabeza.
—Ya estuvo, ¿no? —sacó de su mochila Nike un libro maltrecho y lo abrió sobre las piernas—. Yo sí tengo cosas serias de qué preocuparme.
—¿Como qué? —preguntó él, curioso.
—Un examen de latín.
—¡Ja! Yo pensé que ibas a decir… sexo.
La sonrisa de ella desapareció. Se giró de golpe, molesta.
—Quita la mano de la ventanilla.
—¿Y dónde quieres que la ponga?
Ella apretó el botón del vidrio eléctrico.
—No puedo decírtelo, mi papá está aquí.
La ventanilla subió poco a poco. Él esperó hasta el último segundo, hasta que el vidrio casi le rozó los dedos, antes de soltar.
—Nos vemos, güerita.
Ella ya iba a responder con un seco “no”, pero no alcanzó: él dio un giro brusco, metió segunda y la Honda se perdió entre los coches con un rugido que se mezcló con el claxon de un microbús y la voz chillona de un vendedor ambulante que ofrecía chicles en el crucero.
El Mercedes siguió su camino, más calmado, rumbo a la prepa.
—¿Sabes quién es ese? —dijo de repente su hermana menor, asomando la cabeza entre los asientos delanteros—. Le dicen Diez… y no por guapo, sino porque siempre saca puro diez, matrícula de honor.
—A mí me parece un idiota —respondió ella, cortante.
Volvió a bajar la vista a su libro, concentrándose en las declinaciones del ablativo absoluto. Pero después de un par de líneas dejó de leer y miró hacia afuera, distraída por el reflejo de la ciudad en el vidrio: los rótulos deslavados de las tlapalerías, un mural de luchadores en la barda de una vecindad, los puestos de jugos sacando humo de las planchas.
¿De verdad el latín era su único problema? ¿Y si ese tipo tuviera razón, aunque solo fuera un poco?
Sacudió la cabeza, regresó a su libro y se obligó a seguir leyendo.
El Mercedes dio vuelta a la izquierda hacia la entrada de la preparatoria.
—Sí, yo no tengo problemas —se dijo en voz baja—. Y no lo voy a volver a ver.
Lo que no sabía era que estaba equivocada. Muy equivocada. Sobre las dos cosas.
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