Su cuerpo temblaba, pero no por frío. Era el peso de lo desconocido lo que le helaba la piel. El mármol del suelo parecía absorber no solo el calor de su cuerpo, sino también sus pensamientos. Cada grieta del palacio dorado escondía secretos, voces ahogadas y miradas que no perdonaban.
Había dormido en el pasillo, encogida, con el abrigo que usaba en el Reino Gris como única barrera entre su dignidad y el desprecio de la casa Volkov.
El amanecer no era diferente. En el Reino Dorado, ni siquiera el sol era amable.
★☆★
Cocinera
¿Por qué estás acá si nadie te quiere aquí? *preguntó, al verla buscar un trozo de pan duro*
Noah no respondió. Estaba empezando a entender que en este lugar, las preguntas tenían dientes.
Y a veces, responderlas era invitar a que te muerdan el alma.
★☆★
Esa misma tarde, la llevaron al ala norte de la mansión. Donde vivía él.
Enzo Volkov.
El hijo del lobo.
El heredero del caos.
Le habían dicho que lo cuidara. Que limpiara su cuarto, ordenara su ropa, mantuviera su espacio en silencio.
Pero no le dijeron que tendría que enfrentarse a unos ojos tan intensos que podían hacerle olvidar cómo respirar.
★☆★
El pasillo era más amplio que su antigua casa entera. Las paredes, de mármol negro con vetas doradas, parecían brillar con una luz que no venía del sol. Todo olía a sangre vieja, a perfume caro, y a algo más profundo: muerte encubierta de lujo.
Cuando empujó la puerta del cuarto de Enzo, se encontró con una escena que parecía salida de una pesadilla.
El suelo estaba cubierto de vidrios rotos. El aire olía a metal y rabia. Enzo estaba allí, sin camisa, con los nudillos ensangrentados y la respiración agitada. Sus ojos rojos parecían dos brasas vivas flotando en la penumbra.
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