La casa olía a cigarro y a rabia vieja.Takemichi entró por la puerta sin decir nada, sin mirar a nadie. Sabía que el mínimo sonido podía despertar lo peor.
Su madre estaba en la sala, mirando el televisor con la cara apagada. Su padre, en la cocina, medio ebrio ya, mascando insultos entre dientes.
Takemichi caminó directo a su cuarto, sin levantar la mirada.
sr. Hanagaki
Pero su padre habló. —¿Dónde estuviste, basura?
Takemichi se detuvo en seco.
Antes, habría temblado. Habría corrido. Habría llorado.
Ahora solo respondió con voz seca:
Takemichi
—Fuera.
sr. Hanagaki
—¿Qué dijiste?
Takemichi
—Fuera —repitió—. No me hables.
El hombre se levantó de golpe, pero entonces alguien apareció en el marco de la puerta.
Zashiku Hanagaki.
Cabello oscuro, mirada dura, unos cinco o seis años mayor. Con la camisa abierta y una cicatriz en la ceja. Él era la única figura firme en la vida de Takemichi.
Zashiku Hanagaki
—¿Quieres tocarlo? —dijo Zashiku—. Tócame a mí primero.
El padre dudó. Zashiku tenía fama de haber roto mandíbulas con una sola patada. No era un niño.
Con rabia contenida, el hombre se dejó caer en su asiento. No dijo más.
Zashiku cerró la puerta del cuarto de Takemichi, que ya estaba tirado en la cama mirando al techo.
Zashiku Hanagaki
—¿Te hizo algo?
Takemichi
—No aún —respondió Takemichi sin emoción.
Zashiku Hanagaki
—Si un día te cansas de esto, me avisas. Yo lo quemo todo.
Takemichi giró la cabeza. Su voz fue baja, cortante.
Takemichi
—Ya me cansé. Solo que ya no espero nada.
Zashiku no dijo nada. Se sentó junto a él. No con ternura. Sino con esa presencia muda que solo alguien roto puede entender.
En ese momento, Takemichi no era un niño. Era un soldado caído con forma de niño. Sin fe, sin fuego. Con los puños cerrados… pero con el corazón en ruinas.
Comments