"Las palabras son conscientes y engañan dependiendo de su intención.
Mira al rostro y al cuerpo de la gente, ellos siempre te darán la razón".
Atte: Mamá.
El amanecer de aquel día fue una tortura para Mireia, quien vomitaba con violencia en el baño mientras Eve la sostenía por los brazos. Todo lo que había ingerido la noche anterior, sumado a una pequeña cantidad de sangre, brotaba de su garganta. Le ardía, le dolía. Su cuerpo estaba cada vez peor. Aunque ya se había acostumbrado a los vómitos, la enfurecía no poder progresar, a pesar de tomar su medicina todos los días.
En el comedor, el desayuno esperaba, y Hemmet ya estaba sentado, conversando animadamente con el señor Frank.
—Oh —dijo el joven, volviéndose para observar a la pálida Mireia cuando entró. —Está usted muy hermosa esta mañana, señorita Mireia.
Ella solo asintió con una sonrisa forzada.
Llevaba un vestido rosa pastel, delicado. Aunque sus ojos delataban el cansancio y la huella de la enfermedad, se mostraba fuerte y firme bajo una fina capa de maquillaje.
—Buenos días a todos —dijo Mireia, para luego sentarse frente al detective. —Qué tal su primera noche aquí en nuestra mansión, señor John Fareyn.
—Fantástica —contestó Hemmet. —Aunque no dormí mucho, estuve investigando un poco. Intento aprender de su cultura. Creo que para ser un buen detective debo ser uno más de ustedes, ¿no es así?
—Exactamente —dijo Frank desde el otro lado de la mesa. —Querida hija, ¿quisieras darle un recorrido a nuestro invitado? Estoy seguro de que le encantará nuestra lujosa morada.
—Será un placer, padre —contestó ella.
Su madre, Elena, seguía en silencio, absorta en la lectura de su libro de bolsillo con tapa de cuero marrón. Hemmet la miró un momento.
—¿Usted cómo se encuentra, señora Elena?
—No haga preguntas que no le interesa saber la respuesta, detective. ¿Acaso soy sospechosa de algo? —contestó Elena, un tanto molesta, pero manteniendo su elegancia.
Frank y Mireia simplemente ignoraron la incómoda situación.
—¿Cómo cree eso de mí? En estos momentos no ejerzo mi profesión. No me gusta mezclar el trabajo con los momentos tranquilos —dijo Hemmet mientras levantaba su mano, haciendo una seña a Eve, que estaba de pie a un lado de Mireia. —Sirvienta, ¿podría traerle un jugo a la señora de la casa?
—Enseguida —Eve asintió, dispuesta a cumplir la orden.
Pero antes de que saliera de la habitación, Hemmet volvió a llamarla.
—Señorita Eve. Yo la acompaño.
—No hace falta, señor…
—Insisto —dijo Hemmet, mostrando una caballerosidad que parecía genuina.
En la cocina, Eve sirvió el jugo en una jarra, un tanto incómoda por el extraño comportamiento del joven. Él tomó la jarra y se ofreció a llevarla. Justo antes de salir de la cocina, el detective se acercó a Eve para susurrarle:
—Al parecer, y como se habrá dado cuenta, no le caigo bien a la señora Elena. Así que intentaré hacer las paces con ella. Usted solo acompáñeme, ¿sí?
Eve comprendió la situación y, con una pequeña sonrisa, ambos salieron, uno al lado del otro.
Hemmet sirvió el jugo en la copa vacía de Elena, y Eve se llevó de nuevo la jarra a la cocina.
Aunque su comportamiento seguía resultando extraño para la familia, no levantaba sospechas. Lo asumían como alguna rara costumbre americana o un intento del joven por parecer amable.
—Muy bien —exclamó el joven, ya de regreso. —Quiero ver esos jardines.
—Vamos, tengo mucho que mostrarle —contestó Mireia.
Los tres salieron bajo la radiante luz solar. Eve llevaba un paraguas abierto que cubría la frágil piel de Mireia. Hemmet se ofreció a sostenerlo.
Luego de un momento, llegaron a un gigantesco jardín, un verdadero paraíso floral.
—¡Qué hermosas flores! —dijo Hemmet, admirado. —Nunca había visto tantos colores juntos.
—Este es mi jardín. Bueno, nuestro jardín —continuó Mireia, codeando a Eve con complicidad.
La sirvienta sonrió.
—¿Ustedes cuidan este paraíso? —preguntó el joven.
—Nos encanta venir y cuidar de él. Aunque… yo no soy experta. Eve ama las plantas y las flores. Está llena de libros sobre ellas.
—No diga eso. Me avergüenza —dijo Eve mientras reía, agachando la cabeza con timidez.
—No te hagas la humilde —continuó Mireia con picardía.
—Me alegra que sean tan unidas —dijo Hemmet. —Conocí a muchas personas que trataban a sus sirvientes como perros. Me alegro de que ustedes no sean como ellos.
—¡Qué va! —dijo Mireia, tomando del brazo a su sirvienta. —Somos mejores amigas, ¿no?
Ambas rieron a carcajadas. Su amistad era algo más que un título y un trabajo.
—Veo que hay flores que no florecen como las otras —dijo Hemmet, de cuclillas, observando de cerca el jardín.
—En primavera no todas las flores crecen igual —explicó Eve. —Algunas, como la que está observando, son de crecimiento lento y poco concurrido.
—Wow. Sabes mucho, Eve —dijo el joven, poniéndose de pie de nuevo.
—He aprendido un poco —contestó la mujer con timidez.
—¿Otra vez te harás la modesta? —continuó Mireia con picardía.
Sus risas se escucharon y las charlas sin sentido continuaron mientras recorrían la inmensa mansión.
La noche finalmente cayó, y la familia había terminado de disfrutar una cena tranquila y exquisita. Hemmet saboreaba el dulce postre que había preparado el cocinero de la casa. Este, al terminar su labor, salió de la cocina para darle lugar a Eve.
A Hemmet le surgió una curiosidad.
—¿Por qué sale el cocinero?
—Eve se dispone a traer el medicamento de las mujeres —contestó Frank. —Es un secreto que resguardamos junto a Eve. En la cocina se encuentra un cofre bajo llave, y como confiamos en ella por los tantos años trabajando con nosotros, le dimos la tarea de preparar sus infusiones.
—Y también porque es mi mejor amiga —continuó Mireia con una sonrisa.
—Comprendo, me alegra que sea así —dijo Hemmet.
De pronto, Hemmet comenzó a observar al cocinero, luego a los guardias. Le gustaba analizar el ambiente siempre que pudiera.
Eve entró al salón nuevamente. Traía una bandeja con dos pequeñas tazas que contenían una infusión. El aroma era dulce y agradable. Los sentidos del joven no lo traicionaban; era miel y vainilla.
—¡Qué dulce aroma! —dijo el joven. —Así hasta a mí me dieron ganas de probarlo.
Eve y Mireia rieron silenciosamente. La sirvienta dejó una taza a Mireia, quien la tomó rápidamente. Luego se la dio a Elena, que repitió la acción. Eve regresó a la cocina para dejar la bandeja con las tazas ya vacías.
Hemmet se puso de pie y se ubicó al lado de Elena.
—¿Se puede saber qué está intentando hacer? —dijo Elena, visiblemente molesta.
—Lo siento, solo estoy esperando…
Eve apareció de nuevo, pero antes de entrar al salón, Hemmet la detuvo con una seña.
—Venga conmigo, Eve. Tengo un presente para usted —dijo Hemmet con una sonrisa.
Eve caminó hacia él, un poco detrás de la señora Elena. Justo cuando llegó, la habitación quedó en un silencio sepulcral.
Hemmet, lentamente, levantó su mano derecha y la colocó cerca de la oreja de la sirvienta.
¡CHAS!
Hemmet chasqueó los dedos con fuerza, haciendo que Eve se cubriera la oreja por el sonido.
—¡Veinte contra quince! —dijo Hemmet, luego de unos segundos, con una voz que cortaba el aire.
El salón quedó en silencio absoluto. Las actitudes del detective seguían siendo tan extrañas como la primera vez.
—¿A qué se refiere…? —preguntó Mireia, confundida.
—¡Que encontré la cura para su enfermedad! ¡¿No lo entienden?!
Hemmet estaba eufórico, pero nadie comprendía nada de lo que ocurría. Sus miradas revelaban que dudaban de él, incluso lo tomaron por loco.
—La medicina se llama… —Hemmet hizo una pequeña pausa para sacar de su bolsillo una flor blanca del jardín. —Cicuta.
—¡Está loco! —saltó el cocinero desde un lado de la habitación. —¡Ya le dije esta tarde! Esa flor es tóxica. No existe persona que haya sobrevivido a su consumo.
—Solo quienes lo hayan hecho de forma moderada —continuó Hemmet, imperturbable. —Verán. Al parecer, alguien alteró la infusión . Fue difícil notarlo por la miel y la vainilla, pero… lo que llaman medicina las estaba matando lentamente. Y yo, como invitado, no puedo permitirlo.
—Lo que dices son estupideces. ¡Un doctor, de hecho, cualquier persona, sabría que esa flor es mortal si se consume! —Frank se lanzó sobre Hemmet, una furia creciente en su rostro.
—Pero, señor Frank, esa flor crece en abundancia en cualquier jardín, ¿no es así? —continuó el joven, todavía con la voz serena.
—¿A qué quiere llegar? Y más le vale que tenga un fundamento claro, porque en estos momentos estoy a punto de enviarlo a la calle por molestar a mi pobre esposa y a mi hija.
La furia del padre era palpable; nunca nadie lo había visto tan furioso.
—Daré mi veredicto entonces.
Hemmet seguía tranquilo, y la forma en que hablaba irritaba al señor de la casa.
Después de un momento, continuó:
—En la mañana dio quince pasos. En la noche dio veinte.
—¡Guardias! ¡Echen a este impostor! —ordenó Frank.
Justo antes de que los seis guardias se acercaran, Hemmet continuó, su voz cargada de un tono gélido que se abría paso entre la tensión.
—¡Solo alguien que esconde algo en sus bolsillos alteraría su caminata de esa forma!
La habitación quedó en un silencio mortal.
—¿Qué? —dijo Mireia, poniéndose de pie, sin quitar la mirada del joven. — ¿Qué quieres decir?
—Lo siento, señorita Mireia —dijo Hemmet, su tono de voz ahora tranquilo y decaído. —Usted estaba siendo envenenada por alguien capaz de saber tanto de las plantas que podía esconder un veneno entre la medicina.
Como un plato que se rompe al caer, así se hizo pedazos el corazón de Mireia. Sus ojos se volvieron blancos, sin reflejar color alguno, fijos en un punto distante. Sus padres tenían las bocas abiertas, paralizados. La sorpresa había teñido el ambiente de un matiz siniestro, casi fantasmal, dentro de aquel gran salón. Pero nadie miraba a Hemmet.
Mireia comenzó a llorar, un sollozo ahogado. Entre lágrimas, pudo apenas pronunciar unas palabras: —E… Eve…?
La sirvienta temblaba de pies a cabeza. Retrocedía lentamente, sus ojos desorbitados mientras veía cómo todos la observaban con una mezcla de horror y desolación. Un guardia se acercó a ella.
—Señorita Eve, ¿puede levantar sus manos?
Eve, con movimientos lentos y erráticos, comenzó a levantarlas, pero a mitad de su acción, otro guardia apretó sus muñecas, alzando sus manos rápidamente. Ella se quejó del dolor mientras el otro hurgaba en los bolsillos del delantal.
Y allí estaba. Una pequeña botella de cristal con pétalos blancos ligeramente cortados.
Mireia continuó llorando, su voz apenas un susurro.
—¿Por qué…? —preguntó, casi sin voz.
—¡¿POR QUÉ?! —repitió la joven, ahora con un grito desgarrador. Le dolía todo el cuerpo por su enfermedad, pero el dolor en su pecho por aquella traición era una agonía mucho peor, una anestesia para su propio sufrimiento físico.
La sirvienta agachó la cabeza, derrotada.
Elena lloraba, consumida por la rabia y el odio. Frank la miraba con una profunda lástima. Hemmet, tranquilo, con las manos en los bolsillos, observaba la situación como un juez silencioso.
De pronto, una risa seca, escalofriante, escapó de los labios de Eve. Su risa siniestra llenó el salón, erizando el vello de todos los presentes. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, inyectados de rabia y una locura extrema.
—¡Debí Matarlas con solo una dosis!.
Corrió hacia la mesa y, con un movimiento rápido, tomó un cuchillo grande de cocina.
—¡Todavía no han visto nada! —dijo, su voz distorsionada por la furia.
En ese instante, y antes de que alguien pudiera reaccionar, se clavó el cuchillo en la garganta.
La sangre, oscura y densa, salpicó la mesa por completo, alcanzando a Mireia, que estaba más cerca que nadie.
La escena era aterradora, un horror difícil de procesar, y el silencio que siguió fue aún más sobrecogedor que el grito mudo...
de la muerte.
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