IV. Destino.

Se acurrucó en el sillón, abrazando sus rodillas con fuerza, intentando hacer su cuerpo lo más pequeño posible. Le dolían los músculos, las piernas entumecidas por estar tanto tiempo en la misma posición. Pero moverse le costaba. Sentía que cualquier movimiento podía romperla.

La habitación estaba en silencio. Un silencio espeso, denso, que la oprimía por dentro. Ni un sonido más allá de su propia respiración, que por momentos se aceleraba sin motivo aparente.

Se pasó las manos por la cara, tratando de frenar las lágrimas que seguían apareciendo sin permiso. No lloraba como al principio. Ahora eran lágrimas silenciosas, amargas, que nacían del miedo.

Su mente volvía una y otra vez a lo mismo.

La salida con Zoey. El club. Felix. El baño. Ese mensaje.

Después... nada.

La forma en que todo se había vuelto negro.

Algo dentro de ella le decía que nada fue casual. Que todo fue planeado.

¿Pero por qué? ¿Por qué ella?

No conocía a nadie llamado William Stone. Ese nombre no significaba nada, y al mismo tiempo, lo era todo. Cada vez que lo pensaba, algo se retorcía en su estómago.

¿Qué quería de ella?

Las paredes de la habitación parecían más cercanas que antes. Como si quisieran cerrarse sobre ella. Se levantó con torpeza, caminó hasta la puerta y apoyó la mano en la madera. Estaba fría.

Golpeó una vez, con suavidad.

–¿Hola...? –su voz apenas fue un susurro, apenas un intento–. ¿Hay alguien ahí?

Nada.

Retrocedió. La garganta le ardía, no sabía si por la falta de agua o por las ganas de gritar. Pero ya lo había hecho. Ya había golpeado. Suplicado. Llorado.

Nadie vino.

Se abrazó a sí misma, paseando la mirada por la habitación como si de repente pudiera encontrar alguna respuesta escrita en las paredes.

Pensó en su madre. En su padre. ¿Estarían buscándola? ¿Estarían bien? ¿Sabrían que ella no estaba en casa?

Y esa pregunta le rompió el alma.

El miedo crecía. Pero no era solo miedo a lo que vendría. Era miedo a lo desconocido. A no entender. A no saber.

Volvió al sillón, se sentó despacio. Y entonces lo escuchó.

El giro de una llave.

Una vez. Dos. Tres.

Se quedó helada. Los ojos fijos en la puerta.

El corazón golpeando tan fuerte que lo sentía en la garganta.

La manija se movió.

Bella no respiraba.

¿Sería Arianna? Dijo que transmitiría su mensaje, pero no había vuelto en todo el día. Aparte del dolor en su cuerpo, su estómago también se retorcía; no había probado bocado desde la tarde anterior. Por la tenue luz que entraba en la habitación, asumía que ya era de noche. Cuando se levantó horas antes, la luz se había desvanecido, así que no podía asegurarlo. Había buscado un interruptor, pero no encontró ninguno.

Un escalofrío desagradable le recorrió la espalda entumecida al oír cómo alguien presionaba y giraba la manilla. La puerta se abrió al fin. Sin embargo, era imposible distinguir quién era; la distancia y la escasa iluminación se lo impedían.

—¿Arianna? —preguntó con un hilo de voz apenas audible—. ¿Arianna, eres tú?

Nadie respondió.

No podía disimular el terror que le recorría el cuerpo. Por varios segundos —que parecieron horas— el silencio reinó, interrumpido solo por el zumbido lejano de los grillos.

Y entonces lo supo. No era Arianna.

Se paralizó al oír una respiración áspera, profunda y pesada. Como la de un animal paciente, agazapado, esperando a que su presa cometiera el más mínimo error para devorarla sin aviso.

Estaba completamente expuesta. Indefensa. Vulnerable. Si quienquiera que hubiera entrado tenía intención de hacerle daño, lo lograría con facilidad. Impulsada por la ansiedad, se deslizó con rapidez para ocultarse tras el sillón en el que había estado sentada.

Se maldijo a sí misma por haber delatado su posición al hablar. Estaba atrapada. La respiración continuaba, pausada y densa, y luego, los pasos.

Estaban acercándose. Cada vez más.

El olor llegó primero: una fragancia masculina, penetrante, cuidadosamente escogida. Se cubrió la boca con una mano temblorosa, intentando controlar la respiración. ¿Quién era?

Después de un silencio absoluto, escuchó cómo se accionaba el interruptor, y la luz llenó la estancia. No se atrevió a moverse ni a mirar. Se mantuvo rígida, contenida.

Oyó que algo era depositado sobre la mesa, a tan solo unos centímetros de su escondite.

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—Sal de ahí —ordenó una voz grave y rasposa.

Se estremeció, congelada. Su mente se nubló. Ni siquiera pudo reaccionar.

—No quiero repetirlo otra vez —añadió con impaciencia en su tono, lo que la aterró aún más—. Arriba, Bella.

Abrió los ojos como platos al escuchar su nombre. Su voz era intimidante, pero el modo en que lo pronunciaba lo era aún más. Negó con la cabeza sin atreverse a moverse. No iba a levantarse. No sintiéndose en peligro. Aunque sabía que ocultarse tras un sofá era inútil.

Lo oyó resoplar, irritado. No tenía buenas intenciones, de eso estaba segura.

—Te daré dos opciones: te levantas ahora mismo, o voy por ti. —La amenaza fue clara, incuestionable. Y no parecía bromeando—. No pretendo hacerte daño, pero no me obligues a usar la fuerza.

No tenía escapatoria. Tendría que enfrentarlo. Reuniendo el poco valor que le quedaba, apretó los puños y se incorporó lentamente, sin alzar la vista. Una vez de pie, lo percibió con el rabillo del ojo.

—Mírame —ordenó con voz firme.

Negó, sin levantar la mirada, sintiendo cómo el temblor que recorría su cuerpo se intensificaba.

—Parece que no quieres colaborar. Eso solo hará esto más difícil —suspiró con molestia.

—¿Q-quién eres? —logró preguntar, tartamudeando.

—La persona que esperabas.

Tragó saliva con dificultad.

—¿William Stone? —preguntó, con la voz aún más débil.

—Sí —confirmó él, su tono grave y ronco la hizo estremecer.

No supo en qué momento se había acercado tanto. Podía olerlo. Sentir su aliento. Su presencia era abrumadora.

—¿No vas a levantar la mirada y ver con quién estás hablando? Pensé que tu papi te había educado como es debido —añadió con un tono irónico.

Sus ojos ardían. No quería llorar, pero el miedo la consumía. Sin previo aviso, él la sujetó por la barbilla y la obligó a mirarlo.

Intentó tragar saliva, pero no pudo. Su garganta se cerró. Su respiración se cortó.

Jamás en su vida había visto unos ojos así. Negros como la noche más cerrada, carentes de toda emoción humana. Eran fríos. Helados. Vacíos. Como si detrás de ellos no hubiera alma, solo una oscuridad que observaba con desdén todo lo que tocaba. Parecían atravesarla, diseccionarla, como si pudiera ver cada parte rota de ella sin necesidad de palabras.

Y ese solo detalle bastaba para saber que aquel hombre no era como los demás.

Era inmenso. Su altura la doblaba casi por completo, y su complexión no era simplemente fuerte: era brutal. Hombros amplios, pecho ancho, y un torso que la camisa negra entreabierta apenas lograba contener. A través de la tela abierta y de las mangas remangadas, se dibujaban tatuajes oscuros como el pecado, enredándose por su pecho, cuello y brazos. Eran símbolos que no podía descifrar, pero todos hablaban un lenguaje que su cuerpo sí entendía: peligro.

Su rostro era tallado con la precisión de una estatua de mármol, pero no tenía la belleza suave de un ángel. Era atractivo, sí, de un modo crudo, masculino, pero sus rasgos eran como acero: duros, afilados, crueles. La mandíbula cuadrada, la barba oscura perfectamente perfilada, el puente de la nariz recto, imponente. Todo en él era una amenaza que respiraba, una advertencia con piel.

Y sin embargo, era hipnótico. Porque su oscuridad no era solo miedo. Era poder. Y dominaba cada centímetro del espacio como si el mundo entero fuera su sala de estar y ella, un simple objeto fuera de lugar.

Intentó apartar la mirada, pero su agarre se volvió más firme. Inamovible.

—¿Por qué me…? —Tragó con dificultad, su garganta era un nudo apretado—. ¿Por qué…?

—¿Por qué te traje aquí? —repitió él con tono plano. Ella asintió, sin aliento.

—Este será tu lugar de ahora en adelante.

Bella entreabrió los labios, pero los volvió a cerrar varias veces. No tenía palabras. No tenía comprensión. Era como si el mundo se hubiese descosido.

—Yo ya tengo un lugar. Mis papás me están esperando. No sé por qué me trajo aquí, pero debe ser un error… Déjeme ir, por favor.

Una lágrima tembló en su mejilla hasta perderse en el dorso de su mano. Él la vio. Su expresión cambió apenas —una contracción mínima en la mandíbula. No tristeza, ni culpa. Más bien... impaciencia. Desdén.

Con un movimiento lento, extendió la bandeja hacia ella. La deslizó sobre la mesa sin romper el silencio, y luego se recostó en el sillón, frente a ella, sin dejar de mirarla. Su postura era relajada, pero su mirada no lo era. Fría. Directa. Penetrante.

Guiso de pollo con champiñones. Su plato favorito.

Bella sintió que el mundo giraba muy lento. ¿Era una coincidencia? ¿Cómo podía saberlo? ¿Por qué sabía eso?

No podía pensar.

Se sentó sin rechistar, con la cabeza gacha, las manos temblando sobre el regazo. El simple hecho de alzar la mirada hacia él la paralizaba. Su sola presencia ocupaba todo el espacio. El olor masculino, crudo, casi químico, la envolvía como una manta pesada.

—Come —ordenó, seco.

—No tengo hambre —murmuró con voz quebrada. Una mentira absurda. Su estómago rugía de dolor.

Él no respondió. Sólo ladeó la cabeza y la observó. No había emociones en sus ojos, sólo un pozo negro de juicio y control. Era como si supiera exactamente lo que ella iba a hacer antes de hacerlo.

Entonces, sin palabras, tomó los cubiertos con su propia mano, cortó un trozo de carne con rudeza, y se lo llevó a la boca. Masticó sin prisa. Sus ojos no parpadearon. No la miraba: la desnudaba con la vista.

Bella desvió la mirada, tragando saliva. Sus ojos se posaron en su mandíbula mientras comía, en cómo se marcaban los músculos bajo la piel. Su boca se había manchado ligeramente de salsa, y a pesar de sí misma, notó la forma perfecta de sus labios. El pensamiento la horrorizó.

<<¿Qué estás haciendo, Bella? ¿Qué demonios te pasa?>>

El sonido de sus propios pensamientos le martilleaba la cabeza.

—¿Va a hacerme daño? —preguntó en un susurro apenas audible, la voz trémula de terror.

Él no respondió enseguida. La miró como si decidiera si valía la pena contestarle.

—No te haré daño… siempre que hagas exactamente lo que te digo.

Su tono no contenía una pizca de ternura. No era una promesa. Era una condición. Un borde filoso. Él señaló el sillón donde momentos antes estaba sentada, y se sentó siguiendo su orden con temor. Volvió a posicionar la bandeja delante de ella.

Bella bajó los ojos. Sus manos le temblaban tanto que apenas podía sostener el tenedor. Lo levantó torpemente, tomó un bocado pequeño y se lo llevó a la boca. Apenas masticaba. La sensación de que él la observaba sin pestañear la consumía por dentro. Era como si estuviera encerrada en una vitrina, a plena luz.

Masticó. Tragó con esfuerzo. Otro bocado. Otro más. Sentía la garganta cerrada, como si el miedo fuera una cuerda apretada a su alrededor. Aun así, su estómago agradecía cada bocado.

—Ya terminé... —dijo con voz débil, dejando los cubiertos.

Él permanecía en el sillón, sin moverse un centímetro. Su cuerpo enorme y relajado contrastaba con la intensidad glacial de su mirada.

—Eso lo decido yo, Bella —dijo sin alzar la voz—. Bebe el jugo.

Ella dudó.

—No tengo sed.

Él no frunció el ceño. No levantó la voz. Sólo la miró, y entonces dijo:

—¿Debo probarlo también?

Sus palabras eran como un cuchillo arrastrado lentamente sobre el mármol. No eran una amenaza, eran una certeza: él lo sabía todo. Cada mentira. Cada temblor. Cada pensamiento oculto.

Y no necesitaba moverse para demostrarlo.

Se mantuvo en silencio. Él no decía nada, pero su impaciencia era palpable, casi un zumbido eléctrico entre los dos. Estiró la mano hacia el vaso, pero ella se le adelantó, sujetándolo con firmeza.

No quería que lo hiciera él. No quería que le impusiera nada más.

Llevó el vaso a los labios y bebió sin respirar, hasta que no quedó ni una gota. La sed desapareció, pero no el nudo en la garganta.

Bella bajó el vaso lentamente, sintiendo cómo su corazón golpeaba con fuerza dentro del pecho. No podía más.

—¿Por qué estoy aquí? —susurró, la voz temblorosa, casi sin aire—. ¿Qué quiere de mí?

Él no respondió al instante. La miraba como si supiera exactamente lo que estaba pensando.

—Dígame… —insistió ella, con la ansiedad a punto de romperse—. ¿Por qué yo?

—Porque eres mía.

Fue terrorífico oírlo decir eso. Parecía tener la plena certeza en cada una de sus palabras. ¿Realmente un psicópata la había secuestrado? Se levantó de sopetón, alejándose lo suficiente, viéndolo sonreír.

—Yo no soy suya —titubeó, atemorizada—. Señor, le ruego me deje ir. No lo conozco. Quizá no sea muy consciente de lo que está haciendo, pero esto es un secuestro. Puede acabar en la cárcel. Si me deja ir, le juro que no diré una sola palabra. Se lo juro.

Dio un pequeño salto en el lugar cuando empezó a carcajearse. Parecía haber oído un chiste, en medio de un circo.

—¿Por qué se ríe? No dije nada gracioso —dijo exaltada.

Esperó su respuesta hasta que su risa cesó, para clavarle aquella mirada que tanto la inquietaba.

—La que no es muy consciente de lo que está pasando eres tú, muñequita. Tú serás mía, porque así lo decidí. No habrá nada ni nadie que lo impida, porque nadie podrá hacerlo.

—Usted...

La cortó sin previo aviso.

—Tutéame. Las formalidades déjalas para los desconocidos.

—Yo no lo conozco, señor. Tengo una familia, un hogar que me está esperando. ¡Usted me secuestró! —Elevó la voz. Pero se arrepintió al instante de haberlo hecho, puesto que al ver su rostro, tuvo ganas de hacer un hueco en el suelo y enterrarse a sí misma. Su vista se volvió borrosa por las lágrimas acumuladas—. Además... yo tengo novio. Soy de él, y de nadie más.

Una vez que las palabras abandonaron su boca, podría decir que estaba a punto de saltar sobre ella y ahorcarla ahí mismo.

—No vuelvas a repetir eso. —Su voz rabiosa, junto a su amenaza, confirmaban que estaba pisando un terreno lleno de minas.

«Para, Bella. No digas nada más».

—Es la verdad —dijo, armándose de valor—. Yo me entregué en cuerpo y alma a él. Nos amamos, queremos casarnos. Seguramente me esté buscando ahora mismo, estará desesperado —dijo, con la ansiedad vibrando en cada palabra pronunciada.

Antes de siquiera poder dar un paso, él fue a ella, agarrándola por el brazo y terminando por estamparla contra su pecho. Sin embargo, esta vez no se quedó quieta y luchó porque la soltara, pero era absurdo siquiera pensar en lograrlo; su fuerza no podía ser comparada con la de él, y su brazo dolía como el mismísimo infierno. Se quejó, a punto de derrumbarse. Intentó empujarlo, pero sus movimientos terminaban hiriéndola a ella.

—Sé que nunca has tenido novio. Ningún hombre había estado tan cerca de ti. No juegues con eso, muñeca.

Su otra mano se deslizó por su espalda baja, pegándola a él, como si de una segunda piel se tratara. Su aliento chocaba contra su boca. No dijo nada; le dedicó esa mirada, la cual erizaba su piel y helaba su sangre. Segundos después, sus labios estaban sobre los suyos, haciendo que abriera los ojos como platos.

Empujó y golpeó con su mano libre su duro pecho. Él agarró sin delicadeza su mano rebelde y la llevó junto a la otra, sosteniéndolas con la suya, apretándola aún más hacia él con su otro brazo, mientras saqueaba su boca sin la menor privación.

No podía moverse; la tenía completamente a su merced, pudiendo hacer lo que quisiese. Cerró los ojos por la impresión, cuando abrió su boca por completo para introducir la lengua en su interior. No hubo nada suave ni gentil en su toque. Tomó todo, devorándola como si tuviera el derecho de hacerlo. Bella gimió, al sentir que se quedaba sin aire.

Él mordisqueó su labio inferior, mojándolo entre sus labios. Los dos jadeaban con fuerza.

—También sé que este fue tu primer beso. —Chupó sus labios sin el mayor descaro.

—Eres un animal... —Forcejeó con todas sus fuerzas. No obstante, era en vano. No podía moverse. Gimió de dolor al sentir que sus muñecas quemaban.

—Me gusta el apodo —sonrió con satisfacción—. Aunque no sabes lo que realmente significa.

—¡Suéltame! —exclamó, totalmente eufórica.

—Shhh... —ronroneó, a milímetros de ella—. No me gusta el ruido. Si llegas a gritar, que sea por razones muy distintas.

—Estás enfermo... —susurró, entre lágrimas, sin poder contenerse más—. Yo no te conozco, es la primera vez que te veo. Lo que estás haciendo es ilegal. No quiero estar aquí. Y lo que acabas de hacer es... —Su voz se entrecortó al no poder seguir hablando. Cerró los ojos, derrumbándose por completo.

Lo oyó gruñir, soltándola al fin. Se sentó en el sillón, intentando controlar su llanto.

—Olvida tu vida anterior si quieres seguir viviendo. Este es tu lugar ahora, y es a mi lado. Aquí hay reglas que debes cumplir. Las irás aprendiendo con el tiempo —lo oyó suspirar; esta vez parecía insatisfecho—. Hoy tengo trabajo, así que no puedo darte mucho tiempo. Cuanto antes te acostumbres, mejor para todos. ¿Entendido? —Al no contestar, ni verlo, su mentón fue tomado hacia su dirección—. ¿Queda claro?

—Entonces prefiero morir. Déjame ir y luego mátame —vio de nuevo la ira en sus ojos.

—Te doy la opción de seguir respirando. Aprovéchala, antes de que sea demasiado tarde.

—Dije que prefiero morir —la rabia vibraba en su voz—. Si para seguir viviendo debo estar a tu lado, entonces mátame.

—¿Eso es lo que quieres? —Llevó su mano a su espalda. Bella entreabrió los labios al ver un arma. La apuntó directamente a su cabeza—. Bien, ¿quién cuenta hacia atrás?

—Eres un psicópata... —lloriqueó, lamentándose.

—Cuento hasta tres. ¿Te parece bien? —dijo él con una calma espeluznante, mientras cargaba el arma con un clic seco que se sintió como un latigazo en el aire.

Bella se quedó paralizada, con los ojos muy abiertos, sin saber si lo que estaba ocurriendo era real o una pesadilla demasiado vívida. El metal brillante apuntándole a la cabeza era una respuesta cruel y definitiva.

—Uno.

Cerró los ojos con fuerza, como si al hacerlo pudiera desaparecer. Su cuerpo entero temblaba, cada músculo contraído, su respiración entrecortada. Sentía cómo la sangre le zumbaba en los oídos, como un rugido que no la dejaba pensar. Iba a morir. Iba a morir allí, sola, a manos de un desconocido. ¿Por qué?

—Dos —dijo él, más bajo, como si lo disfrutara.

Bella ahogó un sollozo y sus dedos se aferraron desesperadamente a la tela del sofá, clavando las uñas como si eso pudiera anclarla a la vida. Su corazón golpeaba tan fuerte que creía que él también podía oírlo. Todo en su interior gritaba: No quiero morir. Pero sus labios no se abrían. El miedo era demasiado grande.

<>

Cada segundo era una eternidad suspendida.

—Tres.

El chasquido del gatillo resonó como una explosión en su mente.

Bella gritó... pero no hubo disparo. Solo el clic seco del arma vacía.

Abrió los ojos con violencia, jadeando, buscando el fuego que nunca llegó. Estaba viva.

Pero él seguía allí, de pie frente a ella, mirándola fijamente. Su rostro no mostraba satisfacción, ni burla. Solo una rabia contenida, oscura, peligrosa.

—Te dejé vivir, Bella —dijo con la voz envenenada de algo más que furia—. Y aunque quiera matarte, no sería capaz de hacerlo.

Se vieron durante un instante prolongado. Él rompió esa conexión, volteándose para salir de la estancia.

No supo exactamente cuánto tiempo había transcurrido. Su mente procesaba con dificultad todo lo vivido. Pero no podía dejar de pensar en lo último que había dicho ese hombre. Seguía repitiéndose en su cabeza sucesivamente.

Sonaba como si... la quisiese.

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Comments

an2cajjjj

an2cajjjj

Dios mío cuánta intimidación!!.. como quieres que baje sus muros si tú no colaboras mi niño!..

2025-07-15

0

an2cajjjj

an2cajjjj

pero que loco!!... es un loco posesivo

2025-07-15

0

an2cajjjj

an2cajjjj

😳😳😳😳😳 hay mamita!..

2025-07-15

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