II. Cautiva.

Entreabrió los labios para tomar aire, ¿pasó algo malo con sus papás? Con rapidez revisó el chat de su mamá, pero no encontró ningún mensaje. ¿Por qué no le habló ella misma? A Zoey también enviaba mensajes, pero siempre que quería decir algo lo hacía directamente con ella. Sin esperar tecleó con nerviosismo.

—Mamá, Zoey me dijo que pasó algo. ¿Está todo bien? —Pulsó para mandar, pero un pequeño emoticono de una exclamación le comunicaba que no tenía cobertura.

Se abrió paso con apremio hacia la salida, tratando de avanzar más rápido y mezclarse con la creciente multitud que parecía duplicarse a cada segundo. En medio del caos, un chico derramó accidentalmente su bebida sobre ella. Un grito ahogado escapó de sus labios: el líquido estaba helado. Giró indignada para fulminarlo con la mirada, murmurando insultos entre dientes, pero él ni siquiera pareció notarlo. ¿Estaría tan absorto en esa endemoniada música que no se había dado cuenta de que su vaso ahora estaba vacío?

Sin mucho más que hacer, y aún empapada, retomó su camino. Cada paso se sentía como parte de una misión imposible.

Al fin logró cruzar la puerta y aspirar una bocanada de aire fresco. Lo primero que hizo fue revisar su teléfono. ¿Qué demonios pasaba? Una de las cosas que más adoraba de su dispositivo era su potencia: incluso en medio del bosque encontraba señal. ¿Y ahora, en plena ciudad, no?

Suspiró con frustración mientras recorría el lugar con la mirada. ¿Dónde estaba Zoey? Esperó varios minutos cerca de la entrada del local, pero ella nunca apareció. Desconcertada, se acercó a los dos tipos que había visto al principio. El más alto fue el primero en notar su presencia. Volvía a mirarla como si fuera un espécimen extraño, aunque en ese momento, eso era lo que menos le importaba.

—Disculpa, ¿viste a mi amiga?

—¿Tu amiga?

—Sí, la chica que se encontraba conmigo. Con la que entré —insistió.

—Ni idea.

—¿Seguro? ¿No me estaba esperando fuera?

El otro le dijo algo al oído, y este la miró mucho más fijamente.

—Estuvo aquí.

—¿Se fue? ¿La viste irse? —preguntó preocupada.

Sin prestarle mucha más atención siguió con su trabajo. ¿Aquí las personas no tenían educación? ¿Tan difícil era contestar unas cuantas preguntas? Su teléfono vibró con otro mensaje. Si no tenía cobertura, ¿cómo podía recibir mensajes?

—Bella, estoy en la puerta trasera. Ahí era imposible hablar con tu mamá por el ruido.

¿Puerta trasera? Caminó sin tener muy claro dónde se encontraba, simplemente rodeó todo el lugar intentando ver a Zoey. Cuando llegó al que parecía el sitio, tampoco había nadie, solo una calle completamente desierta. Un escalofrío la recorrió de sopetón haciéndola estremecerse. Ese lugar la asustaba, no quería estar ahí.

—¿Zoey? —preguntó alzando un poco la voz. Su tono era tembloroso.

Volvió a revisar el mensaje en su teléfono, aferrándose a esa pequeña luz como si fuera un ancla en medio de la oscuridad. La pantalla parpadeaba débilmente, apenas iluminando su rostro. El silencio de la noche era tan denso que podía oír su propia respiración.

Entonces, algo más rompió la quietud.

Unos faros se encendieron a lo lejos, cortando la oscuridad como cuchillas. Una furgoneta negra avanzaba hacia ella a paso firme, sin titubeos, como si supiera exactamente a quién buscaba. Se hizo a un lado con rapidez, subiendo a la acera mientras el móvil seguía sin señal.

El vehículo frenó con violencia frente a ella, levantando una ráfaga de polvo y grava.

Antes de que pudiera retroceder, las puertas se abrieron al unísono. Dos hombres bajaron con movimientos precisos, como entrenados para intimidar. Eran altos, corpulentos, vestidos completamente de negro. Sus rostros eran duros, inexpresivos, con una frialdad que helaba la sangre. Ni una palabra, ni un gesto innecesario. Solo sus miradas, fijas en ella, como si fuera una presa.

Uno tenía la mandíbula apretada, y una cicatriz que cruzaba su ceja izquierda. Ninguno necesitaba hablar para dejar claro que no estaban ahí para escoltarla gentilmente.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó aterrada.

Sus piernas se negaban a moverse. El miedo las había convertido en columnas de piedra. Un zumbido sordo le invadía los oídos, como si el mundo entero se alejara de golpe. Pero no podía quedarse ahí. No podía.

Con un chispazo de instinto, giró sobre sus talones y echó a correr sin mirar atrás. O al menos lo intentó. Una mano brutal le atrapó el brazo con una fuerza que no parecía humana. El tirón fue tan brusco que sintió cómo su hombro crujía. Soltó un alarido, más de rabia que de dolor, y con un movimiento desesperado levantó la rodilla y lo golpeó en la ingle.

El hombre gruñó como una bestia herida, retrocediendo con una maldición entre dientes.

Ella aprovechó el instante y forcejeó, pero apenas había dado dos pasos cuando el segundo la interceptó. Le sujetó ambos brazos por detrás, aprisionándola contra su pecho como un grillete humano. Luchó con todo lo que tenía: se debatió, se arqueó, intentó pisarle los pies, arañarle las manos… Pero él la inmovilizaba con una facilidad escalofriante.

De reojo vio al primero reincorporarse, la rabia marcada en su rostro como un tajo. Con una calma siniestra, sacó algo del bolsillo interior de su chaqueta. Un frasco pequeño. Vertió su contenido en un pañuelo blanco que sacó con la otra mano, empapándolo hasta que comenzó a gotear.

Ella lo vio acercarse y gritó. No palabras, solo un chillido agudo y desesperado que desgarró la noche. Nadie respondió. Ninguna ventana se iluminó. Ninguna puerta se abrió.

—¡NO! —bramó, rompiéndose la garganta, pero el grito se ahogó en un sollozo.

Intentó lanzar la cabeza hacia atrás, golpear al que la sujetaba, pero él simplemente la inmovilizó, enroscando un brazo alrededor de su cuello. El otro ya estaba encima. Le tomó el rostro con una violencia mecánica, como si no la viera como una persona.

Ella giró la cara una y otra vez, esquivando el pañuelo que bajaba como una sombra lenta.

—¡Basta, suéltenme! ¡Por favor, no! —lloró, ahogada entre jadeos.

Pero entonces él hizo lo impensable: le tiró del cabello con brutalidad, obligándola a alzar el rostro. Con su otra mano, le presionó el pañuelo contra la nariz y la boca.

El olor la golpeó de inmediato. Químico. Dulzón. Siniestro. Como algo sacado de un laboratorio.

Pataleó. Arañó el aire. Movió la cabeza, tratando de apartarse, pero la presión no cedía. El primer segundo fue resistencia. El segundo, debilidad. Para el tercero, sus extremidades ya no le respondían. Sentía las piernas como si se hubieran disuelto en arena.

Todo se volvió borroso. Luces. Sombras. Siluetas moviéndose como en un sueño roto.

El pulso le retumbaba en la sien, cada latido más lejano que el anterior. Su cuerpo se rindió antes que su mente. Lo último que vio fue el rostro del hombre frente a ella: impasible. Frío. Profesional. Como si simplemente estuviera haciendo su trabajo.

Sus ojos se cerraron, y el mundo cayó con ellos.

...****************...

La oscuridad era lo único que le quedaba, un manto denso que le envolvía la mente y el cuerpo, apagando sus sentidos a medias. Bella apretó los ojos, pesados y pegajosos, sintiendo un dolor punzante que se clavaba en un costado de su cabeza. La humedad la empapaba, y el frío se filtraba por la ropa pegada a su piel temblorosa. Con esfuerzo, entrecerró la mirada y reconoció el suelo bajo ella: la tierra húmeda y las hojas secas del jardín de su casa.

Un eco quebrado, una voz interna que se negaba a callar, le susurró con cruel claridad: Te han secuestrado, Bella. Dos hombres te metieron a una furgoneta sin que pudieras evitarlo.

Apoyó el antebrazo en el suelo áspero para incorporarse, soltando un gemido lastimero con cada movimiento. Sentía como si sus huesos estuvieran hechos de cristal, frágiles y astillados. Cada respiración era un intento de domar el ardor que le quemaba en el pecho. ¿Qué le habían hecho? ¿Cómo había terminado ahí? No había memoria clara, solo fragmentos rotos que la confundían y aterraban.

Las preguntas se amontonaban, un torbellino insoportable: ¿Quién me hizo esto? ¿Por qué a mí? ¿Se habrán equivocado de persona? ¿Por qué estoy en casa?

Con un impulso desesperado, se incorporó arrastrando los pies pesadamente hacia la puerta de la cocina, que estaba abierta, algo inusual. Su madre siempre la cerraba con llave por la noche. El aire helado la atravesaba, calando hasta los huesos.

—¡Mamá! —llamó con voz quebrada, sintiendo las lágrimas aflorar, ardientes y amargas—. ¡Papá! —su grito rompió el silencio, lleno de miedo y esperanza al mismo tiempo.

Se llevó las manos a la boca, sollozando, y sus piernas cedieron bajo ella, desplomándose contra el frío mármol del suelo.

El silencio respondió. Nadie contestó. Nadie acudió.

—¿Hay alguien? —susurró casi sin voz, el eco de su voz la hizo estremecer—. ¡Necesito ayuda! Por favor… —golpeó la cabeza contra el suelo, sintiendo un vértigo amenazante—. Que alguien me escuche... Que alguien me ayude…

Una pesadez infinita comenzó a envolverla, como un torbellino invisible que la arrastraba hacia la nada, una fuerza que quería silenciarla para siempre.

Bella...

Una voz familiar, cálida y urgente, la mantuvo suspendida entre el sueño y la vigilia.

—¿Mamá, eres tú? —preguntó, apenas un susurro roto, aferrándose a ese hilo de esperanza.

—Bella, hija. Despierta. No te duermas.

—Mamá… No puedo.

—Tienes que hacerlo. Levántate. Ahora.

Bella abrió los ojos de golpe, la adrenalina bombeando furiosa en sus venas, como un tambor inquieto que no la dejaba en paz. Con la visión aún nublada y el pulso acelerado, se incorporó a tientas, aferrándose a lo primero que encontró: unas sábanas suaves que se deslizaron entre sus dedos temblorosos. Estaba en una cama, pero nada más le resultaba familiar.

Parpadeó varias veces, intentando aclarar la niebla que oscurecía su mirada. Cerró los ojos un instante, girando lentamente la cabeza, buscando conectar con sus otros sentidos, sin rumbo fijo, solo con la necesidad urgente de espantar el mareo que le hacía tambalear el equilibrio y la somnolencia que amenazaba con arrastrarla de nuevo.

El silencio era absoluto, pesado como un muro invisible que comprimía el aire a su alrededor. Su respiración, entrecortada y errática, resonaba en esa quietud desconocida, casi demasiado intensa para no quebrar la calma. Cada músculo se tensó, alerta ante cualquier señal, mientras su mente luchaba por descifrar el lugar en el que había caído. ¿Dónde estaba? Nada en esa habitación le era familiar; todo parecía extraño, extraño y ajeno.

—Ya estás despierta —dijo una voz femenina. Un matiz de entusiasmo vibró en su voz.

Bella giró la cabeza a la derecha, viendo una forma uniforme y borrosa. Parpadeó varias veces, su vista se aclaraba, dejando ver a una mujer joven, mayor que ella, pero no sobrepasaba los treinta, con un rostro atractivo y natural. Su cabello castaño caía liso hasta los hombros, y sus ojos marrones eran cálidos y atentos. Unas pecas suaves adornaban sus mejillas, dándole un aire dulce.

La veía expectante desde el umbral de una puerta.

—¿Q-quién eres? —tartamudeó asustada, apretando más las sábanas en sus manos.

—Arianna —dijo con una sonrisa genuina, con una amabilidad que la sorprendió—. Mi nombre es Arianna. Tú eres Bella, ¿verdad?

Se tensó, tragando saliva.

—¿Cómo... lo sabes?

—Aquí todos saben quién eres, cielo.

Su respuesta solo la intranquilizó aún más.

Se incorporó lentamente, recargando la espalda contra el amplio cabecero tapizado en cuero color crema de la cama, que cubría gran parte de la pared. La cama en la que yacía no solo era enorme; sino que también tenía algo hipnótico en su comodidad, el colchón era denso pero envolvente. Entre sus dedos, las sábanas se sentían frescas, con una suavidad casi sedosa y un aroma leve a jazmín recién abierto.

Alzó la mirada y dejó que sus ojos recorrieran el lugar con mayor atención. La habitación era espaciosa, diseñada con una precisión casi clínica, pero sin perder calidez. Las paredes eran de un blanco níveo con un sutil matiz dorado que solo se revelaba con el roce de la luz matinal. En el aire flotaba una fragancia floral suave y costosa, que la llevó a notar el jarrón de cristal tallado sobre la elegante mesilla flotante a su lado. Las flores —frescas, variadas y dispuestas con un gusto impecable— acompañaban un vaso de jugo de naranja sobre una bandeja de mármol blanco.

El suelo era de madera clara, pulida con tanto esmero que reflejaba el brillo natural que se colaba por las cortinas abiertas. A unos metros, un ventanal enorme —compuesto por dos paneles corredizos de vidrio grueso— permitía ver el perfil de lo que parecía ser un interminable jardín. A un costado del ventanal, un par de gruesas cortinas de terciopelo gris estaban recogidas con sujetadores dorados.

Dos puertas blancas, perfectamente integradas en el diseño de la pared, se levantaban a ambos lados de la estancia, con manillas metálicas de acabado mate. Aunque iguales a simple vista, ocultaban destinos distintos.

Frente a la cama, un área de descanso con dos sillones de diseño minimalista y tapicería de lino claro se encontraba ordenada alrededor de una mesita de café con tapa de mármol y patas delgadas de acero. Todo brillaba por su limpieza, por su perfección, como si la habitación misma hubiera sido pensada no para vivir en ella, sino para impresionar.

Cerró los ojos un instante, permitiendo que la luz templada del sol acariciara su rostro, casi como un susurro reconfortante. Luego, los abrió nuevamente y bajó la mirada a su ropa: una blusa blanca de tirantes y unos vaqueros, limpios, perfectamente doblados sobre su cuerpo como si alguien se hubiera encargado con esmero de vestirla.

Y entonces miró, con recelo, a la mujer frente a ella. A pesar de todo ese confort, su pecho aún temblaba con el desconcierto.

—No te asustes. Fui yo quien cambió tu ropa. La tuya estaba manchada. Espero no te moleste.

—¿Por qué me han traído aquí? Yo no hice nada malo, lo juro —dijo suplicante.

—Lo sé, cariño. Tú eres buena.

—Arianna, ¿verdad? —preguntó, soltando las sábanas, levantándose con lentitud. Su cuerpo dolía.

—Sí, así me llamó —respondió con la misma sonrisa cálida.

—¿Por qué me han traído aquí? Dos tipos me obligaron a subir a... —Se sujetó al pie de la cama. Agitó la cabeza con la esperanza de deshacer ese mareo.

—¿Te sientes bien? —la mujer se acercó a ella con rapidez, posando la mano en su hombro—. Ven, siéntate. Son los efectos secundarios de esa cosa fea que te hicieron oler. —Bella la miró con desconfianza, ella pareció notarlo—. Lo sé, porque pasé por lo mismo.

Entreabrió los labios en sorpresa.

—¿A ti también te tienen secuestrada aquí?

Rio, llevando con suavidad la mano a su rostro.

—Eres muy inocente, cielo —acarició cálidamente su mejilla, viéndola con estima—. Y tan hermosa. Ahora lo entiendo.

—¿Qué cosa?

—El motivo por el que estás aquí, ahora.

—¿Por qué? ¿Por qué me trajeron aquí? Quiero irme. Ayúdame, te lo suplico.

La mujer parecía insatisfecha por un segundo.

—¿No te gustó cómo decoré la recámara?

—No es eso.

—Es porque te trajeron aquí a la fuerza. Estás confundida, asustada y mareada —estiró sus labios pintados sutilmente de rosa, los cuales hacían contraste con sus ojos marrones.

La mujer era muy bonita. Y así de cerca se veía mucho más joven, no parecía llevarle ni seis años.

—¿Tú eres la dueña de... este lugar?

—No, pero vivo aquí.

—¿Quién me trajo? Esos hombres. ¿Alguien los envió?

Asintió. Acunó su rostro, llevando un mechón de cabello tras su oreja. Suspiró, tranquilizándose. Su mamá la acariciaba así, hasta quedar dormida.

Se sentía protegida.

—Eres muy lista.

—¿Acerté?

—Sí —la vio fijamente—. William Stone.

Oírla la obligó a fruncir el ceño.

—Yo... no lo conozco —dijo confusa—. ¿Por qué mandaría a esos hombres para traerme aquí? ¿Él sí me conoce?

—Conoce todo de ti, Bella.

—¿C-cómo? Yo nunca antes oí ese nombre. ¿Es un psicópata o algo parecido? ¿Me estuvo siguiendo? ¿Por eso me mandó secuestrar? —preguntó alterada.

Arianna rio, esta vez con ganas. Eso solo la confundió mucho más.

—Cielo, tienes una imaginación increíble.

—¿No es así?

—Tampoco puedo decir que no sea así —dijo risueña.

—¿Entonces sí es uno de esos maniáticos, esos que salen en las películas?

—Más bien... es difícil.

—¿Difícil? ¿Por qué?

—Porque no es una persona común.

Bella tragó saliva.

—Quiero irme, Arianna. Ayúdame, por favor —suplicó, sintiendo la humedad en sus ojos—. Dime que sí lo harás. Te lo ruego. Mis papás estarán preocupados.

—No puedo hacer eso —dijo con pesar.

—¿Por qué no? —Hizo un mohín con los labios, reprimiendo el llanto.

—Sé que ahora será difícil, cariño. Ahora no me entenderás. Y querrás irte con tus papás, tu familia. Pero lo más seguro para ti es estar aquí.

—¿Cómo puedes decir eso? ¡Me han secuestrado! —se levantó, alejándose de ella—. Quiero irme. —Corrió hacia la puerta, la cual estaba cerrada—. Abre la puerta, Arianna. ¡He dicho que abras! —exclamó.

—Bella, escúchame. Estás teniendo un ataque de pánico. Yo no te haré daño. Solo quiero tu bien.

Cruzó toda la habitación corriendo hasta el ventanal, abriendo una de las puertas. Se detuvo en seco en el umbral, completamente sorprendida, observando las impresionantes vistas. Parecían estar alejados de la ciudad, muy apartados. Todo estaba rodeado de verde, abajo una enorme y espectacular piscina, alrededor un jardín de una longitud considerable.

Estaba muy alto, era el segundo o tercer piso. Saltar desde ahí era una acción suicida.

Inhaló aire, perdiendo cualquier esperanza posible. Giró sobre sus talones, doblemente alterada.

—Bella.

La interrumpió, armándose de valor.

—Quiero hablar con él.

—¿Con William?

—Sí, con él. ¿Fue él quien me mandó traer, no? Quiero que dé la cara. ¿O solo sabe enviar a gente para secuestrar mujeres?

Arianna sonrió.

—Presiento que me divertiré mucho a partir de ahora —se levantó de la cama, en la cual se había sentado mientras ella corría de un lado a otro—. No te preocupes. Yo le transmito el mensaje.

Bella asintió con ansiedad.

—Por favor, pídele que venga rápido. Él se dará cuenta de que se equivocó de persona. Así me dejará ir —suspiró, convenciéndose de sus palabras.

—Ven, siéntate. Y espera aquí —la tomó de las manos, haciéndola sentar—. Túmbate un poco, ¿vale? Sigues mareada.

Le soltó las manos, caminando hacia la puerta.

—Arianna.

—¿Sí?

—Lo siento... por gritarte. Esta situación me asusta mucho.

Sonrió ampliamente.

—Lo sé, cielo. No pienses en ello.

La vio sacar una llave y abrir la puerta con un giro preciso. Escuchó el clic de la cerradura, y luego, el sonido firme de la puerta cerrándose de nuevo.

Bella se abrazó a sí misma con fuerza, como si sus propios brazos pudieran protegerla de una realidad que aún no lograba comprender. Se recostó lentamente sobre las sábanas suaves, que de pronto le parecieron ajenas, frías, como si pertenecieran a otra vida. Llevó una mano temblorosa a su boca, intentando contener el sollozo que ya se abría paso por su garganta. No lo logró. El llanto brotó de ella en un susurro ahogado, tembloroso, que sacudió sus hombros mientras cerraba los ojos con desesperación.

Quería despertar. Con todas sus fuerzas deseaba que aquello no fuera más que un sueño retorcido, uno de esos que dejan un nudo en el pecho pero desaparecen con la luz del día. Quería levantarse de su cama —de su verdadera cama—, caminar descalza hasta la cocina, calentarse un vaso de chocolate y volver a acurrucarse entre sus cobijas hasta que el miedo se disipara.

Pero no estaba en su casa. No era su cama. Nada tenía sentido.

El silencio a su alrededor era demasiado pulcro, demasiado ajeno. Todo parecía perfecto, pero esa perfección era justo lo que la llenaba de miedo. ¿Dónde estaba? ¿Quién la había llevado allí? ¿Por qué? Las preguntas se amontonaban en su mente como golpes, sin darle espacio a respirar. Apretó los ojos más fuerte, esperando —suplicando— que al abrirlos todo se desvaneciera.

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