Capítulo 2

... ALIADAS EN LA TORMENTA...

El amanecer en Miami no era cálido ni acogedor. Era húmedo, ruidoso, y se sentía como un golpe de realidad en la cara. Emma se despertó encogida en un callejón, con la chaqueta mojada, la espalda adolorida por dormir en el suelo y el sonido de los autos pasando a metros de su cabeza.

A su lado, April roncaba suavemente, con una pierna estirada sobre una caja de cartón y un sombrero de vaquero viejo tapándole la cara.

—Despierta, vaquera —susurró Emma, dándole un leve codazo.

April se removió, hizo una mueca y levantó el sombrero apenas lo suficiente para mirarla.

—¿Ya amaneció? Rayos. Soñaba que comía waffles... —se incorporó, se estiró como un gato perezoso y miró alrededor—. Sí, sigue siendo una pesadilla.

Ambas soltaron una risa baja, aunque sus cuerpos gritaban de cansancio. Llevaban cuarenta noches durmiendo en la calle. No tenían papeles, ni un centavo, ni un lugar seguro. Pero estaban vivas, Y juntas, Eso era algo.

Emma no sabía bien por qué había confiado tan rápido en April. Tal vez fue su descaro, o la forma en que, sin conocerla, la había llevado hasta un refugio improvisado en la azotea de un edificio abandonado.

Tal vez era su forma de hablar, como si nada la intimidara, aunque tenía el mismo miedo oculto en los ojos que ella.

—¿Entonces qué haremos hoy, jefa? —preguntó April, poniéndose de pie y sacudiéndose el pantalón—. ¿Volvemos a buscar trabajo entre la basura o intentamos robarle la cartera a algún ricachón con cara de idiota?

Emma arqueó una ceja.

—¿Siempre tan optimista?

—Siempre práctica. Dijo April alzando sus hombros.

Decidieron volver a un supermercado pequeño donde, el día anterior, habían intentado convencer al dueño de que les diera algo de trabajo a cambio de comida. No habían tenido suerte, pero no era momento de rendirse.

Caminaron por las calles como fantasmas sin nombre. Miami era un paraíso brillante para los turistas, pero también un infierno para los invisibles.

Cada esquina parecía ocultar una amenaza: policías que hacían preguntas incómodas, mafiosos callejeros con ojos hambrientos, y gente demasiado ocupada para notar a dos chicas hambrientas que cargaban con el peso del mundo en los hombros.

Cuando llegaron al supermercado, el dueño —un hombre bajito y calvo con acento cubano— las miró con recelo.

—¿Ustedes otra vez?

—Solo queremos limpiar, ordenar las estanterías, lo que sea —dijo Emma, con voz firme.

—Por comida. Ni un dólar —agregó April, levantando las manos en señal de paz.

El hombre bufó, cruzó los brazos… y tras un largo silencio, suspiró.

—El baño necesita una limpieza que ni el diablo quiso hacer. Si lo dejan como nuevo, les doy una bolsa de pan y algo de fruta. ¿Trato?

—Trato —dijeron las dos al unísono.

Horas más tarde, empapadas en cloro, desinfectante y sudor, se sentaron en el callejón trasero del local, compartiendo la bolsa con una voracidad que hacía temblar.

Emma devoró un plátano en tres bocados, mientras April masticaba un panecillo con cara de éxtasis.

—Nunca pensé que comer panecillo y frutas fuera lo mejor de mi semana —dijo April, relamiéndose los dedos—. ¿Y tú de dónde vienes, Emma? Porque esa cara no es de calle — decidió por fin preguntar, ya que desde que se conocieron ninguna comentaba nada de su pasado.

Emma se quedó en silencio un momento, mirando una nube gris que flotaba sobre la ciudad.

—Europa. Mi tío quería venderme a una red mafiosa. Así que me escapé.

April parpadeó. No se río. No hizo preguntas estúpidas. Solo asintió, como si entendiera más de lo que decía.

—Yo soy de Kansas. Mi madre murió cuando era niña, y mi padre se fue con una camarera y nunca volvió. Me vine a Miami buscando trabajo. Me estafaron. Perdí todo. Ya sabes… lo típico.

—Vaya combo tenemos —murmuró Emma.

—Pero aún respiramos. Eso vale más que el oro.

La conexión entre ellas era algo que ninguna buscaba, pero ambas necesitaban. Y en una ciudad que parecía tragarse a los débiles, habían encontrado la fuerza de no estar solas.

Esa noche, regresaron a la azotea. Habían improvisado un pequeño refugio con lonas, cartones y un viejo colchón que April había conseguido de un contenedor. Desde allí, podían ver los rascacielos brillar en la distancia, como gigantes ajenos a sus miserias.

Emma se acurrucó con una manta fina, mientras April contaba historias sobre los clientes locos que atendía cuando era mesera. Su risa era contagiosa. Tan natural que, por un segundo, Emma casi olvidó el miedo.

—Mañana iremos a la zona del puerto —dijo April, mientras se acomodaba—. A veces los cargueros dejan mercancía sin supervisión. Tal vez podamos encontrar algo que vender.

—O podríamos conseguir trabajo real. Algo que no huela a delito.

—En tu mundo de princesa fugitiva, tal vez. En el mío, la supervivencia no pregunta por la legalidad.

Emma sonrió. Le gustaba esa chica. Le gustaba su sarcasmo, su humor ácido, su coraje.

—Eres un desastre —dijo.

—Y tú una fugitiva elegante. Hacemos buen equipo.

...****************...

Al día siguiente, el sol picaba como fuego en la piel. Caminaban por la zona industrial cuando Emma notó algo extraño. Un auto negro con vidrios polarizados había dado la vuelta por la misma calle dos veces.

—Nos están siguiendo —susurró, sin girar la cabeza.

—¿Estás segura?

—Sí. Mantente cerca.

April no hizo preguntas. Solo se ajustó la gorra y caminó más rápido.

Doblaron una esquina, luego otra, hasta que encontraron una escalera metálica que daba a una terraza. Subieron sin mirar atrás, agachándose entre las sombras.

Desde allí, vieron el auto detenerse. Dos hombres bajaron, miraron alrededor… y se fueron.

—Dios —suspiró Emma—. No fue coincidencia.

—¿Tú crees que es por tu tío?

—Lo es, estoy muy segura, tiene muchas influencias.

April la miró, sería por primera vez.

—Tenemos que movernos. Cambiar de zona. No podemos quedarnos en el mismo lugar cada noche.

—Y necesitamos ayuda. Pero no podemos confiar en nadie.

—Todavía.

Esa noche, volvieron al barrio donde habían dormido la primera vez, pero no a la azotea. Buscaron un lugar más discreto: una lavandería abandonada con una entrada trasera rota. No era cómoda, pero tenía techo y una puerta.

Emma se recostó en el suelo, con los ojos abiertos, escuchando los sonidos de la ciudad.

—¿Y si nunca dejamos de correr? —preguntó en voz baja.

April no respondió de inmediato. Luego, con un tono tranquilo, dijo:

—Entonces correremos juntas. Hasta que encontremos algo que valga la pena quedarse.

Emma sonrió, y por primera vez desde que puso un pie en América, sintió que tal vez… había alguna esperanza de llevar una vida tranquila.

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Comments

mariela

mariela

Que incertidumbre, miedo e instinto de supervivencia tiene Emma y April es hora de moverse e ir buscando un sitio más seguro para que no la atrapen.

2025-04-29

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