El silencio en casa era distinto desde que ella no estaba. No era el tipo de silencio cómodo, de los que abrazan. Era frío. Cortante. El tipo de silencio que grita.
Me detuve frente al espejo del pasillo. Mis ojos.
Mi madre decía que eran como los suyos. Verdes, con esa manchita dorada en el centro. Le encantaba mirarme cuando la luz del sol los iluminaba. A veces pienso que a él le dolía mirarme por eso mismo. Porque yo le recordaba que ella ya no estaba.
Acaricié el pétalo seco de la rosa que colgaba en la esquina del marco. Era una de las que logré salvar del jardín antes de que lo dejaran marchitar. “Las rosas necesitan amor constante”, me decía mi madre, con las manos llenas de tierra y perfume. “Si las descuidas un solo día… se marchitan.”
Como ella.
El día que murió no fue culpa mía. Al menos eso intento repetirme cuando los recuerdos me ahogan. Pero fui yo quien insistió. Fue en
Mi cumpleaños.
Tenía nueve años, y solo quería una cosa: que mamá y yo fuéramos solas a recoger el pastel. Lo pedí con una sonrisa, con esa insistencia infantil que no acepta un "no" por respuesta.
—Quiero que sea solo entre nosotras, mami —le dije, enroscando mis brazos alrededor de su cuello, creyendo que el amor bastaba para protegernos del mundo.
Y mamá, con su voz suave, con esa calidez que envolvía cada gesto, me dijo que sí.
Si tan solo hubiera dicho que no…
Recuerdo la lluvia golpeando el parabrisas como si el cielo intentara advertirnos. El chirrido de los neumáticos. El destello de los faros. El impacto.
Luego, el silencio.
El olor a gasolina. La sangre. Y el frío.
—Mamá… —susurré en medio del caos, estirando mi manita hacia su rostro inmóvil.
Ese fue el último día que la vi respirar.
El último día que sentí los dedos de mamá acariciándome el cabello.
El último día que mi mundo tuvo sentido.
Papá… cambió.
No me abrazó cuando volví del hospital. No lloró conmigo.
Solo me miró una vez, con los ojos enrojecidos, la voz hueca, quebrada por algo más que dolor.
—Fue tu culpa —me dijo.
Y aunque nunca lo repitió, esas tres palabras quedaron grabadas en mí como fuego.
Desde entonces, dejó de ser mi papá. Se convirtió en una sombra, en una figura lejana que apenas cruzaba miradas conmigo. Que me toleraba, pero no me quería. Que me alimentaba, pero no me perdonaba.
Yo maté a mamá.
Y aunque era una niña…
Nunca me permití olvidar eso.
...----------------...
Años después...
—Anastasia, ven aquí. Tu padre está esperando para cenar.
El tono de Elena era cortante, impersonal. Como siempre.
Inspiré hondo antes de soltar la rosa que sostenía entre los dedos. El viento nocturno mecía los pétalos con suavidad, pero el aire helado de la mansión Volkova me envolvió en cuanto crucé el umbral.
El comedor estaba impecable, perfecto. La porcelana fina y los cubiertos de plata brillaban bajo la luz del candelabro. Pero la escena era tan fría como quienes la ocupaban.
—Tu padre no tolera retrasos —dijo Elena con su habitual rigidez.
—Lo siento, no volverá a pasar —murmuré, tomando asiento.
—¿Otra vez en el jardín? —intervino Sonya, con una sonrisa en la que se ocultaba veneno—. Deberías ocupar tu tiempo en algo más útil. No todos podemos ser tan… distraídos.
Ignoré el comentario. No tenía sentido responder.
Mi padre se mantuvo en silencio, como siempre. No me miró. No me dirigió una sola palabra. Desde la muerte de mi madre, yo había dejado de existir para él.
La cena transcurrió entre charlas insustanciales sobre negocios y eventos sociales. Sonya se esforzaba por brillar en cada palabra. Yo solo fingía escuchar.
Cuando terminó, me retiré a mi habitación.
Ahí, entre mis paredes, podía respirar.
Abrí el cajón de la mesita y saqué el cuaderno de bocetos. Lo abrí en una página ya conocida: los ojos de mi madre. Los dibujo una y otra vez, como si con eso pudiera conservarlos vivos. A veces creo que si dejo de hacerlo, olvidaré su rostro.
El timbre sonó en la distancia.
Me detuve, el lápiz suspendido en el aire.
No esperábamos visitas.
Me levanté y caminé hacia la escalera, asomándome con cautela. Olga, la ama de llaves, se dirigía a la puerta con su andar firme.
Cuando la abrió, la figura de un hombre apareció bajo la tenue luz del exterior. Alto. De postura rígida. Inexpresivo.
Algo en él hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.
—¿Señor Ivanov? —dijo Olga con respeto—. El señor Volkova lo espera en su oficina.
Mi respiración se volvió pesada.
Ivanov.
Ese apellido.
Lo había oído susurrado en los pasillos, envuelto en conversaciones tensas que se detenían en cuanto alguien se acercaba. Sabía que los Ivanov eran poderosos. Influyentes. Peligrosos.
Mi corazón martillaba con fuerza cuando me deslicé escaleras abajo y me oculté tras una de las columnas cercanas a la oficina de mi padre. No podía verlos, pero cada palabra que cruzaban resonaba en el aire.
El aire en la oficina de mi padre era denso, cargado de algo que me erizaba la piel. Desde mi escondite tras la columna, podía ver cómo él se inclinaba levemente sobre el escritorio, con las manos entrelazadas y los nudillos blancos. Nunca lo había visto así.
Frente a él, señor Ivanov se veía completamente diferente. Relajado. Como si el tiempo le perteneciera. Su presencia no era ruidosa ni agresiva, pero llenaba la habitación de una forma que hacía que incluso el aire pareciera más pesado.
—Agradezco que haya venido —dijo mi padre, con voz seca.
—Vamos a ahorrarnos la cortesía —respondió Nikolái Ivanov con una frialdad que heló el aire—. Sé que necesitas dinero. Y sé que tu empresa no tiene cómo pagarme si te presto lo que pides.
Mi padre. Pidiendo dinero.
Nunca lo había visto en una posición vulnerable. Pero ahí estaba, con los hombros tensos y los dedos tamborileando sobre la madera.
Mi estómago se encogió. Algo no estaba bien.
—Puedo ofrecer algo más que dinero —dijo papá.
Contuve la respiración.
—Te escucho —respondió Ivanov, girando su vaso sin siquiera mirarlo.
El silencio se volvió denso, como si la habitación entera contuviera la respiración junto conmigo.
Entonces, papá lo dijo.
—Mi hija.
El mundo se detuvo. ¿Había escuchado bien?
—¿Tu hija?
—Anastasia. Es inteligente, educada y conoce el valor de la lealtad. Puede ser una pieza valiosa para tu organización… o para lo que consideres necesario.
Sentí las palabras chocar contra mi pecho como un golpe seco. Mis rodillas temblaron. ¿Mi padre… me estaba ofreciendo? ¿Como moneda de cambio?
El silencio de Ivanov no fue de sorpresa, ni de disgusto. Fue analítico. Como quien examina un producto. Como quien considera una compra.
—¿Tu hija sabe que la estás poniendo sobre la mesa como garantía de un préstamo?
Papá no respondió. Bajó la mirada.
—Hará lo que tenga que hacer —susurró, pero su voz no tenía fuerza.
Mis manos estaban heladas. Me llevé una al rostro, cubriéndome la boca para contener un jadeo que amenazaba con salir.
—Mis condiciones no son negociables —dijo Ivanov—. Si tomo lo que ofreces, entonces ella me pertenece. Y si en algún momento decides retractarte… bueno, sabes cómo manejo los negocios.
"Me pertenece."
Esas palabras se clavaron como cuchillas.
—Entiendo —murmuró mi padre.
—No, no entiendes —respondió Nikolái, con una media sonrisa, casi divertida—. Estás tan necesitado que eres capaz de entregar a tu propia hija con tal de no ver caer tu imperio.
Nikolái vació su vaso, se puso de pie y sin mirar atrás diciendo una última palabra.
—Entonces, tenemos un trato.
Mi padre lo miró.
—Espero que no te arrepientas, Volkova. Porque, a partir de ahora, tu hija me pertenece.
Me apreté contra la columna, con los ojos ardientes y la garganta cerrada.
Mi propio padre… acababa de venderme.
Volví a mi habitación a paso rápido, conteniendo el temblor en las piernas. Cerré la puerta con suavidad, como si el simple sonido pudiera delatarme, y me quedé de pie en medio del cuarto, sin saber qué hacer. Sentía un nudo en la garganta, ese que se forma cuando uno intenta ser fuerte… pero ya no puede más.
Me dejé caer en la cama, mirando al techo como si ahí estuvieran las respuestas. Las lágrimas empezaron a caer, silenciosas, inevitables. ¿Cómo podía mi propio padre hacerme esto? ¿Cómo se suponía que siguiera amándolo siquiera un segundo más? Quería creer que había escuchado mal, que todo era una pesadilla absurda, de esas en las que uno despierta empapado en sudor... pero aliviado de que no es real. Pero no. Esta vez, la pesadilla tenía nombres, rostros y consecuencias reales.
No dormí esa noche. El amanecer me encontró con los ojos hinchados y el cuerpo entumecido. Apenas escuché cuando Olga tocó la puerta.
—Tu padre quiere verte en su oficina —dijo, sin mirarme. Su voz era baja. Quizá era lástima. O quizá solo eran mis ganas de que alguien, aunque fuera ella, me entendiera.
Caminé hacia la oficina sintiendo que cargaba el peso del mundo. Al cruzar la puerta, el olor a cigarro y whisky me golpeó. Papá estaba en su sillón, girando un vaso con gesto ausente. No me miró al entrar.
Junto a la puerta, un hombre de negro me observaba. No hizo ni un gesto. Pero su presencia se sentía.
—¿Querías verme? —Mi voz salió más débil de lo que quería.
Él tardó en hablar. Como si necesitara armar las palabras, o tal vez solo buscaba una forma de no parecer el cobarde que era.
—Anastasia… escuchaste lo que no debías —dijo sin levantar la vista.
Asentí, aunque me moría por gritar.
—Entonces ya no hay mucho que explicar. Es hora de que cumplas con tu parte.
—¿Mi parte? —repetí. Apenas podía creerlo.
—He cerrado un trato con los Ivanov. Vas a trabajar para ellos. Eso salda la deuda.
No lo miré. No podía. Solo escuché el hielo chocar en su vaso cuando dio otro trago.
—Papá, por favor… —logré decir—. Podemos encontrar otra forma. Hablemos. Yo…
Toqué su mano. Él se apartó como si le quemara.
—Ya está hecho —dijo seco. Señaló al hombre de negro—. Él te llevará. Olga ya preparó tus cosas.
No le supliqué. Aunque por dentro me estuviera rompiendo en mil pedazos.
Salí sin mirar atrás. En la sala, Elena tomaba té con una sonrisa falsa. Disfrutaba todo esto.
—¿A dónde vas, querida? —preguntó con esa dulzura que solo usan las serpientes.
—Me voy… a trabajar —dije. No pude evitar que la voz se me quebrara.
—Trabajar —repitió con burla—. Pobrecita… espero que estés lista.
Ignoré sus palabras. Vi a Sonya en la escalera, su rostro lleno de preguntas. Pero no podía explicarle nada.
El frío de Moscú me golpeó al salir. Pero no era nada comparado con el que tenía por dentro.
El auto se detuvo frente a una mansión enorme. Las rejas se abrieron. No hubo palabras. Solo la certeza de que acababa de cruzar un umbral sin retorno.
El hombre abrió la puerta.
—Baja —ordenó.
Lo hice en silencio. Ya no me quedaban lágrimas. Solo vacío.
Una mujer elegante me esperaba en la entrada. Su mirada era como el mármol que pisábamos.
—Anastasia Volkova —dijo como si escupiera el nombre—. Sígueme.
Caminamos por pasillos llenos de lujo, pero sin alma. Nada en esa casa tenía calor. Solo poder. Frío y absoluto.
Nos detuvimos frente a una puerta doble. Tocó una vez y entró.
—La hija de Volkova está aquí —anunció.
Dentro, un hombre alto, de espaldas a la ventana.
—Vete —dijo él. Su voz era baja, grave, definitiva.
La mujer se fue sin más.
—Acércate —ordenó sin girarse.
Mis piernas se movieron solas. Me detuve a unos pasos. El silencio era espeso.
Él se volvió. Y me quedé sin aire.
Nikolái Ivanov. Era joven. Increíblemente joven. Pero sus ojos… esos ojos azules eran más viejos que él. Duros. Fríos.
—Así que tú eres Anastasia —dijo, mirándome como quien evalúa algo que ha comprado sin saber si lo quiere.
Tragué saliva. Intenté sostenerle la mirada. Fracasé.
—¿Sabes por qué estás aquí?
—Sí…
—Habla fuerte.
—Sí. Lo sé.
Caminó a mi alrededor como si no fuera más que una transacción.
—Aquí hay reglas, Anastasia. No doy segundas oportunidades. Si estás aquí, es porque tu padre lo quiso así. Y yo… no rechazo regalos, sobre todo cuando vienen con tanta desesperación detrás.
Sus palabras eran suaves, pero cargadas de veneno.
—Vaya padre el tuyo —añadió con una sonrisa irónica—. Tan desesperado, tan arrinconado… que estuvo dispuesto a ofrecerte como garantía. Qué detalle, ¿no?
Me ardieron los ojos, pero no dije nada. Él no quería respuestas. Quería dejar claro que yo ya no decidía nada.
—Aquí, mi palabra es ley. Punto. Lo entenderás rápido —concluyó, dándose la vuelta.
—Puedes retirarte.
Giré y caminé hasta la puerta. Cuando toqué el picaporte, su voz volvió a sonar.
—Ah… y recuerda algo —dijo con una calma que daba más miedo que una amenaza—. Aquí, hasta el aire que respiras… me pertenece.
No respondí.
Porque no había nada que decir.
Caminé por los pasillos de la mansión escoltada por la misma mujer de antes, cuyo nombre todavía no sabía. Las paredes eran de un blanco casi inhumano, y todo brillaba con una limpieza que no parecía natural. Los cuadros, las esculturas, los muebles… todo hablaba de poder, de control, de un lujo sin alma. Y el silencio. Ese silencio absoluto que me hacía sentir que, si gritaba, la casa me tragaría sin dejar rastro.
—Esta será tu habitación —dijo al detenerse frente a una puerta de madera oscura.
La abrió. Era amplia, mucho más de lo que esperaba. Tenía una cama grande, muebles de madera tallada, un ventanal con cortinas pesadas y hasta una chimenea. Pero no había fotos, ni flores, ni nada que me dijera que esa habitación podía ser un hogar.
—Tienes ropa en el armario. Solo lo necesario. No salgas sin permiso. No hables con el personal. No hagas preguntas.
Iba a decir algo, pero ella ya se había marchado. Cerró la puerta tras de sí sin un solo ruido.
El silencio volvió a envolverme.
Caminé por la habitación con una mezcla de rabia y resignación. Abrí el armario. Todo era negro, gris, blanco. Elegante, sí, pero impersonal. Como si hasta la ropa me recordara que ya no me pertenecía.
Me senté en la cama. Pasaron minutos, o tal vez horas. No lo sé. El reloj de la pared marcaba las siete cuando alguien golpeó dos veces. La puerta se abrió sin esperar respuesta.
Era él.
Nikolái.
Entró sin prisa, como si ya supiera lo que iba a encontrar. Cerró la puerta tras de sí, y esa acción —tan simple— me hizo contener el aire. Estábamos solos.
Él no dijo nada. Caminó hacia el ventanal, echó un vistazo afuera y luego se giró hacia mí. Su mirada era una tormenta contenida. No estaba enojado. Peor aún: estaba completamente en calma.
—¿Estás cómoda? —preguntó, con esa voz suya que parecía cincelada en mármol.
Asentí con la cabeza, apenas. No era una pregunta real. Lo sabíamos los dos.
—Me alegra. No me gusta la gente que se queja.
Se acercó con pasos lentos. Cada uno sonaba como una sentencia. Se detuvo frente a mí. Estaba demasiado cerca. Pude sentir su perfume: madera, tabaco, algo más… peligro.
—Tu padre me dijo que eras obediente.
Levanté la vista, apretando la mandíbula. Esa palabra me dio náuseas. Tragué saliva y, en lugar de responder con miedo, dejé que saliera lo que realmente pensaba.
—Tal vez ese hombre ya no sea mi padre. Porque ningún padre entrega a su hija como si fuera un maldito recibo de pago.
La frase le dio de lleno. No se inmutó, pero vi cómo se tensó apenas la línea de su mandíbula. Por dentro, lo supe, no le gustaba que hablara así. Pero yo tampoco estaba dispuesta a tragármelo todo.
Una sonrisa leve apareció en sus labios. Fría. De advertencia.
—Cuidado, princesa. Aquí no estás para juzgar. Solo para adaptarte.
Mi respiración se aceleró, pero mantuve la mirada fija en la suya. No iba a darle el gusto de ver a una niña rota. No a él.
—¿Y qué se supone que tengo que adaptarme? —pregunté con voz firme, aunque por dentro todo me temblara.
Se agachó frente a mí, sus ojos a la altura de los míos. No me tocó, ni siquiera me rozó, pero su sola presencia bastaba para que sintiera que estaba completamente atrapada.
—A sobrevivir —dijo con suavidad—. A jugar con las reglas de este mundo… sin romperte en el intento.
—¿Y si ya estoy rota? —dije, sin pensarlo demasiado. No como una confesión. Más bien como una declaración seca.
Sus ojos se endurecieron. Se incorporó lentamente, como si hubiera terminado de evaluarme.
—Te llamarán para cenar. No llegues tarde.
Y se fue. Así, sin más. Como si no acabara de hurgar en una herida que todavía sangraba.
Apenas la puerta se cerró, me quedé de pie, sin saber qué hacer con el silencio que ahora me envolvía. Pero no duró mucho.
Volvió a abrirse, y era ella otra vez. La mujer del vestido oscuro, de rostro inexpresivo y pasos medidos. Esta vez traía una carpeta en la mano, pero no parecía tener intención de darme nada.
—Ahora —dijo, sin mirarme del todo—, es momento de explicarte las reglas de esta casa.
Su tono era firme, profesional. No había amenaza directa, pero sí un peso implícito que me hizo erguirme de forma automática.
—Son estrictas —continuó—. Y créeme, por tu bien… deben cumplirse al pie de la letra.
Asentí en silencio. No tenía muchas opciones.
—Primera regla: debes estar disponible en cualquier momento. Día o noche. Si el señor Ivanov solicita tu presencia, no hay excusas. Ni retrasos. Aquí no se espera a nadie.
No pude evitar tragar saliva. Mi corazón latía más fuerte. No pregunté qué pasaba si no llegaba a tiempo. Sabía que no quería averiguarlo.
—Segunda regla —siguió, mientras cruzaba la habitación y acomodaba una silla junto al ventanal, como si estuviera habituada a repetir esto—: no hables a menos que se te hable. No hagas preguntas. No opines. Aquí, la discreción no es solo una virtud, es una norma.
La forma en que lo dijo… como si no fuera algo personal. Como si no importara quién fueras, las reglas eran iguales para todos.
—Tercera: no puedes salir de la propiedad sin autorización directa del señor Ivanov. No importa si es por salud, por compras, o por aire. Mientras estés aquí, perteneces a este lugar. —Se detuvo un segundo, luego añadió—. Y a él.
Me tensé. La palabra “perteneces” me dio náuseas. Pero mantuve la cara neutral.
—Cuarta regla —dijo mientras revisaba su carpeta por inercia—: se espera perfección. No se toleran errores. Si se te asigna una tarea, la cumples con exactitud. Un fallo… —alzando un poco la vista, me miró por primera vez de forma directa— …es visto como una falta de respeto. Y aquí, el respeto es sagrado.
Me dolía el estómago. Sentía cómo se me cerraba la garganta.
—Y por último… —dijo más bajo—: no hagas amigos. No busques consuelo en los demás. No confíes. Este no es un lugar para vínculos personales. Estás aquí para cumplir un rol, no para construir una vida.
Permanecí en silencio. Quería decir algo, cualquier cosa. Pero no pude. Y tal vez era mejor así.
Ella me miró por un segundo más, luego se dirigió hacia la puerta.
—La cena es a las ocho. No llegues tarde.
Salió. Esta vez, sí escuché el clic de la cerradura desde afuera.
Me senté en la cama. La habitación era hermosa, grande… pero de pronto sentí que el aire era más denso, como si las paredes se hubieran acercado un poco más.
Eran barrotes invisibles.
Y acababan de cerrarme la jaula.
No sé cuánto tiempo estuve allí parada, en esa habitación que olía a madera y menta. Solo sé que, en algún momento, alguien tocó a la puerta. Un golpe seco. Ni apresurado ni amable.
-Señorita Volkova -dijo la misma mujer de antes, sin emoción-. El señor Nikolái espera su presencia en el comedor. La cena está servida.
Me lavé la cara antes de salir. No porque quisiera verme bien, sino porque detestaba que él, que ellos, vieran la hinchazón en mis ojos. Si ya me habían roto por dentro, no iba a regalarles también lo que quedaba por fuera.
El pasillo era igual de frío que todo lo demás. Mármol, madera oscura, cuadros antiguos y silencio. Un silencio que pesaba. Cada paso mío resonaba en todo el lugar.
La puerta del comedor estaba entreabierta. Empujé con suavidad. El primer rostro que vi fue el de Nikolái, sentado en la cabecera, No levantó la mirada. Estaba ocupado revisando algo en su teléfono.
Me senté sin preguntar.
Un par de minutos después, la puerta del comedor se abrió. No lo miré de inmediato. Solo noté un cambio en el ambiente, como una especie de presencia que exigía atención... aunque no dijera ni una palabra.
Entonces lo vi.
Él no era como Nikolái. Para empezar, vestía de forma más relajada. Una camisa blanca remangada, pantalón oscuro, sin chaqueta. Pero lo que más me llamó la atención fue su rostro. Dios era Hermoso, sí, pero... inquietante. de cabello casi blanco. No rubio. Blanco. Como nieve en penumbra. Su piel pálida y sus ojos-cuando alzó la mirada por un instante-eran de un gris tan claro que casi parecían plateados. Pero lo más perturbador era que no parecía sorprendido de verme. Como si ya supiera exactamente quién era yo.
Me miró. Solo un segundo. Nada más. Pero fue suficiente para que algo en mí se tensara.
-Llegas tarde -dijo Nikolái, sin levantar mucho la voz.
-Tú dijiste a las ocho. Son las ocho en punto -respondió el otro con una media sonrisa, sentándose con calma.
La silla era demasiado firme, la luz demasiado blanca, y el mantel... bueno, digamos que el mantel probablemente costaba más que todo mi armario.
-Ella será la nueva encargada de los registros médicos y el inventario farmacéutico -dijo Nikolái, como si hablar de mí fuera igual que mencionar el clima.
-¿Registros médicos? -pregunté antes de pensarlo.
-Aquí no solo se maneja dinero -respondió él, partiendo el pan con esa calma que me sacaba de quicio-. También tenemos instalaciones. Clínicas privadas. Laboratorios. Farmacias. Y tú... ayudarás a mantener todo eso funcionando. Tus estudios sirven de algo, después de todo.
Ahí estaba. Mi castigo disfrazado de utilidad.
-¿Y si no quiero? -pregunté, mirando mi plato vacío.
Silencio.
-Entonces tendrás que enfrentar las consecuencias-dijo finalmente, sin una pizca de humor.
Una carcajada baja salió del otro extremo de la mesa. El hombre de cabello blanco se había reclinado, observándome con una expresión que no supe leer.
-No seas tan drástico, hermano -dijo con voz grave, profunda pero suave-. La chica apenas llegó. Déjala digerir el infierno en pequeñas dosis.
¿Hermano?
Parpadeé.
¿Ese era Dmitri?
-Anastasia, el es Dmitri. Mi hermano menor -dijo Nikolái, como quien presenta un objeto de decoración exótica-. Él supervisará parte de tu trabajo. No me hagas quedar mal.
Dmitri me sostuvo la mirada un segundo. No era una mirada intimidante... pero tampoco indulgente. Había algo en él que parecía siempre estar a punto de esfumarse.
-Un gusto, señorita volkova-dijo, sin sonreír.
-Claro... encantada -respondí, aunque no lo estuviera.
El resto de la cena transcurrió en silencio. Pero no era un silencio incómodo. Era ese tipo de silencio donde se dicen más cosas que con palabras. Donde sabes que te están analizando. Pesando. Midieron cada gesto, cada respuesta. Y yo lo sentía. En los hombros, en la nuca, en el pecho.
Cuando todo terminó, me levanté sin esperar permiso.
-Mañana a las seis empieza tu primer día -dijo Nikolái antes de que saliera-. Espero que seas puntual.
No respondí. Solo asentí y caminé hacia la salida. Y mientras me alejaba, sentí la mirada de Dmitri en mi espalda. No era lasciva ni dura. Solo... intensa.
<>
Cuando dijeron que trabajaría con registros médicos, pensé que me darían un escritorio, una computadora y un jefe que me explicaría qué debía hacer.
Lo que no esperaba era que el edificio al que me llevaran pareciera un hospital privado de esos carísimos. De los que tienen vidrios polarizados, paredes impecables, y recepcionistas que te sonríen con los ojos muertos.
El cartel afuera decía: Centro Médico Volchya. Un nombre elegante para lo que parecía ser una clínica especializada en tratamientos de élite.
Entré sola. Nikolái me había dejado en la entrada con una sola frase:
-Hoy conocerás tu lugar. Sé puntual.
Después, el coche se fue como si me hubiera dejado en la escuela.
Cuando cruce las puertas de cristal, lo primero que me golpeó fue el olor. A limpio. Un desinfectante caro. Ese tipo de fragancia artificial que uno solo encuentra en clínicas privadas, donde una consulta cuesta más que el sueldo mensual de mucha gente. Por fuera parecía un hospital cualquiera. Moderno. Impersonal. Pero al entrar, me di cuenta de que no estaba en un lugar común.
Me guiaba una mujer de bata blanca, sujeta a una tablet, con paso firme y mirada que no dudaba. Me sorprendió que todos los que cruzábamos —doctores, asistentes, enfermeras— no eran matones disfrazados de personal médico, sino profesionales reales. Gente entrenada. Con diplomas y experiencia. Había un orden silencioso que imponía el respeto. Y eso lo hacía todavía más inquietante.
—Este es el ala de archivo clínico y farmacológico —explicó la mujer sin mirarme del todo—. Aquí es donde trabajarás. No necesitas saber todo. Solo lo que te corresponde. Te llegó por recomendación directa. ¿Sabes lo que eso significa, no?
Asentí, aunque no estaba segura de qué esperaba que entendiera. "Recomendación directa" en este contexto significaba que venía de parte de alguien con poder. Y todos aquí sabían a qué familia pertenecía ese poder.
El pasillo desembocaba en una sala climatizada, con estanterías llenas de carpetas codificadas, cajas selladas y refrigeradores especiales. Todo estaba clasificado y perfectamente ordenado. Demasiado ordenado.
—Tu función será revisar los registros de ingresos y distribución de medicamentos de uso restringido. Antibióticos, sedantes, anestésicos. Lo que salga o entre, pasa primero por ti. También tendrás acceso a los historiales de ciertos pacientes. —Se detuvo y por primera vez me miró directamente—. Algunos no tienen nombres. Solo códigos.
Tragué saliva. No era ingenua. Sabía qué significaba eso.
—¿Qué hago si hay algo que no cuadra?
La mujer sonrió apenas, sin humor.
—No habrá nada que no cuadre. Y si lo hubiera... no es asunto tuyo.
Asentí otra vez, aunque mi estómago se revolvía con una mezcla de adrenalina, miedo y una pizca —muy molesta— de curiosidad.
Ella me dejó sola en la oficina. A mi alrededor, solo hay archivos, carpetas y pantallas encendidas. Tomé asiento frente al computador central. La pantalla solicitaba una clave de acceso. Introduje la que me habían dado. Al entrar, lo supe: estaba oficialmente dentro.
El sistema estaba diseñado como cualquier otro que hubiera visto en hospitales reales. No había nada sospechoso a simple vista. Pero cuanto más exploraba, más notaba los detalles. Pacientes que aparecían y desaparecían sin explicación. Medicamentos marcados como "donación" que eran desviados en lotes cerrados. Nombres con más poder del que deberían tener en un archivo clínico.
Los Ivanov tenía su propio sistema de salud. Legal. Y al mismo tiempo, oscuro hasta la médula.
Y yo acababa de convertirme en una de las células que lo hacían funcionar.
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