La clase de ética avanzaba como siempre: el profesor Ortega hablando con esa voz monótona de quien cree que ya lo sabe todo, repitiendo conceptos que nadie escuchaba. León estaba al fondo, girando la pulsera en su muñeca. Un gesto mecánico. Como si necesitara tocarla para recordar que tenía derecho a estar ahí.
Ortega se detuvo. Lo miró. Frunció el ceño.
—¿Eso es lo que creo que es, León? —dijo, con una sonrisa de mierda en la cara.
León alzó la vista. Lento. Calmo por fuera. Por dentro, el estómago se le encogió.
—¿La pulsera? Sí —respondió. Nada más. Nada menos.
Ortega cruzó los brazos. Se inclinó un poco. Como si con eso fuera a ganar altura moral.
—Interesante. ¿Sabes lo que simboliza o solo la usas para llamar la atención?
León no parpadeó.
—Sé exactamente lo que significa. Es la bandera del orgullo gay.
Silencio. Algunos compañeros miraron al piso. Otros, a él. Nadie dijo nada. Nadie nunca decía nada.
Ortega dio un paso al frente. Como si el salón entero tuviera que ver lo que iba a pasar.
—Qué bueno que lo sepas —dijo, con una risita seca—. Porque no todo el mundo quiere a los putos.
León apretó los dientes. Las manos, sobre el pupitre, se cerraron en puños. Notó cómo los nudillos se le ponían blancos. Sentía el corazón golpeándole las costillas. Pero no bajó la mirada.
—Mi papá me enseñó que el odio existe —dijo, con voz baja pero clara—. Y que no hay que normalizarlo.
Ortega lo miró como si fuera un problema que no sabía cómo resolver.
—Tu papá… —empezó, pero León ya se estaba levantando.
Se puso de pie. Lentamente. Sin prisa. Caminó hacia el frente. Cada paso resonaba en el silencio. Sentía las miradas clavadas en la espalda. Pero no le importó.
—Mi papá es bisexual —dijo, sin mirar a Ortega, sino al salón entero—. Estuvo con un hombre. Alex. Duró años. No fue fácil. Mi mamá sufrió. Mi familia lo rechazó. Y yo… yo era un niño tratando de entender por qué el amor de mi papá era un crimen.
Nadie se movió.
—Alex me enseñó a pintar. Me regalaba pinceles cada cumpleaños. Nunca intentó ser mi padre. Solo fue… alguien que me quería. Y que mi papá amaba.
Hizo una pausa. Tragó. Notó el nudo en la garganta, pero no lo dejó subir.
—Pero no funcionó. Porque el mundo no perdona a los que se atreven a ser distintos. Ni siquiera a medias. Mi papá cargaba culpa. Alex, miedo. Y yo… yo cargaba el silencio.
Ortega abrió la boca.
—León, esto no es—
—¿No es qué? —lo cortó—. ¿No es el lugar? ¿No es el momento? ¿O es que no te gusta que alguien te diga que tus comentarios de mierda tienen consecuencias?
El profesor retrocedió un paso. Literalmente.
—No vine a ofender —balbuceó.
—No. Viniste a minimizar. A burlarte. A hacer que el odio suene como una opinión.
León respiró hondo. No gritó. No tembló. Pero su voz temblaba por dentro.
—Esta pulsera no es moda. Es un recordatorio. De que no voy a callarme. De que no voy a permitir que gente como usted hable de “valores” mientras desprecia a quienes no encajan.
Nadie aplaudió. Nadie dijo nada. Pero algunos dejaron de mirar el piso.
León volvió a su asiento. Las piernas le temblaban. Clara le rozó la mano. Un contacto leve. Fue suficiente.
Después de clase, un par de compañeros lo rodearon. Preguntas torpes. Curiosidad mal disfrazada de interés.
—¿Cómo es tener un papá así? —preguntó uno.
León se apoyó contra el escritorio. Cansado. Pero no iba a huir.
—Es jodido —dijo—. Porque no es solo él. Es el sistema. Mis abuelas me daban camiones de juguete y evitaban las muñecas, como si la bisexualidad fuera contagiosa. Alex no iba a mis actos escolares. “No es adecuado”, decían. Como si su amor fuera una mancha.
Clara lo miró. No dijo nada. Solo apretó su mano.
—Yo no soy gay. Pero igual me juzgaron. Por asociación. Por sangre. Por existir cerca de algo que no entendían.
Se quedó en silencio. No quería seguir. Pero ya no podía parar.
—A veces… —bajó la voz—… me hubiera gustado tener una familia normal. Una donde no tuviera que explicar por qué mi papá no tiene esposa. Donde no tuviera que defender lo que no elegí. Donde no me sintiera responsable de la vergüenza ajena.
Entró a su casa. Arrojó la mochila. Se dejó caer en la cama. Y loró. Sin ruido. Con los dientes apretados. Como si el llanto fuera una traición.
Fuera, era fuerte. Aquí, era un nudo de sensibilidad que no sabía cómo deshacer. Tenía poemas. Canciones. Dibujos llenos de colores que nunca mostraba. Ni siquiera a Clara. Porque temía que, si veía todo, se diera cuenta de que él no era solo quien fingía ser.
Y en la oscuridad, mientras las lágrimas le corrían por las sienes, pensó:
*¿Cuánto tiempo más puedo sostener esto sin romperme?*
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