Raíces Cruzadas (LGBT)

Raíces Cruzadas (LGBT)

Una cena incómoda

La noche era fría, y el viento cortaba como cuchillas mientras León y Clara bajaban del taxi frente a la casa de los padres de ella. La vivienda, pequeña, estaba impecablemente cuidada. La fachada, pintada de un crema desvaído por el tiempo, lucía macetas repletas de geranios que Florencia cambiaba con devoción según la estación. Una luz cálida se filtraba por las ventanas, ofreciendo un contraste reconfortante con el frío del exterior.

Clara pulsó el timbre. La puerta se abrió casi al instante. Florencia apareció con una sonrisa amplia, un vestido sencillo pero impecablemente planchado, y el cabello recogido en un moño que pretendía ser elegante.

—¡Bienvenidos, pasen, pasen! —exclamó, tomando a Clara por los hombros y echando una mirada rápida a León—. ¡Qué frío hace! Muchacho, esa campera de cuero te queda bien, pero debe de estar helada. Déjame colgártela.

León se la entregó con una sonrisa, agradecido por el recibimiento. Al cruzar el umbral, lo envolvió un aroma denso y familiar: algo se cocinaba en el horno, un perfume de especias y carne asada que despertaba el hambre al instante. La casa era un reflejo fiel del esfuerzo silencioso de Florencia: muebles antiguos pero relucientes, cortinas bordadas a mano, fotos familiares dispuestas con cuidado en las paredes. El piso de madera brillaba como un espejo, y no había un solo objeto fuera de lugar.

—Tu madre es increíblemente organizada —susurró León a Clara mientras avanzaban hacia el comedor. Ella sonrió, nerviosa, pero no respondió.

En el comedor, Sergio ya estaba sentado a la cabecera de la mesa, hojeando un diario amarillento. Solo alzó la vista lo suficiente para observar a León, asintiendo con un gesto casi mecánico. Rodrigo, el hermano mayor de Clara, permanecía hundido en su silla, el celular pegado a los dedos, indiferente a la llegada de los invitados. Jazmín, la hermana menor, revoloteaba alrededor de la mesa ajustando los últimos detalles, el cabello recogido en dos coletas que le daban un aire juvenil.

—Siéntense, por favor —dijo Florencia, acomodando platos y doblándoles servilletas con un entusiasmo que delataba su deseo de impresionar.

La conversación comenzó con tono amable. Florencia se dirigió a León con una calidez que rozaba lo maternal:

—Clara me ha contado que te interesa la arquitectura. ¡Qué carrera tan bonita! ¿Por qué decidiste estudiarla?

—Desde niño me gustaba dibujar, y siempre tuve curiosidad por cómo se construyen las cosas —respondió León con tranquilidad—. Además, mi papá maneja bien los números y siempre me animó. Y Alex me regalaba pinceles y materiales para practicar.

Un silencio breve, pero denso, se instaló en la habitación. Florencia parpadeó, desconcertada.

—¿Alex? —preguntó, inclinando la cabeza—. No es un nombre común para una mujer.

Bajo la mesa, León sintió el leve apretón de la mano de Clara: una advertencia silenciosa.

—Sí —respondió con cuidado—, fue pareja de mi papá.

Florencia parpadeó de nuevo\, como si intentara recomponer mentalmente lo que acababa de escuchar. *¿Por qué nunca me mencionó ese nombre?*\, se preguntó a sí misma. Pero antes de que pudiera reaccionar\, Sergio intervino con voz seca:

—¿Ves, mujer? Te dije que las milanesas se iban a quemar si te distraías tanto. Y el jugo está tibio, como siempre.

El aire se tensó al instante. Florencia bajó la mirada, avergonzada. Jazmín se encogió de hombros; Rodrigo ni siquiera levantó los ojos del teléfono. León, en cambio, clavó en Sergio una mirada fija, intensa, como si pudiera atravesarlo con los ojos.

—No pasa nada, señora Florencia —dijo entonces, rompiendo el silencio—. Dígame dónde está el jugo y yo mismo lo sirvo. Tengo manos, no necesito que alguien lo haga por mí.

El comentario, pronunciado con calma pero claramente dirigido a Sergio, dejó a todos en silencio. Clara lo miró con una mezcla de orgullo y temor. Jazmín esbozó una sonrisa apenas perceptible. Florencia, agradecida, asintió y señaló la cocina.

León se levantó, sirvió el jugo y regresó a la mesa con una expresión serena, sin provocación ni sumisión. Sergio lo observó con curiosidad, tal vez sorprendido por el gesto.

—Un muchacho con iniciativa. Eso es bueno —dijo al fin, mientras se servía otro vaso de vino—. Pero te voy a decir algo: no te apures en casarte. Los jóvenes de hoy se precipitan y luego terminan arrepentidos.

León lo miró directamente.

—No se preocupe, señor. Mis padres se casaron muy jóvenes, y las cosas no funcionaron. Lo bueno es que aprendieron a llevarse bien, a darme lo mejor de ambos. Creo que lo importante no es el matrimonio, sino saber cuándo algo funciona… y cuándo no.

Sergio guardó silencio un instante, sorprendido por la madurez del muchacho.

—Eso está bien, supongo —respondió, aunque sin abandonar su tono autoritario—. Pero una familia necesita un hombre que se quede y mantenga todo unido. Eso es trabajo de hombres.

León no respondió. Pero en su mirada había un desacuerdo claro, silencioso, inamovible.

Más tarde, mientras Clara mostraba algunas fotos familiares, Florencia pasó una imagen de su hija adolescente tomada en un día de verano. Clara aparecía de la mano con una amiga que León no conocía. Ella se tensó al instante, pero León solo sonrió, percibiendo la incomodidad de su novia.

—Esa era una amiga muy especial, mamá —dijo Clara, pasando rápidamente a la siguiente foto.

León le apretó la mano bajo la mesa. Sintió en ella una tensión sutil, una herida apenas visible. No supo qué era, pero lo sintió.

La cena transcurrió con una dinámica tensa, apenas disimulada. Tras el gesto de León con el jugo, el ambiente se había calmado, pero aún flotaba en el aire algo que nadie parecía dispuesto a nombrar. Florencia, sin embargo, se aferró con entusiasmo a los estudios de León y a la vida de su hija, como si hablar de logros pudiera llenar los vacíos. Sergio, en cambio, se reclinaba en su silla, estirándose de vez en cuando con un gesto cansino, como si el peso de lo cotidiano lo agotara más que cualquier otra cosa.

A medida que avanzaba la velada, la familia retomaba su rutina de conversaciones superficiales, pero León no dejaba de notar los detalles que decían más que las palabras.

En un momento, Florencia afirmó con orgullo que su hija nunca había necesitado a nadie para salir adelante, como si quisiera subrayar el contraste con otros jóvenes que, según ella, dependían de “sus padres y su entorno” para llegar a ser alguien.

—Clara siempre ha sido una mujer independiente —dijo, casi sin pensar, mientras servía una ensalada de hojas verdes—. Nunca necesitó que nadie le dijera lo que tenía que hacer.

León alzó una ceja. Había una desconexión evidente entre lo que su suegra afirmaba y lo que él veía. Observó a Clara: desviaba la mirada, jugueteaba con la servilleta. Esa idea de independencia parecía residir más en la cabeza de Florencia que en la realidad de su hija.

Era claro que Florencia no veía —o no quería ver— las complejidades de la vida de Clara. León, en cambio, las percibía con nitidez.

En ese instante, Sergio alzó la voz, con un tono burlón:

—¿De verdad vas a quedarte ahí sentado toda la noche, Rodrigo? ¿Esperas que mamá te sirva todo?

Rodrigo ni siquiera levantó la vista del teléfono. No respondió, pero su actitud era elocuente: acostumbrado a que todo le fuera servido sin esfuerzo, sin cuestionarlo. Florencia, como si nada ocurriera, le llenó el vaso de vino con una sonrisa complaciente.

León observó la escena y pensó que las dinámicas familiares de Clara no eran tan distintas a las de su propio hogar. Solo que allí, sus padres siempre habían sido más abiertos, más dispuestos a negociar la autonomía de cada uno.

—¿Cómo haces para balancear todo, Clara? —preguntó entonces, buscando una forma sutil de profundizar, sin ser brusco.

Ella lo miró de reojo, incómoda, y respondió con una sonrisa nerviosa:

—La verdad es que no es fácil… A veces siento que mi madre tiene una idea muy distinta de lo que soy. Cree que todo lo que hago debe encajar en una idea perfecta de lo que debería ser una “buena hija”.

León giró ligeramente hacia Florencia, que parecía ajena al matiz de la conversación.

—Yo no creo que todo tenga que ser perfecto —dijo con una sonrisa serena—. Al final, la perfección es una idea que solo te hace sentir más vacío.

Aquellas palabras cayeron como una chispa. Sergio frunció el ceño. No porque le parecieran incorrectas, sino porque no encajaban en su visión del mundo. Florencia, en cambio, le sonrió como si hubiera dicho algo profundamente sabio, sin captar del todo el significado.

—El mundo está mal —interrumpió Sergio con voz grave—. Ahora nos quieren convencer de que ser putos está bien, que hay que destruir la familia. Todo es confusión.

León lo miró fijamente. Su respuesta fue precisa, medida, pero con un filo apenas perceptible:

—Sí, pero a veces esos “putos” son hermanos, hijos, primos. Y siguen siendo familia. Mi papá me enseñó a pensar por mí mismo, a no seguir reglas solo porque los demás las imponen. No sé si eso se llama rebelión… o simplemente honestidad.

Clara se tensó aún más. León había sido demasiado directo. Florencia, como siempre, parecía flotar fuera del alcance de las implicaciones, sonriendo a medias.

Sergio soltó una risita despectiva, tratando de minimizar la tensión.

—Bueno, ¿y tú qué piensas de todo esto, Rodrigo? —preguntó a su hijo, quien por fin levantó la cabeza, indiferente.

—No sé… cada quien hace lo que quiere —respondió, sin energía.

Florencia, ansiosa por restablecer la calma, cambió de tema con rapidez. Habló de las flores del jardín, de las cenas llenas de visitas, de los tiempos en que Rodrigo era “tan bueno” en el colegio… Un intento desesperado por devolver la conversación a terrenos familiares, a lo que ella conocía.

Pero León, que había estado observando cada gesto, cada silencio, cada microexpresión, veía lo que otros no querían ver: la brecha entre la imagen de una familia feliz y la realidad que se escondía tras ella. En su mente, crecía un reconocimiento silencioso: a veces, las máscaras de perfección no ocultan las cicatrices, solo las empujan más adentro.

Antes de levantarse de la mesa, León lanzó una mirada fugaz a Clara. Ella lo miró con una mezcla de tristeza y preocupación. Él entendía lo que pasaba por su cabeza: la lucha entre ser fiel a su familia y seguir su corazón no era fácil. Pero para León, la familia no era una idea abstracta. La suya distaba de lo tradicional, pero era real. Y eso, al final, era lo único que importaba.

—Gracias por la comida —dijo, con voz baja pero firme—. Todo estuvo muy bien.

Florencia asintió, feliz, sin entender nada. Sergio, en cambio, lo observó con aire de desconcierto, como si nunca hubiera conocido a un joven así. Nadie lo había desafiado abiertamente antes. Todos asentían, callaban, se acomodaban.

Clara tomó la mano de León mientras salían, agradecidos por haber sobrevivido a la velada.

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