La tienda (parte 2)

"Hey, Flash", me saluda Donnie mientras me acerco al mostrador. En las tres semanas que llevo trabajando aquí, mis compañeros de trabajo me han puesto el apodo de "Flash" en virtud de que me llamo Barry.Me pregunto cómo se sentirían los clientes que se quejaron de que no pude entregarles sus pizzas a tiempo.

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Cojo la pila de cinco o seis cajas que hay en el mostrador y frunzo ligeramente el ceño ante las direcciones de los billetes.

"Este no es uno de los barrios que suelo cubrir".

"Bueno, no, pero Wolverine llamó hoy, así que necesitamos que recojas sus entregas". El verdadero nombre de Wolverine es, por supuesto, Logan. En caso de que se lo esté preguntando, no, no a todos en la pizzería se les han dado apodos de superhéroes. Solo nosotros dos que en realidad compartimos un nombre de pila con superhéroes conocidos.

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Siguiendo la unidad de GPS del automóvil, me encuentro en un vecindario a unos buenos diez o doce millas fuera de mi ruta de entrega habitual.

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Este parece ser un vecindario menos próspero, poblado casi en su totalidad por casas móviles descuidadamente cuidadas plantadas en medio de parches descuidados de césped cubierto de maleza.

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El extraño parecido con el vecindario de mi pesadilla recurrente hace que pequeños escalofríos bailen arriba y abajo de mi columna vertebral como si alguien acabara de arrojar un balde de agua helada por la espalda de mi cuerpo camisa.

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No seas tonto, Barry, me reprendo. Solo entrega las pizzas.

A las ocho en punto he descargado la última de mis entregas y estoy a punto de sacar el automóvil para regresar a la pizzería cuando una estructura que no tiene derecho a estar sentada en medio de una de un barrio residencial me llama la atención.

No.

El edificio es lo que se conoce como estilo pueblo, con paredes de adobe y techo abovedado. No hay ningún cartel junto a él, ni toldo sobre la puerta de entrada. Más bien, LA TIENDA está pintada directamente encima de la puerta de cristal en letras negras altas e irregulares.

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Con mano temblorosa apago el motor y saco la llave del encendido. Mientras abro la puerta del lado del conductor y salgo del coche, mi cerebro me grita que me vuelva a sentar detrás del coche el volante y lárgate de aquí. Pero no puedo. Tengo que ver. Tengo que demostrarme a mí mismo que esto no es más que una tienda de ropa ordinaria, aunque extrañamente ubicada.

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Me obligo a tirar de la puerta de cristal para abrirla.

“Bienvenido a The Store”, me saluda la joven con ojos de gato detrás del mostrador. En mi sueo, sus dientes parecan normales a pesar de

el hecho de que había habido cinco o seis docenas de ellos apretujados en su boca, pero ahora veo que son largos y delgados, como un bocado de agujas hipodérmicas.

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Una vez más, mi cerebro me está gritando que gire y corra. Pero mi cuerpo no escucha.

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No quiero mirar hacia la luz fluorescente parpadeante directamente sobre mí, temiendo lo que pueda o no ver colgando de ella.

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Ella está ahí, durmiendo. La criatura mujer murciélago con alas de cuero.

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Abajo, al final del pasillo, el hombre sin cabeza ha abandonado su búsqueda de un sombrero para usar en el muñón de su cuello y, en cambio, está pasando ciegamente sus dedos por un espantoso chaleco de mezclilla tachonado de pedrería. Se vuelve en mi dirección y levanta una mano para ofrecerme un saludo amistoso.

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Me doy la vuelta y corro hacia la puerta principal.

Mi pasaje apresurado por debajo perturba el sueño del murciélago. Ella abre los ojos rojos perezosos y emite un murmullo de descontento, pero no abandona su posición para atacar me.

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A diferencia de mi sueño, encuentro que la puerta de entrada se abre sin protestar cuando la empujo con palmas temblorosas y empapadas de sudor.

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"Buenas noches, Barry", me llama el cajero con colmillos con una voz que me recuerda a la tapa de un ataúd que se abre sobre sus bisagras mientras la puerta se cierra lentamente a mi espalda. "Te veremos en tus sueños".

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