Tras ella se alzaba un risco en cuyas grietas, expuestas al viento del norte, la nieve perduraba todo el verano. Antes del alba conducía mi rebaño de ovejas hasta los pastos, y lo custodiaba durante todo el día. Se trataba de una vida muy dura, pues la lluvia y el frío abundaban más que los días soleados. Pero yo me enorgullecía de despreciar los elementos. Mi perro fiel se ocupaba del rebaño mientras yo me escapaba para reunirme con mis camaradas, con los que perpetraba mis fechorías. Al mediodía volvíamos a encontrarnos, y tras deshacernos de nuestros alimentos de campesinos, encendíamos una hoguera que manteníamos viva para asar en ella las piezas de ganado que robábamos en las propiedades vecinas. Después contábamos historias de huidas por los pelos, de
combates con perros, de emboscadas y fugas, mientras, como los gitanos, compartíamos la cazuela. La búsqueda de algún cordero perdido, o los medios por los que eludíamos o pretendíamos eludir los castigos, ocupaban las horas de la tarde. Al caer la noche mi rebaño regresaba a su corral y yo me dirigía a casa de mi hermana.
Eran raras las ocasiones en que ciertamente escapábamos sanos y salvos, como suele decirse. Nuestro exquisito manjar solía costarnos golpes y cárcel. En una ocasión, con trece años, me enviaron un mes a la prisión del condado. Si moralmente salí de ella tal como había entrado, mi sentimiento de odio hacia mis opresores se multiplicó por diez. Ni el pan ni el agua aplacaron mi sangre, y la soledad de mi encierro no llegó a inspirarme buenos pensamientos. Me sentía colérico, impaciente, triste. Mis únicas horas de felicidad eran las que dedicaba a urdir planes de venganza, que perfeccionaba durante mi soledad forzosa, de modo que durante toda la estación siguiente - me liberaron a principios de septiembre- no dejé nunca de obtener grandes cantidades de exquisitos alimentos para mí y para mis camaradas. Aquel fue un invierno glorioso. La fría escarcha y las intensas nevadas aturdían el ganado y mantenían a los ganaderos junto a sus hogares. Robábamos más piezas de las que podíamos comer, y hasta mi perro fiel se puso más lustroso a fuerza de devorar nuestras sobras.
De ese modo fueron transcurriendo los años. Y los años no hacían sino añadir a mi existencia un amor renovado por la libertad, así como un profundo desprecio por todo lo que no fuera tan silvestre y tan rudo como yo. A los dieciséis años mi aspecto era el de un hombre hecho y derecho. Alto y atlético, me había acostumbrado a ejercer la fuerza y a resistir los embates de los elementos. El sol había curtido mi piel y andaba con paso firme, consciente de mi poder. Ningún hombre me inspiraba temor, pero tampoco sentía amor por ninguno. En épocas posteriores, al volver la vista atrás contemplaría con asombro lo que entonces era, lo indigno que hubiera llegado a ser de haber perseverado en mi vida delictiva. Mi existencia era la de un animal y mi mente se hallaba en peligro de degenerar hasta convertirse en lo que conforma la naturaleza de los brutos. Hasta ese momento, mis hábitos salvajes no me habían causado daños irreparables, mis fuerzas físicas habían crecido y florecido bajo su influencia y mi mente, sometida a la misma disciplina, se hallaba curtida por las virtudes más duras. Con todo, la independencia de que hacía gala me instigaba a diario a cometer actos de tiranía, y mi libertad se convertía en libertinaje. Me hallaba en los límites del hombre. Las pasiones, fuertes como los árboles de un bosque, ya habían echado raíces en mí y estaban a punto de ensombrecer, con su desbordante crecimiento, la senda de mi vida.
Ansiaba dedicarme a empresas que fueran más allá de mis hazañas
infantiles y me formaba sueños enfermizos de acciones futuras. Evitaba a mis antiguos camaradas y no tardé en perder su amistad. Todos llegaron a la edad en que debían cumplir con los destinos que la vida les deparaba. Yo, un desheredado, sin nadie que me sirviera de guía o tirara de mí, me hallaba estancado. Los viejos empezaron a señalarme como mal ejemplo, los jóvenes a verme como a un ser distinto a ellos. Yo los odiaba a todos, y en la última y peor de mis degradaciones, empecé a odiarme a mí mismo. Me aferraba a mis hábitos feroces, aunque al tiempo los despreciaba a medias. Proseguía mi guerra contra la civilización y a la vez albergaba el deseo de pertenecer a ella.
Regresaba una y otra vez al recuerdo de todo lo que mi madre me había contado sobre la existencia pasada de mi padre. Contemplaba las pocas reliquias que conservaba de él, y que hablaban de un refinamiento mucho mayor del que podía hallarse en aquellas granjas de montaña. Pero nada de todo ello me servía de guía para conducirme a otra forma de vida más agradable. Mi padre se había relacionado con los nobles, pero lo único que yo sabía de aquella relación era el olvido que le había seguido. Sólo asociaba el nombre del rey -al que mi padre, agonizante, había elevado sus últimas súplicas, bárbaramente desoídas por él- a las ideas de crueldad e injusticia, así como al resentimiento que éstas me causaban. Yo había nacido para ser algo más grande de lo que era, y más grande habría de ser. Pero la grandeza, al menos para mi percepción distorsionada, no tenía por qué identificarse con la bondad, y mis ideas más descabelladas no se detenían ante consideraciones morales de ninguna clase cuando se agolpaban en mis delirios de distinción. Así, yo me hallaba en lo alto de un pináculo, sobre un mar de maldad que se extendía a mis pies, a punto de precipitarme y sumergirme en él, de abalanzarme como un torrente sobre todos los obstáculos que me impedían alcanzar el objeto de mis deseos, cuando la influencia de un desconocido vino a posarse en la corriente de mi fortuna, alterando su indómito rumbo, transformándolo en algo que, por contraste, era como el fluir apacible de un riachuelo que describiera meandros sobre un prado.
Yo vivía alejado de los tráfagos de los hombres, y el rumor de las guerras y los cambios políticos llegaba a nuestras moradas montañesas convertido en débil sonido. Inglaterra había sido escenario de importantes batallas durante mi primera infancia. En el año 2073, el último de sus reyes, el anciano amigo de mi padre, había abdicado en respuesta a la serena fuerza de las protestas expresadas por sus súbditos, y se había constituido una república. Al monarca destronado y a su familia se les aseguró la propiedad de grandes haciendas;
recibió el título de conde de Windsor, y el castillo del mismo nombre, perteneciente desde antiguo a la realeza, con sus extensas tierras, siguió formando parte del patrimonio que conservó. Murió poco después, dejando hijo e hija.
La que fue reina, princesa de la casa de Austria, llevaba mucho tiempo persuadiendo a su esposo para que se opusiera a los designios de los tiempos. Se trataba de una mujer desdeñosa y valiente, apegada al poder y que sentía un desprecio amargo por el hombre que se había dejado desposeer de su reino. Sólo por el bien de sus hijos consintió en convertirse, desprovista de su rango real, en miembro de la república inglesa. Tras enviudar, dedicó todos sus esfuerzos a la educación de su hijo Adrian, segundo conde de Windsor, para que éste llevara a la práctica sus ambiciosos fines; la leche con que lo amamantó le transmitió ya el único propósito para el que fue educado: reconquistar la corona perdida. Adrian había cumplido ya los quince años. Vivía dedicado al estudio y demostraba unos conocimientos y un talento que excedían los propios de sus años. Se decía que ya había empezado a oponerse a las ideas de su madre y que compartía principios republicanos. Pero por más que así fuera, la altiva condesa no confiaba a nadie los secretos de su educación. Adrian se criaba en soledad, apartado de la compañía que es natural en los hombres de su edad y de su rango. Pero entonces alguna circunstancia desconocida indujo a su madre a apartarlo de su tutela directa; y hasta nuestros oídos llegó que se disponía a visitar Cumbria. Abundaban las historias en las que se daba cuenta de la conducta de la condesa de Windsor en relación con su hijo. Probablemente ninguna de ellas fuera cierta, pero con el paso de los días parecía claro que el noble vástago del último monarca inglés viviría entre nosotros.
En Ullswater se alzaba una mansión rodeada de terreno que pertenecía a su familia. Uno de sus anexos lo formaba un gran parque, diseñado con exquisito gusto y bien provisto de animales de caza. Yo había perpetrado con frecuencia en aquellos pagos mis actos de depredación; el estado de abandono del lugar facilitaba mis incursiones. Cuando se decidió que el conde de Windsor visitara Cumbria, acudieron obreros dispuestos a adecentar la casa y sus aledaños antes de su llegada. Devolvieron a los aposentos su esplendor original y, una vez reparados los desperfectos, el parque comenzó a ser objeto de cuidados anómalos.
Aquella noticia me turbó en grado sumo, despertando todos mis recuerdos durmientes, mis sentimientos de ultraje, que se hallaban en suspenso, y que, al avivarse, dieron origen a otros de venganza. No era capaz de hacerme cargo de mis ocupaciones; olvidé todos mis planes y estratagemas.
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Comments
Lucerendy 13
había dejado en pausa la lectura de ésta novela y la verdad, no entiendo porqué ya que es muy buena sinceramente. Me gusta mucho la trama.
2022-02-18
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Juana Mn
muy buena la historia y deja mucha reflexion , Me gusta ...
2021-11-26
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Marie Scaroni Denis
Me gusta tú manera de expresarte, tú forma de escribir. Tienes un Don maravilloso de hacer meter a los leyentes en la historia.
Te deseo de corazón que tengas buena repercusión y que ha muchas personas le agrade.
2021-11-24
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