La condición de sus hijos huérfanos era particularmente desolada. Su propio padre había emigrado desde otra zona del país y llevaba bastante tiempo muerto. Carecían de parientes que los llevaran de la mano; se habían convertido en seres descastados, paupérrimos y sin amigos, para quienes el sustento más parco era cuestión del favor de otros y a quienes se trataba simplemente como a hijos de campesinos, aunque más pobres que los más pobres, unos campesinos que, al morir, los habían dejado -herencia ingrata- a merced de la avara caridad de la tierra.
Yo, el mayor de los dos, tenía cinco años cuando murió mi madre. El recuerdo de las conversaciones de mis progenitores y el de las palabras que ella se esforzaba por inculcarme en la memoria en relación con los amigos de mi padre, con la pobre esperanza de que, algún día, llegara a sacar provecho de aquel conocimiento, flotaban como un sueño indefinido en mi mente. Me figuraba que yo era superior a mis protectores y compañeros, pero no sabía ni en qué modo ni por qué. La sensación de herida, asociada al nombre del rey y a la nobleza, perduraba en mí, pero de aquellos sentimientos no podía extraer conclusiones que me sirvieran de guía para mis acciones. El primer conocimiento verdadero de mí mismo fue, así, el de un huérfano indefenso entre los valles y páramos de Cumbria. Me hallaba al servicio de un granjero y, con un cayado en la mano y mi perro junto a mí, pastoreaba un rebaño de ovejas numeroso en las tierras altas de las inmediaciones. No he de cantar las excelencias de dicha vida, pues los sufrimientos que inflige superan con creces los placeres que proporciona. Existía, sí, una libertad en ella, la compañía de la naturaleza, y una soledad despreocupada. Pero esas cosas, por más románticas que fueran, se compadecían poco con el deseo de acción y el afán de ser
aceptado por los demás que son propios de la juventud. Ni el cuidado de mi rebaño ni el cambio de las estaciones bastaban para domesticar mi espíritu inquieto; mi vida al aire libre y el tiempo que pasaba desocupado fueron las tentaciones que no tardaron en llevarme al desarrollo de unos hábitos delictivos. Me asocié con otros que, como yo, también carecían de amistades y con ellos formé una banda de la que yo era cabecilla y capitán. Pastores todos, mientras los rebaños pacían diseminados por los prados, nosotros planeábamos y ejecutábamos numerosas fechorías, que nos granjeaban la ira y la sed de venganza de los paisanos. Yo era el jefe y protector de mis camaradas, y como destacaba sobre ellos, muchas de sus malas obras se me atribuían a mí. Pero si bien soportaba castigos y dolor por salir en su defensa con espíritu heroico, también exigía, a modo de recompensa, sus elogios y obediencia.
Con semejante escuela, fui adquiriendo un carácter rudo y firme. El hambre de admiración y mi poca capacidad para controlar los propios actos, que había heredado de mi padre, alimentadas por la adversidad, me hicieron atrevido y despreocupado. Era duro como los elementos, y poco instruido como las bestias a las que cuidaba. Con frecuencia me comparaba con ellas, y al hallar que mi principal superioridad se basaba en el poder, no tardé en convencerme de que era únicamente en poder en lo que yo era inferior a los mayores potentados de la tierra. Así, ignorante de la refinada filosofía y perseguido por una incómoda sensación de degradación producto de la verdadera situación social en que me hallaba, vagaba por las colinas de la civilizada Inglaterra tan indómito y salvaje como aquel fundador de Roma amamantado por una loba. Obedecía sólo a una ley, que era la del más fuerte, y mi mayor virtud era no someterme jamás.
Permítaseme, con todo, retractarme de la frase que acabo de enunciar sobre mí mismo. Mi madre, al morir, además de sus otras lecciones medio olvidadas y jamás puestas en práctica, me hizo prometerle con gran solemnidad que velaría fraternalmente por su otro retoño, y yo cumplía con ese deber lo mejor que podía, con todo el celo y el afecto del que mi naturaleza era capaz. Mi hermana era tres años menor que yo. Me ocupé de ella desde su nacimiento, y cuando nuestra diferencia de sexos, que nos llevó a recibir distintos empleos, nos separó en gran medida, ella siguió siendo objeto de mi amor y mis cuidados. Huérfanos en toda la extensión de la palabra, éramos los más pobres entre los pobres, los más despreciados entre los olvidados. Si mi osadía y arrojo me valían cierta aversión respetuosa, su juventud y su sexo, ya que no movían a la ternura, al hacerla débil eran la causa de sus incontables mortificaciones. Además, su carácter le impedía atenuar los efectos perniciosos de su baja extracción.
Se trataba de un ser singular y, como yo, había heredado mucha de la disposición peculiar de nuestro padre. Su rostro, todo expresión; sus ojos, sin
ser oscuros, resultaban impenetrables, por lo profundos. En su mirada inteligente parecían descubrirse todos los espacios, y uno sentía que el alma que la habitaba abarcaba todo un universo de pensamiento. De tez muy blanca, los cabellos dorados le caían por las sienes y la intensidad de su tono contrastaba con el mármol viviente sobre el que se posaban. Su tosco vestido de campesina, que parecería desentonar con los sentimientos refinados que su rostro expresaba, le sentaba sin embargo, y curiosamente, de lo más bien. Era como una de esas santas de Guido, con el cielo en el corazón y en la mirada, de manera que, al verla, sólo pensabas en el interior, y las ropas e incluso los rasgos se tornaban secundarios ante la inteligencia que irradiaba de su semblante.
Y, sin embargo, a pesar de todo su encanto y nobleza de sentimientos, mi pobre Perdita (pues tal era el fantasioso nombre que le había impuesto su padre moribundo) no era del todo santa en su disposición. Sus modales resultaban fríos y retraídos. De haber sido criada por quienes la hubieran contemplado con afecto, tal vez habría sido distinta, pero sin amor, abandonada, pagaba con desconfianza y silencio la bondad que no recibía. Se mostraba sumisa con aquellos que ejercían la autoridad sobre ella, pero una nube perpetua fruncía su ceño. Parecía esperar la enemistad de todo el que se le acercaba, y sus acciones se veían instigadas por el mismo sentimiento. Siempre que podía pasaba su tiempo en soledad. Llegaba a los lugares menos frecuentados, escalaba hasta peligrosas alturas, con tal de hallar en los espacios más recónditos la ausencia total de compañía de la que gustaba envolverse. Solía pasar horas enteras caminando por los senderos de los bosques. Trenzaba guirnaldas de flores y hiedras y contemplaba el temblor de las sombras y el mecerse de las hojas; a veces se sentaba junto a los arroyos y, con el pensamiento detenido, se dedicaba a arrojar pétalos o guijarros a las aguas y a ver cómo éstos se hundían y aquéllos flotaban. También fabricaba barquitos hechos de cortezas de árbol, o de hojas, con plumas por velas, y se dedicaba a observar su navegación entre los rápidos y los remansos de los riachuelos. Mientras lo hacía, su desbordante imaginación creaba mil y una combinaciones: soñaba «con terribles desgracias en el mar y en campaña», se perdía con delicia en aquellos caminos por ella inventados, para regresar a regañadientes al anodino detalle de la vida ordinaria.
La pobreza era la nube que ocultaba sus excelencias, y todo lo que era bueno en ella parecía a punto de perecer por falta del rocío benefactor del afecto. Ni siquiera gozaba de la misma ventaja que yo en el recuerdo de sus padres; se aferraba a mí, su hermano, como a su único amigo, pero esa unión le valía aún más el rechazo que le profesaban sus protectores, que magnificaban sus errores hasta convertirlos en crímenes. De haber sido educada en esa esfera de la vida a la que, por herencia, su delicada mente y su persona correspondían, habría sido objeto casi de adoración, pues sus virtudes
resultaban tan eminentes como sus defectos. Todo el genio que ennoblecía la sangre de su padre ilustraba la suya; una generosa marea corría por sus venas; el artificio, la envidia y la avaricia se hallaban en los antípodas de su naturaleza. Sus rasgos, cuando los alumbraban sentimientos benévolos, podrían haber pertenecido a una reina; sus ojos brillaban y, en aquellos momentos, su mirada desconocía todo temor.
Aunque por nuestra situación y disposiciones nos hallábamos casi del todo privados de las formas usuales de relación social, formábamos un fuerte contraste el uno respecto del otro. Yo siempre precisaba del estímulo de la compañía y el aplauso, mientras que Perdita se bastaba a sí misma. A pesar de mis malos hábitos, mi disposición era sociable, a diferencia de la suya, retraída. Mi vida transcurría entre realidades tangibles, la suya era un sueño. De mí podría decirse incluso que amaba a mis enemigos, pues al espolearme, ellos, en cierto modo, me proporcionaban felicidad. A Perdita, en cambio, casi le desagradaban sus amigos, pues interferían en sus estados de ánimo visionarios. Todos mis sentimientos, incluso los de exultación y triunfo, se tornaban en amargura si de ellos no participaban otros. Perdita huía hacia la soledad incluso estando alegre, y podía pasar un día y otro sin expresar sus emociones ni buscar sentimientos afines a los suyos en otras mentes. Y no sólo eso: era capaz de adorar el aspecto y la voz de alguna amiga y demorarse en ella con ternura, mientras su gesto expresaba la más fría de las reservas. En ella, una sensación se convertía en sentimiento, y jamás hablaba hasta que había mezclado sus percepciones de objetos externos con otros que eran creación de su mente. Era como un suelo fértil que se impregnaba de los aires y los rocíos del cielo y los devolvía a la luz transformados en frutos y flores. Pero, como el suelo, también se mostraba con frecuencia oscura y desolada, arada, sembrada una vez más con semillas invisibles.
Perdita vivía en una granja de césped bien cortado, que descendía hasta el lago de Ullswater. Un bosque de hayas trepaba colina arriba, tras la casa, y un arroyo murmurante corría manso, siguiendo la pendiente, sombreado por los álamos que flanqueaban sus orillas hasta el lago. Yo vivía con un campesino cuya casa se hallaba más arriba, entre los montes.
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Comments
Cen Chable Aly
que susto...que pasa con esas cosas
2022-05-19
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Ale Tapia Nieto
hola Angelo me puedes invitar a tu grupo de chat no se por que ya no puedo entrar porfavor 😘
2021-11-09
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adios
que emoción
escritor que nervios
2021-08-28
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