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Capitulo 10:
—¿Por qué te demoraste tanto? —
me preguntó sin siquiera saludarme, su voz más cargada de preocupación que de reproche.
—Lo siento… —
suspiré, soltando el aire que había contenido durante todo el camino—.
Solo que conduje muy despacio. No me estoy sintiendo bien. —
No quise adornar mis palabras, la verdad salió con naturalidad.
Samuel se levantó de inmediato y me abrazó con fuerza, aunque fue un abrazo breve, como si tuviera miedo de romperme.
—Lo siento, hermanita… pero si la situación sigue así, no voy a poder cumplir la promesa que te hice. Necesito cortar el problema de raíz, aunque eso implique ir a la cárcel. —
Su voz tembló apenas, pero lo suficiente para erizarme la piel—.
Soy tu hermano, y te voy a proteger cueste lo que cueste.
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.
Su determinación era un filo de doble cara:
me daba seguridad, pero también un miedo indescriptible.
—No digas eso, por favor —
le supliqué con la voz quebrada—.
Veremos qué más podemos hacer. Pero ahora no hagas nada. No soportaría que te ensuciaras las manos… no por mi culpa.
Él me apartó apenas para mirarme directo a los ojos, y en su mirada había un mar de rabia contenida.
—¿Eres tonta? ¿De verdad piensas vivir así el resto de tu vida? ¿Con miedo, con cadenas invisibles que ese desgraciado te puso?
Sus palabras me atravesaron como cuchillos.
Sentí que mi corazón se encogía de dolor, y las lágrimas comenzaron a brotar sin control.
Bajé la cabeza, incapaz de responder.
Samuel suspiró fuerte, y de inmediato bajó la guardia.
Me envolvió otra vez en un abrazo cálido, como cuando era niña y corría a esconderme detrás de él.
—Perdóname… —
murmuró contra mi cabello—.
No debería hablarte así. Es que para mí es frustrante, ¿entiendes? Quiero ayudarte, pero tus miedos y preocupaciones me frenan.
Me aferré a su pecho como si fuera mi único refugio, y lloré hasta que ya no quedaron lágrimas.
El silencio entre nosotros no era incómodo, era necesario.
Cuando por fin me calmé, nos sentamos en el sofá.
Él tomó mis manos con suavidad, como si fueran de cristal, y volvió a mirarme con esa mezcla de ternura y desesperación.
—Dime qué quieres hacer. —
No era una orden, era una súplica.
Lo miré con el alma desgarrada.
¿Qué quiero hacer?
La respuesta estaba enterrada bajo capas de miedo, dolor y una rabia que aún no sabía canalizar.
—En los mensajes él dice que solo pide verme… —
mi voz sonaba temblorosa, como si tratara de convencerme a mí misma más que a Samuel—.
Puedo hacer ese esfuerzo, quizás sea la solución.
Mi hermano me miró fijamente, y la curva irónica de su sonrisa me atravesó como un dardo.
—De verdad… estudiar y ser brillante en los libros no da la inteligencia para afrontar la vida cotidiana. —
Se inclinó hacia mí, cargado de sarcasmo—.
Eres muy ingenua. ¿De verdad crees que ese tipo va a querer nada más verte la cara? ¿Que va a decirte algo como: “Hola Valeria, aquí tienes tus fotos y videos, gracias por venir, eso es todo, chao”? —
remató con una risa amarga que me revolvió el estómago.
Me mordí los labios, avergonzada, porque en el fondo sabía que tenía razón.
Pero sus palabras me dolían porque exponían mi miedo disfrazado de esperanza.
Samuel se reincorporó y su expresión cambió de golpe, tornándose seria, dura, casi implacable.
—Ni se te ocurra verte con ese tipo. Y si lo llegas a ver, va a ser conmigo a tu lado. Te lo advierto, Valeria: no seas tonta. —
Su tono fue tajante, cada palabra marcada como una sentencia.
Asentí despacio, tratando de no temblar bajo su mirada.
—Está bien… —
dije con voz apenas audible—.
Prometo que no caeré en su juego.
—Pero, dentro de mí, la duda seguía latiendo como un tambor:
¿y si no había otra salida?
Los días pasaron con una calma engañosa.
Pablo no volvió a escribir, y ese silencio me incomodaba tanto como sus amenazas.
Hoy tendría mi primera clase de Diseño Arquitectónico, y los nervios me acompañaban desde la mañana.
Un nuevo inicio, un nuevo reto, me repetía, como si las palabras fueran un amuleto.
El recuerdo del choque en el parqueadero aún me hacía apretar la mandíbula, pero al menos aquel día lo habíamos aclarado.
Todo parecía estar bajo control…
al menos en apariencia.
Llegué tarde a la facultad porque me costó encontrar un lugar libre para estacionar.
Tras acomodar el auto, caminé rápido hacia el salón.
El pasillo estaba silencioso, casi solemne.
Empujé la puerta, y el eco de mis pasos se perdió en la sala vacía.
Me instalé en mi lugar favorito, el primer puesto.
Desde allí podía ver todo:
el pizarrón, la pantalla del proyector, incluso cada gesto del profesor.
Era como tener el dominio visual del espacio, una pequeña sensación de seguridad que tanto necesitaba.
Saqué mis apuntes y comencé a repasarlos, ajustándome las gafas mientras mis dedos recorrían las páginas.
El silencio era tranquilizador…
hasta que lo interrumpió un ruido seco de la puerta al abrirse.
No levanté la vista.
Debe de ser algún compañero entrando temprano, pensé, intentando no darle importancia.
Pero entonces escuché un golpeteo firme en mi escritorio.
Mi corazón se aceleró.
Cerré lentamente mi cuaderno, respiré profundo, me acomodé las gafas con manos temblorosas y, finalmente, levanté la mirada.