La Emperatriz Bruja.

En el Palacio de Leonor...

La princesa desayunaba tranquilamente cuando uno de sus sirvientes se acercó para anunciarle la llegada del archiduque. Al oírlo, Leonor ordenó que lo hicieran pasar.

Matt, una vez frente a ella, se inclinó respetuosamente y, sonriendo, dijo:

—Buenos días, alteza.

—Buenos días, tío. Veo que la información que te brindé te fue de ayuda...

—Así es. —Matt abrazó a su sobrina, añadiendo con afecto—: Muchas gracias.

Leonor sonrió, aliviada. Había logrado cambiar su destino, y también el de Matt. En su vida anterior, su tío había muerto tras ser emboscado por bandidos al regresar de la frontera, poco después de su cumpleaños. Su presencia ahora le daba esperanza. Quizá, si hubiera vivido entonces, muchas tragedias se habrían evitado.

—¿Cómo sabías...?

—No puedo decírtelo. Solo puedo decir que me alegra que estés vivo.

Matt, intrigado, decidió no presionarla, aunque más adelante buscaría saber la verdad. Separándose de ella lentamente, preguntó:

—Muy bien. Cuéntame, ¿qué ocurrió durante mi ausencia? ¿Por qué decidiste comprometerte con el príncipe de Zenda? Y no me digas que es porque estás enamorada. Te conozco: no eres una jovencita soñadora ni ilusa. Eres astuta y nunca diste un paso en falso. Por eso eres mi sobrina favorita.

Leonor soltó una leve risa y le indicó que se sentara a su lado.

—La emperatriz tenía otros planes para mí: quería casarme con el marqués Ford. Al enterarme, me contacté con el príncipe de Zenda y le propuse un trato.

Matt sonrió con orgullo.

—No esperaba menos de ti. Luego me encargaré del marqués.

—Ya lo hice yo misma —interrumpió Leonor, imperturbable—. Digamos que el marqués ha tomado unas... largas vacaciones.

Matt la miró, serio.

—¿Alguien te vio?

—Sí, el príncipe de Zenda. Estuvo presente. Quería que viera lo que le pasaría si llegara a traicionarme.

—Muy arriesgado involucrarlo... Pero astuto.

—¿Quién creería que la dulce princesa Leonor mató y desmembró a un alto funcionario de su corte? Además, no quedaron pruebas. Solo sería su palabra contra la mía.

Matt soltó una carcajada nerviosa.

—Me alegra haberme portado bien contigo todos estos años. A veces das miedo, sobrina.

—Solo contigo puedo ser yo misma. Eres en quien más confío. Por eso no podía permitir perderte.

Matt sonrió, emocionado.

—Tu padre me contó del pacto de sangre. ¿Qué le hiciste prometer?

—Que si me traicionaba o me hería, perdería todo lo que ha ganado y no obtendría nada.

—Genial. Aseguraste tu futuro... y el de nuestro imperio.

—Así es. No permitiré que nuestros enemigos destruyan Atenea desde dentro.

—Muy bien —dijo Matt, decidido—. Empezaré a buscar aliados para ti. Solo espero que la emperatriz no intente algo antes de tu coronación.

—Estoy segura de que ya trama algo, pero estoy preparada. Solo necesito que, cuando todo empiece, tú sigas mis órdenes.

—¿Qué va a pasar?

—No puedo decir más. Solo prométeme que confiarás en mí.

Matt asintió, aunque con cierta inquietud ante el aire misterioso de su sobrina.

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Días después...

El príncipe de Zenda había logrado reunirse con el emperador de Atenea. Tras definir los términos del compromiso, pidió que sus propios padres fueran llamados para formalizar las negociaciones.

Cuando los emperadores de Zenda recibieron la noticia, partieron de inmediato hacia el límite fronterizo. Apenas llegó, el emperador Ariel descendió de su caballo y, enfurecido, espetó:

—¿¡En qué diablos estabas pensando!?

—¿Padre, prefiere entrar en mi carpa? Puedo explicarlo antes de que le dé algo...

—¡No estoy para tus bromas, Mauricio!

—Cariño, cálmate —intervino la emperatriz Silvia—. Escuchemos primero.

Ariel gruñó, pero asintió, y los tres entraron en la tienda.

—Padre, madre —empezó Mauricio—, el emperador de Atenea ha aceptado mi lucha por el trono. Si apoyo a la princesa Leonor, ella se convertirá en heredera, y yo, en futuro emperador consorte de Atenea.

Ambos lo miraron sorprendidos. Luego, Ariel esbozó una sonrisa orgullosa.

—¿Así que planeas adueñarte de Atenea desde adentro?

—Exacto. Sin guerras ni pérdidas.

—No podemos confiar en ellos —objetó Silvia—. ¿Y si luego ella busca deshacerse de ti?

—No podrá —afirmó Mauricio.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Lo sé. Solo necesito que cierren el acuerdo con el emperador Maximus cuanto antes. Si no actuamos ahora, la emperatriz impondrá a su hijo en el trono. Vi anoche cómo la familia imperial está dividida.

Silvia asintió.

—Con hijos de distintas madres, es normal la disputa por el poder.

—¿Entonces abandonarás tu posición como príncipe heredero de Zenda? —preguntó Ariel.

—No —negó Mauricio—. Gobernaremos ambos imperios juntos.

—¡Ni de broma! —bramó Ariel—. No dejaré que una ateniense sea emperatriz de Zenda.

—No pienso renunciar. Y si no hacemos esto, nuestro imperio se arruinará.

—¿De qué hablas?

Mauricio mostró su muñeca.

—La princesa hizo un pacto de sangre conmigo.

Ariel se puso de pie, lívido.

—¡¿Qué has hecho, idiota!? ¡Esos pactos son con la diosa Atenea misma! Si fallas, caerá una maldición sobre nuestra familia por cinco generaciones. ¡¿Nunca prestaste atención en tus clases de historia!?

Mauricio palideció. Miró su muñeca, comprendiendo demasiado tarde la gravedad de su error.

—Me engañó...

Se puso de pie de un salto, dispuesto a marcharse.

—¿A dónde vas?

—A cobrarme lo que me hizo. Hoy aprenderá que no soy un idiota.

Sin esperar respuesta, salió montado a toda prisa.

Los emperadores se miraron.

—¿Deberíamos detenerlo? —preguntó Silvia.

—No. Que solucione solo el lío en que se metió.

—Cuida cómo me hablas, esposo. Yo no tengo la culpa de que tu hijo sea así.

Ariel suspiró, suavizando su tono.

—Lo siento, amor. Esto me supera.

—Hummm...

La emperatriz regresó a la carpa y Ariel, resignado, la siguió. Sabía que, si la irritaba más, la furia de su esposa sería peor que cualquier maldición.