Abril Ganoza Arias, un torbellino de arrogancia y dulzura. Heredera que siempre vivió rodeada de lujos, nunca imaginó que la vida la pondría frente a su mayor desafío: Alfonso Brescia, el CEO más temido y respetado de la ciudad. Entre miradas que hieren y palabras que arden, descubrirán que el amor no entiende de orgullo ni de barreras sociales… porque cuando dos corazones se encuentran, ni el destino puede detenerlos.
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CAPITULO 09: Celos
El ascensor se cerró con un “clic” metálico, aislándolos del murmullo de los empleados. Alfonso mantenía la mandíbula apretada, con la mano aún aferrada a la de Abril, como si temiera que escapara.
Ella, furiosa, forcejeó hasta liberarse.
—¡¿Se puede saber qué demonios fue eso?! —exclamó, su voz rebotando en las paredes de acero.
Alfonso la miró de reojo, con el ceño fruncido.
—No tienes por qué andar coqueteando con cualquiera en la empresa.
Abril lo señaló con un dedo, indignada.
—¡Coqueteando? ¡Era un amigo! Y aunque lo fuera, ¿qué le importa a usted? ¿Desde cuándo tengo que pedirle permiso para almorzar o para sonreír?
Alfonso dio un paso hacia ella, reduciendo la distancia. Su voz salió grave, cargada de rabia contenida.
—Desde el momento en que eres mi secretaria.
Abril soltó una carcajada irónica.
—¡Por favor! No me venga con excusas baratas. Eso no era usted hablando como jefe, eso era usted ardiendo de celos. ¡Sí, celos! —remarcó, clavando sus ojos negros en los de él.
El silencio cayó como un peso entre ambos. Alfonso la observó fijamente, sus labios apretados en una línea dura.
Abril, sin retroceder, añadió con voz temblorosa pero desafiante:
—Admítalo, Brescia. No soporta verme con otro hombre, porque no tolera que alguien más me mire como usted me mira.
Alfonso cerró los puños, sus respiraciones se mezclaban, intensas, peligrosas. Quería gritarle, negarlo, pero las palabras se le atoraban en la garganta.
Abril, al notar su silencio, sonrió con ironía.
—Lo sabía. No puede admitirlo, ¿verdad? Prefiere esconderse detrás de esa fachada de ogro arrogante…
En un arranque de furia, Alfonso golpeó el botón de emergencia, deteniendo el ascensor. Se inclinó sobre ella, acorralándola contra la pared de acero.
—Ten cuidado, mocosa… —susurró con voz ronca
—. Estás jugando un juego peligroso.
Abril lo miró directo a los ojos, sin miedo.
—No es un juego, Alfonso. Es la verdad que usted no quiere aceptar.
La tensión era sofocante, el aire cargado de deseo y rabia a partes iguales. Las palabras se quedaron flotando entre ellos, mientras sus miradas ardían, desafiándose.
El ascensor seguía detenido, el silencio era apenas interrumpido por el zumbido eléctrico del motor. Alfonso tenía a Abril acorralada contra la pared metálica, sus rostros tan cerca que apenas los separaba un suspiro.
Los ojos de él ardían con rabia y deseo; los de ella, con desafío y orgullo. Sus respiraciones se mezclaban, rápidas, pesadas, como si el aire mismo se negara a existir entre ellos.
Alfonso bajó la mirada hacia los labios de Abril, entreabiertos, temblorosos.
Ella lo notó y, en lugar de apartarse, levantó el mentón con arrogancia.
—Hágalo, si se atreve… —susurró en un hilo de voz, retándolo.
Su corazón latía con fuerza, como si quisiera escaparle del pecho. Alfonso inclinó el rostro, cada vez más cerca, tanto que Abril pudo sentir el roce de su aliento cálido en la piel. Sus labios estaban a un milímetro de encontrarse…
Pero, en un arranque de orgullo, Alfonso se detuvo. Cerró los ojos, apretó la mandíbula y golpeó el botón para reactivar el ascensor.
Dio un paso atrás, como si huir fuera su única salida.
—No —murmuró con voz ronca—. No pienso darle ese gusto.
Abril lo miró incrédula, con el corazón acelerado y las mejillas encendidas. Apretó los puños, conteniendo la frustración.
—Cobarde… —susurró, apenas audible, pero suficiente para que él lo escuchara.
El ascensor volvió a moverse, descendiendo en un silencio cargado, denso, como una cuerda tirante a punto de romperse.
Cuando las puertas se abrieron, Alfonso salió primero, sin mirarla. Abril lo siguió con pasos firmes, pero en su interior ardía un fuego que ya no podía apagar: había estado a punto de besarlo… y lo deseaba más de lo que jamás admitiría.
Y Alfonso, caminando con el ceño fruncido, lo sabía: si no se controlaba, tarde o temprano caería rendido ante ella.
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Esa misma noche la estrategia de la abuela comenzó. Doña María no tardó en poner en marcha su plan.
Sabía que dejar las cosas al azar sería perder tiempo: Alfonso y Abril podían pasarse la vida entera peleando antes de aceptar lo que sentían.
Y ella, que había vivido demasiado, tenía claro que las oportunidades no se desperdician.
Ordenó al chofer que pasara a recoger a Abril a su departamento. La muchacha, confundida, no entendía por qué doña María la había citado personalmente en el departamento del CEO.
—¿La abuela de Brescia quiere verme? —preguntó Abril a Chofer, incrédula.
—Sí, señorita. Y créame… cuando doña María quiere algo, nadie le dice que no —respondió el chofer con una sonrisa resignada.
Al llegar, Abril fue recibida con un abrazo cálido de la anciana.
—Mi niña, al fin nos encontramos de nuevo. Pasa, pasa, que esta es tu casa también —dijo María, tomándole de la mano y guiándola hacia la sala.
Alfonso apareció entonces, con el ceño fruncido, ajustando la manga de su camisa.
—¿Qué hace aquí? —preguntó, sorprendido.
—La invité yo —respondió su abuela con naturalidad—. Abril es parte de mi familia desde que la conocí, y quiero que pase más tiempo con nosotros.
—Abuela… —gruñó Alfonso, molesto.
—Nada de “abuela”. Si quieres que viva aquí contigo, tendrás que acostumbrarte a verla cerca —sentenció la anciana, dándole un sorbo a su té, como si el asunto estuviera zanjado.
Abril, divertida ante la incomodidad de Alfonso, sonrió con malicia.
—No se preocupe, señor Brescia, haré todo lo posible para no incomodarlo… demasiado.
Los ojos de Alfonso se encontraron con los de ella. Había furia, había orgullo… pero también un fuego latente que ninguno de los dos podía apagar.
Y, desde el sillón, la abuela los observaba satisfecha, convencida de que su plan apenas empezaba.
El resto de la cena estuvo cargado de silencios tensos, miradas cruzadas y pequeños choques verbales. Doña María, encantada, los observaba como si viera una obra de teatro escrita solo para ella.