Dos mundos, dos almas, un destino entrelazado a través de los siglos. En esta historia de fantasía atemporal, un eco del pasado resuena en el presente, uniendo realidades paralelas. Nuestros personajes principales se encontrarán atrapados en un círculo lleno de romance prohibido, misterio, rivalidades familiares y secretos milenarios que convergen en una trama donde sus vidas se conectan de forma inesperada e inquebrantable. Encuentros emotivos, contrastes entre inocencia y sorpresa, darán intesidad, capturando la magía de cada momento. Mientras una profecía ancestral juega alterando el curso de la historia, viejos lazos, nuevos misterios, deberán navegar entre el amor y la sed de venganza que amenaza con consumirlos para decidir si su conexión perdurará por siempre o se desvanecerá en el tiempo
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Capítulo 7.- Pérdidas Dolorosas
— ¡Nooo, no! —Alexander cayó de rodillas, debilitado. Su voz se perdía entre los fuertes murmullos.
Su caballo huyó despavorido, pero el príncipe, ignorando el peligro, intentó levantarse una vez más. La sombra que parecía tener vida propia lo alcanzó.
— ¡Déjala! Solo es una niña. ¡Llévame a mí! —gritó con todas sus fuerzas, solo preocupado por la seguridad de la princesa. Su corazón se partía al ver cómo la pequeña desaparecía sin que él pudiera hacer nada.
En cuanto su cuerpo tocó las tinieblas, fue elevado en el aire. Un rugido, fuerte como un trueno, retumbó; un lamento que pareció debilitar a las sombras.
"Sacrificium pro amore" (Sacrificio por amor), se escuchó en el fondo, casi inaudible, seguido de un estruendoso relámpago que lo sumió todo en la oscuridad.
Alexander respiraba débilmente mientras su cuerpo inerte caía sobre la hierba. La sangre brotaba de sus fosas nasales. Su sacrificio había logrado hacer retroceder a las sombras por un instante, pero los gritos de la princesa seguían resonando en sus oídos.
Un pequeño joven, temeroso, estaba escondido entre los árboles. Sus piernas temblaban por lo que acababa de presenciar. Cuando el bosque se aclaró un poco, teñido por un atardecer gris, el niño corrió hasta donde yacía el cuerpo.
— ¡Príncipe! ¡Príncipe Alexander! —gritó Theodor, recuperándose de su asombro. Aunque todo había ocurrido en segundos, se sintió como una eternidad de sufrimiento y miedo.
Theodor había seguido a su amigo, el príncipe, y ahora lloraba impotente, lamentando no haber podido hacer nada. Alexander, con la piel pálida y los labios azulados, apenas podía respirar. Las lágrimas se mezclaban con la sangre que manaba de su nariz.
— Sálvala... sálvala, Theo... Valeria... Princesa —susurró Alexander con dificultad, luchando por cada palabra.
Theodor, que había sido testigo de todo, apenas lograba entender. A pesar de sus dudas, sabía que Alexander había intentado salvar a la princesa hasta el final.
— Alteza, puede que ella esté muerta —respondió Theodor entre sollozos.
— Ella vive... sálvala —murmuró Alexander, y le entregó un medallón que sostenía en sus dedos.
En ese momento, la oscuridad que los rodeaba le mostró a Theodor una visión de lo que le había ocurrido a la princesa, una imagen que se grabó en el medallón. A pesar del miedo y el dolor, Theodor guardó el medallón y escuchó el sonido de jinetes que se acercaban.
— Corre... —le dijo Alexander con la última de sus fuerzas.
Theodor se levantó de un salto. Las pisadas de los caballos se oían cada vez más cerca. Las últimas palabras de Alexander, "Corre...", resonaban en sus oídos. Se metió el medallón en el bolsillo y, con el corazón en un puño, se adentró en la espesura del bosque, buscando un escondite.
En ese instante, un soldado de Al-Mad, alarmado por los gritos de la princesa, corrió a intentar protegerla. Al llegar, sólo encontró el cuerpo inmovil del príncipe Alexander. El miedo lo invadió: su cuerpo temblaba, sus ojos se llenaron de pánico y un impulso incomprensible parecía dominarlo.
Cayó de rodillas junto al príncipe, buscando una señal de vida, pero solo escuchaba el crujido de las ramas y el eco de los gritos de la niña. Lleno de temor, se levantó, desenfundó su espada y, sin poder alejarse del cuerpo, se movía en círculos, gritando:
_ "¡Princesa! ¡Princesa!"._
Justo en ese momento, una docena de jinetes, con las armaduras del reino de Sargón brillando en la tenue claridad, irrumpió en el claro. Al frente, un hombre con la armadura plateada de un comandante desmontó rápidamente. Su rostro, lleno de pánico, se transformó en desesperación al ver a Alexander tendido en la hierba, pálido y con rastros de sangre.