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“La Cristiana Del Harén”

“La Cristiana Del Harén”

Status: Terminada
Genre:Casarse por embarazo / Traiciones y engaños / Esclava / Sirvienta / Amor-odio / Completas
Popularitas:780
Nilai: 5
nombre de autor: Luisa Manotasflorez

En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.

Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.

Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.

Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,

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Capitulo 6

“Mi única hija… mi única guerra”

Memorias de Zoraida, la extranjera de la Alhambra

Había días en que simplemente me levantaba porque no tenía el lujo de quedarme en cama.

Días en que el aire pesaba más que la seda de mis vestidos, y el sol parecía una burla lejana.

La primavera seguía llegando a Granada, los granados florecían como si no hubiera dolor en este mundo… pero yo vivía en invierno perpetuo desde que la perdí.

Desde que me la arrebataron.

Mi pequeña princesa…

Mi hija de manos diminutas y mirada que aún no sabía lo que era el miedo.

Había nacido una madrugada perfumada, con la luna alta y el silencio del harén cubierto de oraciones.

Duró tres días.

Solo tres días.

Tres días en los que la vida pareció detenerse para acunarla.

Tres días en los que fui madre, esposa, reina…

Y luego la muerte vino.

Sin anunciarse.

Sin respeto.

Se fue mientras yo me preparaba para darle de mamar.

Tenía la boca entreabierta, los ojos entrecerrados, el pecho aún tibio.

Y no respiraba.

El grito que salió de mi garganta no fue humano.

Esa noche el sultán me abrazó. No me dijo palabras. Solo apretaba mi cuerpo como si pudiera sostenerme al borde de la locura.

Y yo no lloraba. No más.

Llorar era ceder.

Y ya había cedido bastante.

Después de semanas de vacío, de sombras, de visitas hipócritas y silencios eternos, llegó lo inevitable: la verdad.

---

Era un atardecer sin canto de aves.

Un cielo color cobre caía sobre la Alhambra.

Yo estaba en mis aposentos, vestida de granate y oro, peinada con una trenza larga hasta la espalda, con pendientes que no me interesaban. Frente a mí, un espejo que no quería mirar.

Escuché los pasos de Muley. Firmes. Cargados.

Venía a discutir, otra vez. Venía con el rostro endurecido. Su voz ya no temblaba cuando me hablaba. Solo se volvía distante.

Entonces, ella entró.

Aixa.

Vestida como siempre: con superioridad.

Y entonces lo dijo.

Sin rodeos. Sin arrepentimiento.

Como quien lanza una copa vacía al suelo.

—“Sí. Yo la mandé a matar.”

El aire se fue de la sala.

—“¿Qué dijiste?” —dijo Muley, casi sin voz.

—“Tu hija. Esa criatura bastarda. Esa extranjera… no merecía nacer. Mucho menos tener tu sangre. ¡Yo no permitiré que una esclava usurpe lo que es de mi linaje!”

Fue entonces que el mundo se quebró.

Muley no pensó. No razonó.

La ira lo transformó en algo que no reconocía.

Se lanzó sobre ella.

Sus manos, las que me habían acariciado con ternura, se cerraron como tenazas sobre el cuello de Aixa.

La levantó del suelo. La golpeó contra una columna.

Sus gritos eran los de un padre al que le robaron el alma.

—“¡Asesina! ¡Desgraciada! ¡Tú mataste a mi hija! ¡A mi única hija!”

Yo no me moví.

Me quedé sentada.

Observando.

Quería ver cómo se le iba la vida.

Cómo sus ojos se llenaban de desesperación.

No deseaba justicia. Deseaba castigo.

Fue entonces que entró él:

Boabdil.

El hijo mayor de Aixa.

El niño que ya no era niño.

Quince años. Suficientes para tomar una espada. Suficientes para defender a quien lo crió.

—“¡Padre, basta!” —gritó, empujando con fuerza a Muley.

—“¡No matarás a mi madre!”

El silencio fue más brutal que los gritos.

Muley se quedó quieto, mirando a su hijo.

—“Tu madre…” —dijo con una voz temblorosa, “tu madre… mató a tu hermana. Acaba de confesarlo. Con esa boca que te besó de niño, confesó que ordenó matar a un bebé. A tu sangre.”

Boabdil miró a Aixa.

La duda lo rompió por dentro.

—“¿Es eso verdad… madre?”

Ella no respondió.

—“¿Es eso verdad? ¡Dilo!”

—“Lo hice por ti. Por tu lugar. Por lo que es tuyo. ¡Esa niña no debía vivir!”

—“¡No me uses!” —gritó él, con lágrimas en los ojos. “¡No me pongas como excusa para un crimen!”

Muley lo miró.

Y por un instante, pareció ver a un hombre en lugar de un muchacho.

—“Tú… no eres como ella.”

Y entonces Boabdil se giró hacia Aixa.

Con una frialdad nueva en sus ojos.

—“Madre… lo que hiciste… no se olvida. Nunca más me hables de honor.”

Yo seguía sentada.

Con una fresa entre los dedos.

Mordí una.

Dulce.

Jugosa.

Roja como la sangre que Aixa merecía derramar.

Y pensé:

Mi guerra aún no termina.

"Cinco años después… el día que Granada me aceptó como suya"

Cinco años habían pasado desde que llegué por primera vez a esta tierra que olía a incienso, a madera húmeda y a perfume de naranjos.

Cinco años desde que dejé mi hogar, mi padre, mis raíces, para cruzar montañas, mares, y presentarme en Granada con el alma desnuda, cargada de miedo y determinación.

Cinco años de rumores, miradas punzantes, intrigas de harén, noches largas, llantos escondidos tras tapices de seda…

Y cinco años de amor. Un amor inesperado. Verdadero.

Un amor que floreció, primero en secreto, luego en presencia de Dios.

Era el año 1479.

Las nieves comenzaban a retirarse de Sierra Nevada, y la primavera se abría paso, gentil y firme, como mi propia historia.

Mi cuerpo también hablaba de una primavera distinta. Tenía tres meses de embarazo.

Llevaba el fruto de nuestro amor creciendo en mi vientre.

El sultán Muley no me dejaba sola ni un instante. Ya no dormía en el harén, ni en los cuartos contiguos al trono. Dormía a mi lado. En mi residencia, la que él mismo me había entregado: Dar al-Nur, la “Casa de la Luz”.

Era mi refugio, mi jardín, mi lugar de descanso y oración. En sus patios, las fuentes murmuraban versos del Corán, y las buganvillas trepaban los muros como testigos de mi renacer.

Un amanecer, mientras desayunábamos dátiles, leche de almendras y pan dulce bajo los arcos dorados, me tomó la mano y me dijo:

—“Zoraida, ya no eres una flor escondida entre sombras. Serás mi esposa ante el mundo. Granada entera sabrá que tú eres mi elección. Y este hijo que llevas… será mi heredero.”

Mi corazón se detuvo por un instante. No por sorpresa, sino por la magnitud de la promesa.

---

El anuncio fue hecho días después, en el majestuoso Patio de los Arrayanes, en presencia de nobles, ulemas, jueces, comerciantes, embajadores de Fez, Túnez y El Cairo, y las mujeres del harén, incluso aquellas que me detestaban en silencio.

El visir, vestido con su túnica blanca bordada en oro, leyó en voz clara:

—“Que se haga saber al Reino Nazarí de Granada, que por voluntad de nuestro amado sultán Abu al-Hasan Ali Muley, será unido en matrimonio con la noble Zoraida, mujer justa, digna y leal, quien ha permanecido a su lado durante cinco años, quien ha conquistado su corazón y lleva en su vientre al futuro del reino.”

Hubo un instante de asombro.

Algunas mujeres desviaron la mirada.

Los ancianos murmullaron bendiciones.

Y luego, como el murmullo de las hojas de palmas agitadas por el viento, los asistentes comenzaron a aplaudir.

Yo me encontraba bajo los arcos, cubierta con un manto de terciopelo rojo oscuro, bordado con hilos de oro y pequeñas perlas. Llevaba un velo ligero, que apenas ocultaba mis mejillas encendidas. A mi lado, mi doncella Samira me sostenía la capa.

No lloré.

No temblé.

Estaba en paz.

Ya no era la extranjera. Ya no era la sombra.

Era la futura sultana.

---

Los preparativos comenzaron esa misma semana.

Mi residencia fue adornada con tapices traídos de Alejandría, espejos tallados por manos sirias, y lámparas con cristales turquesa.

Cada noche, el sultán pasaba por mis aposentos, hablábamos de política, del pueblo, del futuro.

Mi embarazo era cada día más notorio. Las mujeres me observaban, algunas con admiración, otras con odio disfrazado.

Aixa...

Ella ya no tenía poder. Vivía en una de las alas del harén, pero Muley jamás volvió a dormir a su lado. No la tocó más.

Desde el día en que confesó lo que había hecho con mi hija —la hija que me arrebató—, fue como si una parte de él muriera.

Muley me decía:

—“Mi alma no encuentra reposo si no te tengo a ti al lado. Tú eres mi bendición, Zoraida. Tú y nuestro hijo.”

---

Granada cambió.

Ya no caminaba por sus pasillos como una invitada, sino como una mujer que conocía el alma de cada rincón.

Los comerciantes me ofrecían dulces y telas sin pedirme nada a cambio.

Las niñas me saludaban diciendo “mi señora”.

Y yo, con humildad, devolvía cada gesto con una sonrisa.

Esa primavera no florecieron solo los jardines.

Floreció mi destino.

Y cuando, una noche de luna llena, Muley tomó mi mano frente al tribunal religioso, y pronunció las palabras del matrimonio, sentí que el pasado quedaba atrás.

Ya no era una prisionera.

Ni una concubina.

Ni una sobreviviente.

Era su esposa.

Su reina.

La madre del futuro.

Y esa fue la noche… en que Zoraida, la hija de tierras lejanas, se convirtió, finalmente, en Granada.

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“Después de todo… estaba aquí. Y ese día Granada me entregó su alma.”

La Alhambra amaneció distinta.

Las fuentes cantaban con más fuerza, los naranjos soltaron su flor como si supieran que el aire debía perfumarse. Desde las primeras horas del alba, eunucos, sirvientes y cortesanos se movían en silencio por los corredores, adornando con alfombras nuevas cada paso del recorrido, colgando sedas teñidas en azul zafiro, y esparciendo sobre los suelos pétalos de rosa y jazmín.

Era el día de mi boda.

Después de cinco años en Granada, de lágrimas calladas, de batallas internas, de amor profundo y de una hija que el cielo guardó… ese día, finalmente, me convertía en esposa del sultán Muley.

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La ceremonia no fue pública. No hubo desfile por las calles ni proclamas al viento.

No lo necesitaba.

Aquello fue sagrado y majestuoso, pero íntimo.

Se celebró en el Salón de los Embajadores, donde los muros hablaban con caligrafía árabe y los techos de madera eran un cielo tallado por sabios artesanos.

Allí, el sultán había ordenado instalar un estrado de mármol, cubierto por un dosel de brocado carmesí y oro, traído desde Damasco. Sobre una alfombra persa —antigua, de la época del sultán Yusuf I— colocaron dos cojines: uno para él, otro para mí.

Las mujeres del harén observaban tras las celosías de mashrabiya. Algunas en silencio. Otras murmurando oraciones.

Los imames, los jueces religiosos y los notables del consejo estaban presentes, vestidos con túnicas blancas, turbantes y collares de cuentas de ámbar.

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Yo fui conducida por mi séquito.

Mis doncellas me rodeaban, vestidas en tonos marfil. Samira, la más fiel, sostenía la cola de mi vestido.

Mi vestido…

No tenía igual.

Era de seda pura, color marfil nacarado, con bordados dorados en forma de palmas y estrellas. El corpiño ceñido, el faldón amplio que barría el suelo, y las mangas largas que caían como alas.

Sobre mi rostro, un velo largo de gasa blanca bordado con hilos de oro y diminutas perlas. Solo mis ojos eran visibles. Grandes, claros, y llenos de vida.

Mis joyas eran regalos de Muley:

– Un collar de esmeraldas engastadas en oro.

– Brazaletes antiguos con inscripciones coránicas.

– Y sobre mi frente, una cinta de rubíes, símbolo de realeza.

Avancé en silencio, con el corazón latiendo fuerte. No por temor. Sino porque sabía que ese momento iba a vivir en las crónicas del reino, y en mi alma, por siempre.

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El sultán ya estaba allí. De pie. Esperándome.

Vestía su túnica real, blanca como la nieve, bordada en oro y verde esmeralda, y un cinturón de cuero con una daga de puño ornamentado.

Cuando llegué a su lado, bajé la mirada.

El imam pronunció la oración. Hizo una súplica por la unión y la descendencia.

Y luego, comenzó el rito del matrimonio:

—“Ante los ojos de Allah, de los testigos presentes, del pueblo y del cielo, hoy unimos en sagrado lazo al sultán Abu al-Hasan Ali Muley y a Zoraida bint Ibrahim, mujer de virtud, lealtad y luz.

¿Aceptas tú, oh Zoraida, esta unión?”

Mi voz fue suave, pero firme:

—“Acepto.”

El imam repitió:

—“¿Aceptas tú, oh Muley, esta unión sagrada?”

El sultán me miró a través del velo. Sus ojos eran fuego y ternura.

—“Acepto. Y la honraré mientras el aliento viva en mí.”

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Nos sentamos juntos, y fue entonces cuando, como símbolo de bendición, una doncella vertió agua de rosas sobre nuestras manos.

Luego, recibimos el pan y la sal —símbolos de vida compartida— y compartimos una pequeña taza de leche con dátiles.

Los invitados rompieron el silencio con un grito de alegría:

“¡Baraka! ¡Baraka! ¡Que la bendición de Allah los cubra!”

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Esa noche no hubo grandes banquetes públicos ni música bulliciosa.

Fue una noche de oraciones, de palabras suaves, de miradas dulces y manos entrelazadas.

Ya no había más dudas.

Yo era su esposa.

Y él era mi destino.

Y así, entre fuentes que susurraban amor antiguo y estrellas que brillaban sobre Granada, Zoraida se convirtió en sultana.

“Después de la ceremonia, el mundo parecía distinto… como si los muros de la Alhambra hubiesen respirado conmigo.”

Cuando el imam concluyó sus palabras sagradas, y el sultán Muley me tomó de la mano por primera vez como su esposa ante Allah, fuimos conducidos lentamente a la Sala de Dos Hermanas, donde se ofreció una recepción íntima para los más cercanos al trono: visires, ulemas, generales, y algunas matronas del harén que gozaban de autoridad o respeto.

Allí, bajo la gran cúpula tallada en mocárabes —donde las luces de las lámparas de aceite bailaban como estrellas vivas—, nos sentamos juntos por primera vez en la tarima decorada con cojines bordados de oro.

Se sirvió un banquete sobrio pero exquisito.

La comida fue servida en bandejas de cobre bruñido y platos de loza traída de Túnez. Se ofrecieron:

cordero relleno de dátiles y almendras,

pan tierno de cebada,

sopas suaves de sémola con especias del Atlas,

ensaladas de granada y menta,

y dulces de miel y pistacho en forma de lunas crecientes.

Para beber, se sirvió leche especiada con cardamomo y agua fresca con limón y pétalos de rosa.

Todo era armonía, pero sin estridencias.

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Los músicos no tardaron en llegar.

Un pequeño conjunto de laudistas, flautistas y tamborileros del palacio tocaba nuba andalusí, melodías suaves que no buscaban provocar baile, sino acompañar el alma en esa nueva unión.

Las notas eran profundas, como tejidas con seda.

Yo estaba sentada, rodeada de mujeres fieles de mi séquito, aún con el velo sobre mi rostro, que solo retiré en privado, cuando el sultán me miró con ternura, tomándome la mano con firmeza.

—“Hoy sellamos algo más que una unión real,” —me dijo en voz baja—.

—“Sellamos una alianza entre la voluntad y el alma. Ya eres parte del trono. Y del destino de este reino.”

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Después del banquete, se hizo una procesión por los jardines del Partal. El sultán y yo caminamos bajo los arcos iluminados por candiles colgantes. El agua corría por los canales y fuentes, guiando nuestros pasos como si el mismo Darro nos bendijera.

Las matronas del palacio entonaban cantos nupciales tradicionales. Decían versos como:

> “Bendita la luna que hoy duerme en el palacio,

Bendita la flor que hoy se abre entre los muros del rey.”

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Más tarde, al caer la noche por completo, fui llevada al aposento preparado para mí, que ahora era el de ambos. Había sido perfumado con ámbar y madera de sándalo, y las sábanas eran de lino egipcio bordado a mano.

Me prepararon en silencio. Mis criadas retiraron el velo, me peinaron con esencias dulces y me dejaron con un camisón blanco de seda. Luego, se marcharon una a una, cerrando las puertas tras de sí.

El sultán llegó más tarde, sin guardias, sin ruido. Solo con la luz de una lámpara y el rostro lleno de serenidad. Me miró y no dijo nada.

Y así, sin más ceremonia que el silencio, me convertí no solo en su esposa, sino en la mujer a la que le confiaría su intimidad, su reino y su corazón.

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