Flor roja
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Capítulo 7
Eriks Ivanova
Salgo del despacho con la sensación de tener fuego en el pecho. Ella sigue allí, en la penumbra del club: la pelirroja que no me deja pensar. Todo en ella —la manera en que se mueve, la arrogancia contenida en su mirada— ha encendido algo que no esperaba. No es solo deseo; es una mezcla de curiosidad, desafío y una irritación insoportable por no poder poseer lo que me provoca.
David está esperándome junto al coche. Me recuesto en el asiento trasero tratando de ordenar los pensamientos que no paran de atropellarse. La sangre me late en las sienes; el mundo parece demasiado ruidoso y a la vez vacío sin la presencia de ella. No puedo quedarme quieto.
—¿Qué te pasa? —pregunta David, mirándome por el retrovisor—. Estás sudando como si acabaras de correr una milla.
—Nada —contesto con brusquedad, intentando ocultar más de lo que digo—. Déjate de joder.
Él no se conforma. Le encantan las presas a la vista y los finales tormentosos. —Vamos, no me digas que no es por la pelirroja —insiste con tono burlón—. Te vi seguirla. ¿Qué pasó?
Cierro los ojos un segundo y recuerdo su voz, la forma en que me miró. No quiero hablar de eso. —No te metas —le digo seco.
David suelta una risa corta. —Está bien, lo tomaré como un sí —bromea, y por un instante pienso en dispararle por la crudeza con la que trivializa lo que tengo en la cabeza.
Llegamos a uno de mis bares. La fachada en la que invertí tiempo y dinero brilla con luces sobrias; adentro, el ambiente está diseñado para que nadie se pregunte demasiado. Me muevo entre mesas, saludando con la fría cortesía que un líder debe mostrar. Cada gesto es cálculo: hoy no vine a perder el control, vine a cerrar tratos. Y sin embargo, la imagen de ella sigue clavada en mi mente como una aguja.
Busco una distracción con la que tal vez distraer el malestar y evocar algo distinto: una conversación banal, una compañía sin significado. Encuentro a una mujer rubia que cumple con lo que busco: discreta, profesional en su complacencia, sin las complicaciones de la pelirroja. La llevo a mi despacho, cierro la puerta y pretendo abstraerme en lo inmediato. Pero por más que intente concentrarme en lo trivial, algo dentro de mí se niega a ceder.
Es absurdo: nunca nadie me había afectado así en cuestión de minutos. Esa certeza me inquieta. Soy Eriks Ivanov; sé medir, calcular, tomar. Pero ella ha roto ese protocolo en menos de un día. La rutina del poder no funciona cuando hay un elemento imprevisible que te vuelve vulnerables.
Al final, la distracción sirve solo para canalizar un poco de tensión; no es medicinal. Cuando la compañía se va y la puerta se cierra de nuevo, me quedo en la oscuridad de la oficina, la mirada perdida entre papeles y botellas. La noche me pesa. ¿Qué hago con esto que no es solo deseo y que no es solo curiosidad? ¿Es un juego? ¿Es peligro? ¿O es el inicio de algo que no puedo permitirme?
David entra en mi despacho con una carpeta en la mano y la calma habitual que lo caracteriza. —Creo que tendremos que quedarnos unos días más en Inglaterra —dice, dejándose caer en una butaca—. Fabián Rojas quiere verte en dos días, mismo club.
Pronuncio una risa corta. —¿Y para qué quiere que lo vea? —pregunto, ya imaginando las posibilidades.
—No lo sé —responde David—. Dijo que te verá en persona. Y bueno… espero que no sea para matarte por besar a su hermana.
Su broma me obliga a soltar una carcajada. —¿Enamorado? —respondo rodando los ojos cuando él sugiere eso, incapaz de tolerar la idea de que lo que siento pueda tener nombre tan débil como el de “enamoramiento”.
No obstante, la semilla de la preocupación queda plantada. Si Fabián quiere hablar conmigo, será por algo que puede moverse entre lo comercial y lo personal. Y mi encuentro con Flor no puede volverse público sin consecuencias. Si hay una palabra que define nuestro mundo es cálculo: alianzas, ofrendas, límites que no se cruzan sin pagar un precio.
Quedo solo unos instantes más, atendiendo llamadas, dando instrucciones a los hombres que me deben lealtad. Cada orden sale precisa, enlatada, profesional. Pero en cuanto cierro la última llamada, me reclino en la silla y dejo que la noche me alcance: las luces del bar se apagan poco a poco, el bullicio baja, y en el silencio la imagen de la pelirroja vuelve a ocupar el centro de mi mente.
No es suficiente pretender que no me afecta. Planearé. No voy a permitir que algo —ni alguien— me desarme sin saber exactamente por qué. Mañana es otro día. Y si el juego se va a intensificar, estaré dispuesto a jugarlo hasta el final.
Otro capítulo maravilloso