Marina Holler era terrible como ama de llaves de la hacienda Belluci. Tanto que se enfrentaba a ser despedida tras solo dos semanas. Desesperada por mantener su empleo, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para convencer a su guapo jefe de que le diera otra oportunidad. Alessandro Belluci no podía creer que su nueva ama de llaves fuera tan inepta. Tenía que irse, y rápido. Pero despedir a la bella Marina, que tenía a su cargo a dos niños, arruinaría su reputación. Así que Alessandro decidió instalarla al alcance de sus ojos, y tal vez de sus manos…
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Capitulo 6
Se puso las manos en las caderas, alzó la barbilla y controló el tono de su voz.
–Por supuesto. Tengo que pedirle que vuelva a poner la miniatura en su sitio. Es valiosa.
–Sí, fue todo un descubrimiento –miró el parpadeo de los ojos azules y la arruga que se formaba entre las cejas. Sintió una punzada de culpabilidad. Era obvio que estaba muerta de miedo y no disfrutaba asustando a las mujeres, aunque lo tuvieran bien merecido.
–¿Descubrimiento?
Él asintió con la cabeza.
–La dama, renombrada por su belleza, era hija de un rico propietario de molinos. Que Fiodor –miró la otra miniatura– se casara con ella y la trajera aquí fue un escándalo. El viejo Fiodor inició una tradición familiar, aunque me temo que las mujeres con las que se casaron otros herederos no eran tan bellas como Elina –estudió la pintura, disfrutando de la maestría de cada pincelada–. La captó muy bien. Tiene una boca muy sensual, ¿no cree? Personalmente, creo que es mejor que el Reynolds que hay en la escalera.
Había desviado la mirada hacia la boca de ella. Marina no contestó, tenía el corazón desbocado; no se atrevía a especular sobre por qué sabía tanto sobre la casa y sus anteriores propietarios.
–¿No estarían enamorados? –sugirió.
–Una romántica –burlón, soltó una risotada.
El sonido ronco hizo que a ella se le erizara el vello. Se preguntó qué hacía hablando de amor con quien podría ser un ladrón de obras de arte. Sabía más que ella sobre los cuadros de la casa.
–Pues no, no lo soy –alzó la barbilla–. Pero si lo fuera no me avergonzaría de ello. Ahora, señor, tengo cosas que hacer. Le pediría que...
–La vergüenza es algo muy personal –musitó él–. Me pregunto si Fiodor se avergonzaba de ella. Usted lo llama amor, yo lo llamo simbiosis.
–Yo no lo he llamado nada. Simplemente no he descartado esa posibilidad.
–Bueno, ella tenía dinero y él era noble y podía hacer que fuera aceptada en sociedad. Pero, mirando esa boca, puede que entraran en juego otros factores –clavó los ojos negros en Marina–. ¿No opina que tiene una boca muy sensual?
«No te acerques que me tiznas, le dijo la sartén al cazo», pensó ella, esforzándose por desviar la mirada de la bien delineada boca masculina.
–No soy ninguna experta en sensualidad.
–Seguro que lo dice por modestia –arqueó una ceja con sarcasmo y la miró de arriba abajo–. Seguiré pensando que Elina era una mujer apasionada y que tal vez Fiodor fuera un hombre afortunado. Nunca lo sabremos. Lo que sé es que cuando dejaron de aparecer ricas herederas en busca de posición social, la familia vendió tesoros y tierras hasta que no quedó nada. Tiene sentido ver de nuevo a esta pareja donde empezaron.
–Eso es muy interesante, pero... –calló y se puso pálida. Sus modales, su acento, su calma ante el hecho de haber sido descubierto en la casa. ¡Actuaba como si fuera suya, porque lo era!
La aturdió su propia estupidez. Si hubiera sido un hombre bajo y medio calvo, con un traje cortado para ocultar la barriga, habría considerado de inmediato la posibilidad de que fuera su jefe.
Cerró los ojos. Por fin entendía a la chica encargada de los establos que le había mostrado una revista de sociedad y había exclamado «¿No te parece increíblemente atractivo?». Lea la había mirado atónita cuando contestó que no era su tipo. No se había referido al hombre que entregaba el trofeo, sino al que lo recibía.
Ella había pensado que era una pena que la gente diera más importancia a la fortuna de un hombre que a lo demás. Si el hombre fornido y medio calvo que entregaba la copa al moreno capitán del equipo de polo no hubiera sido millonario, Lea no lo habría mirado dos veces, pero lo alababa como si fuera un dios.
Y lo era.
Luchando para aceptar la evidencia de sus propios ojos y borrar la imagen que había inventado su mente, observó al capitán del equipo de polo volver a poner la miniatura en su sitio.
«Sabía que este empleo era demasiado bueno para ser verdad».