Después de dos años de casados, Mía descubre que durante todo ese tiempo, ha Sido una sustituta, que su esposo se casó con ella, por su parecido a su ex, aquella ex, que resulta ser su media hermana.
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Su mirada expectante se dirigió hacia Ariel, esperando encontrar en sus ojos ese brillo travieso que siempre tenía cuando le guardaba una sorpresa. Quizás, pensó ella, mantenía el pastel oculto detrás de su espalda, como había hecho en tantas ocasiones especiales. Pero la lógica pronto descartó esa posibilidad, pues había visto claramente cómo Ariel sostenía la bandeja con ambas manos, sin posibilidad de ocultar nada más.
—Come —le indicó él con suavidad, ofreciéndole una cucharada de huevos revueltos preparados exactamente como a ella le gustaban: con mantequilla derretida y verduras finamente picadas, una receta que había perfeccionado a lo largo de los años juntos.
Mía abrió los labios, permitiéndose mimarse una vez más, mientras su mente divagaba con la esperanza de que el pastelito de leche apareciera al final del desayuno, como una sorpresa dulce. Después de todo, conocía bien los hábitos de Ariel: él nunca comía dulces y siempre compraba las porciones justas para ella, pequeños gestos de amor que ahora parecían pertenecer a un pasado cada vez más lejano.
Mientras saboreaba el desayuno, sus pensamientos oscilaban entre la reciente solicitud de divorcio y el comportamiento cariñoso de Ariel. Este último no la sorprendía realmente, pues siempre había sido su naturaleza ser atento y cuidadoso con ella, pero la contradicción entre sus acciones y su deseo de separación la confundía profundamente. ¿Había reconsiderado su decisión? ¿Era posible que hubiera cambiado de parecer sobre el divorcio?
—Ariel, no deberías seguirme consintiendo, ya no seremos esposos —pronunció, con un nudo en la garganta.
Ariel guardó un silencio pesado, mientras una chispa de molestia se encendía en su interior.
¿Por qué ella insistía en recordar el divorcio? ¿Acaso estaba tan ansiosa por separarse de él?
El silencio se extendió entre ellos, lleno de palabras no dichas y sentimientos contenidos.
—Podemos hablar ahora de los términos…
—¿Es que no es suficiente lo que te ofrecí? ¿Acaso quieres que suba un porcentaje más?
Mía quería hablar, decirle que los términos de los que quería hablar no eran nada que ver con los que ella estaba pensando, pero él, parecía estar molesto y no le permitía expresarse.
—¿Cuánto exactamente es lo que quieres? ¿Un diez por ciento más? ¿Un veinte por ciento? —preguntó Ariel con un tono mordaz que jamás había usado con ella, sus ojos brillando con decepción e irritación que hizo que el corazón de Mía se encogiera dentro de su pecho.
Sus cuestionamientos solo hicieron que Mía se ofendiera profundamente, sintiendo como cada palabra se clavaba en su pecho como dagas afiladas.
La habitación, que antes había sido testigo de tantos momentos felices entre ellos, ahora parecía cerrarse a su alrededor, sofocándola con cada respiración que daba. Las paredes elegantes y los muebles costosos que los rodeaban parecían burlarse de ella, recordándole todo lo que estaba a punto de perder.
¿Por qué creía que a ella le interesaba subir el porcentaje que había ofrecido?
La indignación bullía en su interior como agua hirviendo, mezclándose con la tristeza y la incredulidad de que el hombre que una vez había jurado protegerla eternamente ahora la mirara como si fuera una extraña, como si los años juntos no significaran nada más que un contrato comercial que necesitaba renegociarse.
Sus manos temblaban ligeramente mientras intentaba mantener la compostura, negándose a mostrar cuánto la habían herido sus palabras.
Cuando Mía pensaba hablar, reuniendo todo su valor para defender su dignidad y explicar que el dinero era lo último que le importaba, Ariel llamó a su hombre de confianza, cortando cualquier posibilidad de diálogo entre ellos.
El momento se perdió en el aire como humo, llevándose consigo la oportunidad de aclarar los malentendidos que parecían multiplicarse entre ellos como una plaga incontrolable.
—¡Colin! —este, siempre pendiente de su jefe, se apresuró rápidamente al llamado, sus pasos resonando en el suelo de mármol. El asistente apareció en la puerta en cuestión de segundos.
—Dígame, señor —respondió Colin, manteniéndose erguido y profesional, aunque sus ojos se desviaron brevemente hacia Mía, mostrando una compasión que hizo que ella quisiera desaparecer en ese instante.
—Encárgate de que el porcentaje en la solicitud de divorcio aumente —ordenó Ariel con voz cortante, sin dignarse a mirar a Mía, simplemente saliendo indignado de la habitación como si su mera presencia le resultara insoportable.
Sus pasos firmes y decididos resonaron por el pasillo, cada uno como un golpe al corazón de Mía.
Ella no lo había visto reaccionar de esa forma en todos sus años juntos. Era la primera vez que lo veía actuar de esa manera, cosa que la dejó sin palabras, con un nudo en la garganta que amenazaba con ahogarla.
El silencio que dejó tras su partida pesaba más que cualquier palabra que pudiera haber dicho, y el vacío en su pecho se expandía con cada segundo que pasaba.
—Señora, me dice las... —intentó preguntar Colin, su voz vacilante reflejando la incomodidad de la situación.
—Después, ahora solo quiero descansar —cortó Mía.
Colin asintió y se marchó, su rostro reflejando la tristeza que sentía por su jefa.
Durante dos años había sido testigo del amor entre ellos, había visto cómo Mía transformaba la vida de Ariel con su presencia luminosa y su bondad natural.
Era una buena chica, y Colin la apreciaba mucho, no solo por cómo amaba a Ariel, sino por cómo los trataba a todos ellos, siempre con respeto y amabilidad, sin importar su posición en la casa.
Apenas Colin se fue, Mía dejó rodar las lágrimas que había estado conteniendo, cada una llevando consigo fragmentos de sus sueños rotos y promesas incumplidas.
La habitación, que una vez había sido testigo de tantos momentos felices, ahora parecía burlarse de ella con sus fotografías familiares y recuerdos de tiempos mejores colgados en las paredes.
Ariel no era un hombre de enojarse fácilmente, su temperamento siempre había sido uno de sus rasgos más admirables, pero últimamente se molestaba por cualquier cosa que ella dijera, como si sus palabras fueran dagas dirigidas directamente a su corazón. La transformación había sido tan gradual que Mía apenas podía determinar cuándo comenzó todo a desmoronarse.