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La Casa Donde Aprendí A Odiarme

La Casa Donde Aprendí A Odiarme

Status: Terminada
Genre:Completas / Amor de la infancia / Autosuperación / Apoyo mutuo
Popularitas:1.6k
Nilai: 5
nombre de autor: VickyG

"La casa donde aprendí a odiarme" es una novela profunda y desgarradora que sigue la vida de Aika, una adolescente marcada por la indiferencia de su madre y la preferencia constante hacia su hermano. Atrapada en una casa donde el amor nunca fue repartido de forma justa, Aika lidia con una depresión silenciosa que la consume desde dentro. Pero todo empieza a cambiar cuando conoce a Hikaru, un chico extraño que, sin prometer nada, comienza a ver en ella lo que nadie más quiso ver: su valor. Es una historia de dolor, resistencia, y de cómo incluso los corazones más rotos pueden volver a latir.

NovelToon tiene autorización de VickyG para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 4: El peso de no ser vista

Esa noche llovió. No una lluvia suave ni melancólica, sino una tormenta de esas que parecen gritar lo que uno no puede. El viento sacudía las ventanas y cada trueno parecía latir dentro de mi pecho. Me tapé hasta la cabeza, no por miedo, sino porque así me sentía más sola. Y en esa casa, la soledad era mi única certeza.

No dormí. Solo cerré los ojos de vez en cuando, deseando no abrirlos más.

A las seis de la mañana, el despertador sonó como siempre. Pero yo ya estaba despierta, mirándolo desde hacía una hora. Me levanté sin hacer ruido. Mamá odiaba que se escucharan pasos temprano. “Pareces un caballo”, me había dicho una vez. Y desde entonces, me aseguraba de caminar como si no existiera.

En la cocina, el olor a humedad competía con el del pan viejo. Mi hermano aún dormía, seguro. Él podía. Él siempre podía. Yo no. A mí me tocaba preparar el desayuno, aunque nadie lo dijera en voz alta. Era mi rol no oficial.

Mientras el agua hervía, me pregunté cómo sería vivir en otra casa. Una donde no tuvieras que ganarte el afecto. Una donde el amor no dependiera de cuántas cosas haces bien. Porque en esta, equivocarse era una condena silenciosa. Y yo, con mis defectos y mi torpeza, parecía vivir condenada desde que nací.

Mamá bajó a las siete. Ni un “buenos días”. Solo un vistazo al reloj y luego a mí.

—¿Todavía no estás vestida para la escuela?

—Me cambio en un rato —dije, bajando la cabeza.

—No te duermas. Hoy viene la orientadora. Ya sabes que no quiero vergüenzas.

Asentí. Lo decía como si mi sola presencia ya fuera una vergüenza. Como si estar en esa escuela fuera un favor que me hacía el mundo.

Mientras me cambiaba en mi cuarto, pensé en la orientadora. La mujer siempre sonreía demasiado, como si quisiera convencernos de que le importábamos. Pero sus ojos eran como los de todos los adultos: ausentes, lejanos, cansados de escuchar que “todo está bien” cuando saben que no lo está.

Me miré al espejo. El uniforme me quedaba grande. Todo me quedaba grande últimamente. Tal vez porque yo me sentía pequeña. Como si fuera encogiéndome a fuerza de tanto silencio.

En el colegio, todo era ruido. Voces, pasos, gritos. Pero yo caminaba como si flotara, esquivando miradas, evitando conversaciones. No quería que nadie notara que algo me dolía, aunque todo me doliera.

En el recreo, me senté sola, como siempre. Había aprendido que es mejor no estar con nadie que estar rogando por un poco de compañía. Observé a los demás reír, jugar, compartir galletas. A veces me preguntaba qué se sentía eso. Ser parte. Tener un lugar donde alguien te extrañara si faltabas.

La orientadora me llamó a su oficina antes de terminar la jornada. Fui sin apuro. Ya sabía lo que venía.

—Hola, Aika. ¿Cómo te estás sintiendo últimamente?

Mentir. Siempre había que mentir.

—Bien.

Ella me miró con una sonrisa que no le llegaba a los ojos.

—Tus profesores dicen que estás más distraída de lo habitual. Que no participas como antes.

Me encogí de hombros.

—A veces me cuesta concentrarme, supongo.

—¿Pasa algo en casa?

Esa pregunta me atravesó como un cuchillo mal afilado. No porque no quisiera contestarla. Sino porque ni siquiera sabía por dónde empezar.

—No —mentí otra vez—. Todo está normal.

La orientadora asintió, pero se notaba que no me creía. Igual, no insistió. Porque nadie lo hace. Nadie quiere de verdad escuchar una historia rota. Porque escuchar duele. Porque compromete.

Al volver a casa, mi hermano estaba viendo televisión, comiendo lo que quedaba del pan. Mamá dormía en el sillón, con una revista sobre el pecho. El televisor lanzaba luces que pintaban de azul las paredes.

Pasé por delante sin que me vieran. Otra vez invisible. Otra vez como siempre.

En mi cuarto, escribí en otra hoja:

"Hoy me preguntaron si pasa algo en casa. Quise gritar ‘todo’. Pero dije ‘nada’. Porque ya aprendí que nadie quiere escuchar la verdad cuando duele. Y mi verdad duele. A veces quisiera tener un botón de pausa. Congelar el tiempo. Y quedarme sola en un mundo sin nadie. Porque ahí, al menos, el vacío sería mío y no prestado por los demás."

Guardé la hoja. Me tumbé en la cama. La tormenta había parado, pero por dentro todo seguía temblando.

Y en esa casa, nadie notó el temblor.

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