El Amor Es Cosa De Dos

Si lo era, Lewis había perdido la cabeza.

O tal vez su fiable secretario había estado pensando con otra parte de su anatomía cuando contrató a esa mujer como ama de llaves.

Rechazó la idea. Se aferró a su imagen de la mujer perfecta para ese puesto: una mujer de mediana edad con un casquete inamovible de pelo gris y carácter seco. No esperaba que la nueva ama de llaves fuera un calco de su predecesora, pero... esa mujer, ¡esa chica! no podía ser...

–Esta parte de la casa no está abierta al público –dijo ella, suavizando la recriminación con una sonrisa.

«¡Madre de Dios, sí que lo es! Lewis ha perdido la cabeza», pensó él.

–En realidad, ninguna parte de la casa lo está, pero la gente... –al oír el tono de ansiedad de su voz, cerró la boca, movió la cabeza y sonrió–. Así que, ¿podría seguirme, por favor? –añadió, con tono de azafata de avión.

A Alessandro no se le escapó la ironía de que le pidiera que abandonara su propio despacho, pero, en vez de echarle una reprimenda, se descubrió planteándose la pregunta.

Claro que le gustaría seguirla: escalera arriba, a su dormitorio. Imposible, porque él no salía con sus empleadas. Era una regla sin excepciones. Pero como iba a despedirla...

Quizás Lewis había pensado algo similar cuando decidió que ella cumplía los requisitos de experiencia y eficacia. Tal vez las poseyera en el dormitorio y su secretario lo sabía.

La posibilidad de que su secretario, basándose en su destreza en la cama, le hubiera ofrecido a su novia un empleo para el que no estaba cualificada le provocó una oleada de ira.

No sabía si le enfurecía que Lewis hubiera roto las reglas o que las hubiera roto antes de que él mismo hubiera tenido la oportunidad de hacerlo.

Alessandro gruñó y sus cejas se unieron en una sola línea desaprobadora.

Marina , al ver que el guapo y ceñudo desconocido de ojos ahumados no respondía a su invitación a salir de allí, sintió el pánico que había intentado controlar durante todo el día.

No dejaba de preguntarse cómo algo que había empezado del modo más inocente había adquirido proporciones tan monstruosas.

La respuesta era fácil: ya no sabía decir que no. Había accedido a tantas cosas que al final las había olvidado o, más bien, bloqueado. A esas alturas, no la habría sorprendido que una avioneta hiciera acrobacias por encima de la casa…

💞

Era una pesadilla. En los últimos cinco días había mentido, por omisión, ¡más que en toda su vida!

La primera mentira había creado el efecto bola de nieve, pero la bola ya era tan grande como para provocar un alud.

Había empezado de forma inocente, cuando Cleo, la mejor amiga de su difunta hermana se había echado a llorar tras invitar a Marina a un desayuno benéfico.

–¿A quién pretendo engañar? ¡Un desayuno! –movió la cabeza con disgusto–. ¿Sabes cuánto cuesta la operación de Anna?

Marina negó con la cabeza, suponía que un tratamiento médico de vanguardia en los Estados Unidos no era barato.

–Eso sin contar con el coste del viaje a América. El tiempo se acaba, Marina, mientras yo organizo desayunos y búsquedas del tesoro. Vender bollos no llevará a Anna al hospital, ¡hará falta un milagro! –sollozó–. En tres meses, la enfermedad podría haber avanzado demasiado y tal vez se nieguen a darle el tratamiento, ¡y pasará el resto de su vida en una silla de ruedas!

Marina había abrazado a la mujer, sintiéndose impotente.

–Esta no eres tú, Cleo. Eres una luchadora. Estás cansada, nada más –dijo. Era comprensible. Solo Dios sabía cuándo tenía un respiro; llevaba a Anna al hospital casi a diario–. Te apoyamos, ¡utilízanos! Todos queremos ayudar.

Movió la cabeza, deseando poder hacer algo. Entonces le llegó la inspiración y no lo pensó un segundo, lo soltó sin más.

–Celebra el desayuno en la mansión. Ya sabes cómo es la gente, irán solo para echar una ojeada. Podríamos poner unas mesas plegables en el jardín y estoy segura de que la señora Whittaker hará algunos de sus bollos –sabía que toda la comunidad estaba deseando ver los cambios realizados por el enigmático nuevo propietario, casi tanto como deseaban verlo a él.

–¿En serio? –Cleo se secó los ojos con un pañuelo de papel–. ¿No le importará al señor Belluci? No me gustaría crearte problemas. Cuando solicitamos utilizar el pabellón de críquet para el partido benéfico, se negó, aunque es cierto que proporcionó el trofeo para los ganadores.

Recapitulando, era fácil reconocer que ese habría sido el momento para decir que tendría que consultarlo, pero ni lo había dicho ni lo había consultado; sabía cuál habría sido la respuesta. Su nuevo jefe no quería continuar con las tradiciones antiguas ni iniciar otras nuevas. Quería, tal y como Lewis había explicado, mantener el pueblo al otro lado de las verjas.

–No es que no sea un tipo estupendo –había asegurado el leal secretario al ver la expresión de Marina–. Es introvertido y no le gusta involucrarse personalmente. Es muy generoso y hace muchas cosas que la gente desconoce a través de la fundación benéfica Belluci.

La fundación Belluci financiaba proyectos diversos, desde educación para adultos a provisión de agua potable a pueblos del tercer mundo. Pero la solicitud requería mucho papeleo y Cleo necesitaba ayuda inmediata, su petición no podía quedar enterrada bajo un montón de causas justas.

–Deja que sea yo quien me preocupe de eso.

Llevaba preocupándose desde entonces, pero su recompensa había sido la sonrisa de Cleo. Cada vez que sentía remordimientos, lo que ocurría a menudo, recordaba esa sonrisa.

«Esperará que trabajes sin supervisión, que demuestres iniciativa», había dicho Lewis en la entrevista. Ella sospechaba que se había excedido en su iniciativa, pero él no tenía por qué enterarse. Y su estatus en la localidad había mejorado mucho sin ningún esfuerzo por su parte. Era una situación en la que podía pasar de tenerlo todo a nada si él se enteraba.

Por más que intentara racionalizarlo, Marina sabía que se había excedido en sus competencias en periodo de prueba. Si la descubrían, su inspiración podía costarle perder el empleo…