La Princesa Dragón.

Al ingresar a la cueva, cientos de historias estaban talladas sobre las rocas. Guerras entre el bien y el mal quedaban registradas como crónicas de una vida pasada… hombres, mujeres, magos… dioses… todos unidos para vencer a un enemigo en común: el mal.

Cuando la princesa Neftalí y el príncipe heredero Elios terminaron de entrar, vieron un gran nido de lava en el centro de la cueva, donde reposaban tres huevos dorados. El dragón pronto se acomodó sobre ellos y comenzó a hablar nuevamente:

—Hace cientos de años… la guerra entre el bien y el mal alcanzó tal punto que solo la diosa de la guerra pudo detener el avance de los demonios sobre estas tierras. Con su sabiduría y poder, reunió a guerreros de distintos reinos e imperios para librar la mayor batalla en la historia de la humanidad. Humanos, brujos, semidioses y dragones luchamos juntos para salvaguardar la paz.

Con el tiempo, muchos olvidaron que esa guerra alguna vez sucedió. La gente volvió a concentrarse en disputas vanas y guerras sin sentido. Pero el mal no descansa… se alimenta de la ira, del odio y de la oscuridad.

Durante más de trescientos años, el sello que la semidiosa creó para contener la maldad permaneció intacto. Sin embargo, los demonios huelen el miedo, y tanta sangre derramada sin gloria ha hecho que ese sello comience a quebrarse. Solo los descendientes de los antiguos guardianes podrán proteger este mundo de la destrucción…

Alexandra no sabía por qué, pero aquella historia le resultaba extrañamente familiar.

—Deben encontrarlos —continuó el dragón— y anunciarles que el fin del mundo está cerca.

—¡Pero nosotros no podemos hacer eso! Estamos en peligro… nuestros enemigos quieren vernos muertos.

—Busquen la forma de llegar hasta las descendientes de la diosa. Llévense a mis últimos hijos… y cumplan con esta misión. De lo contrario, no solo ustedes perderán todo refugio… el destino de todos estará en peligro.

Alexandra notó que el dragón parecía cada vez más débil, y se acercó al ver un líquido azul brotar de uno de sus costados.

—Está herido…

Antes de que el niño pudiera decir algo más, una luz intensa envolvió al dragón, y su cuerpo se desvaneció lentamente ante sus ojos. Ninguno podía creer lo que acababan de presenciar.

—Muy bien… vámonos.

—¡Espera! ¡Debemos tomar los huevos!

—Deja esas cosas ahí. No pienso embarcarme en una misión suicida con un niño a cuestas. Me da igual si el mundo se acaba.

—¿No escuchaste lo que dijo? ¡Todos moriremos! ¡La maldad se apoderará de la tierra!

—Pues que lo haga. Créeme… hay cosas peores que el infierno. Vamos, no te quedes atrás o…

—¡Me niego! Y como tu futuro rey te ordeno que—

Ella se volvió furiosa, lo tomó del cuello del traje y le espetó con firmeza:

—Aclaremos algo: tú no me das órdenes. ¿No ves la situación en la que estamos? Ya no eres heredero de nada. Nunca serás rey. Todo lo que creíste conocer se ha ido al demonio. Aprende a esconderte, a defenderte… y tal vez sobrevivas. No eres un héroe, y yo tampoco lo soy. No arriesgaré mi vida por nadie más que por mí misma.

El niño, de apenas ocho años, rompió en llanto. Ella lo soltó y, al ver que no se tranquilizaría pronto, agregó con fastidio:

—Bien… toma tus nuevos juguetes y camina. Acamparemos afuera. Aquí apesta. Mañana temprano veremos qué hacer.

Sin decir más, salió de la cueva. Elios, aún llorando, recogió cuidadosamente los huevos y murmuró:

—Voy a volverme más fuerte… para poder luchar junto a ustedes. Es lo que mi padre haría…

La noche cayó como un manto oscuro sobre la cueva y sus alrededores. El viento silbaba entre las rocas, y el calor de la lava aún se sentía en las paredes de piedra. Afuera, ella encendía una pequeña fogata usando su daga y ramas secas que había encontrado en el camino.

Elios salió poco después, abrazando los tres huevos dorados contra su pecho. Sus ojos aún estaban húmedos, pero su rostro mostraba determinación. Se sentó al otro lado del fuego sin decir palabra.

Ella lo observó de reojo. Se notaba que luchaba por no hablar, pero finalmente suspiró con resignación.

—¿Tienes idea de lo que cargas en los brazos?

—Son descendientes del dragón… los últimos dragones.

—Sí… si es que sobreviven. Nadie ha criado dragones en siglos. Menos aún, tres de golpe. ¿Estás dispuesto a cargar con eso?

—Sí. Haré lo que tenga que hacer.

Lo miró en silencio unos segundos más, antes de sacar una vieja manta de su bolsa y lanzársela.

—Entonces empieza por no congelarte esta noche.

Ambos se quedaron en silencio, observando las llamas. A lo lejos, un rugido retumbó entre las montañas, grave y profundo, como un eco lejano de advertencia.

—¿Qué fue eso?

—Nada… descansa. Yo haré guardia.

Elios relajó su postura, y cerrando los ojos, se dejó llevar por el sueño. Ella, por su parte, miró el fuego por un buen rato, tratando de entender todo lo que había pasado y lo que haría a partir de ese momento.

De pronto, la voz de una mujer se oyó. Al voltear, vio a Lilith, quien la observaba con el ceño fruncido.

—Tú…

—Sí… yo.

—¿Por qué me enviaste aquí?

—Porque solo alguien que ha vivido en guerra toda su vida puede sobrevivir a esto.

—Morí producto de una guerra que no inicié…

—En esta vida tendrás la oportunidad de cambiar eso. Este niño te necesita. Ahora él es tu responsabilidad.

—¿Por qué me eligieron a mí?

—Porque eres igual a mí a tu edad… aún te faltan conocimientos, pero estoy segura de que aprenderás. Aprovecha esta oportunidad, Alexandra, y vive… Si cumples con esta misión, podrás ser feliz…

La mujer se volvió para marcharse, pero antes de desaparecer, Alexandra preguntó:

—¿A dónde debo dirigirme?

—Ve al norte. Ellas te encontrarán. Ten cuidado… el camino no será fácil, pero sé que lo lograrán.