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Cerca Del Cielo, Lejos De Ti

Cerca Del Cielo, Lejos De Ti

Status: En proceso
Genre:Amor prohibido
Popularitas:478
Nilai: 5
nombre de autor: Santiago López P

En la Ciudad de México, como en cualquier otra ciudad del mundo, los jóvenes quieren volar. Quieren sentir que la vida se les escapa entre las manos y caminar cerca del cielo, lejos de todo lo que los ata. Valeria es una chica de secundaria: estudiosa, apasionada por la moda y con la ilusión de encontrar al amor de su vida. Santiago es todo lo contrario: vive rápido, entre calles peligrosas, carreras clandestinas y la lealtad de su pandilla, sin pensar en el mañana.

Cuando sus mundos chocan, la pasión, el riesgo y el deseo se mezclan en un torbellino que los arrastra sin remedio. Una historia de amor que desafía reglas, rompe corazones y demuestra que a veces, para sentirse vivos, hay que tocar el cielo… aunque signifique caer.

NovelToon tiene autorización de Santiago López P para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Veinticuatro

Chucho apenas alcanza a levantarse cuando Santiago ya lo manda de una patada directo contra una mesa de plástico, de esas con el logo de la Corona ya despintado. Todo se viene abajo: botellas de Tonayán, vasos de unicel con hielos que caen rodando por el piso y hasta un plato con tacos de canasta que alguien había dejado olvidado.

La música del estéreo —un casete pirata con Caifanes— sigue sonando entre el desmadre, pero ahora todos los invitados se quedan con la boca abierta. Nadie se mete, porque saben que Santiago no se anda con cuentos. Ese güey tenía fama en la colonia: lo mismo corría en motos tuneadas que se agarraba a madrazos afuera del Tianguis de Tepito si alguien lo volteaba a ver feo.

—¡Órale, bájame, pinche naco! —grita Mariana mientras patalea colgada del hombro de Santiago, su vestido ligero agitándose con cada movimiento.

Santiago sonríe con ese cinismo que traía tatuado en la cara, medio cubierto todavía con Coca-Cola chorreándole por la frente. —Tranquila, güerita, si nomás vamos por una duchita… ¿o qué?, ¿te da miedo mojarte?

—¡Suéltame, imbécil! —chilla ella, golpeándole la espalda con los puños cerrados.

La gente se aparta, como en esos pleitos de microbús cuando el chofer se agarra a palabras con otro en Insurgentes: todos miran, pero nadie mete mano.

Chucho, desde el piso, intenta incorporarse, con la camisa de marca ya manchada de salsa de los tacos. —¡Santiago, bájala o te juro que—!

Pero el otro no lo deja ni terminar. Con una mirada fulminante, le suelta: —Cállate, “niñito nice”, vete a seguir jugando a las carreas en tus carritos de papá.

El ambiente se pone más tenso que un toquín clandestino en el Chopo cuando llega la tira. La luz de las torres de neón que decoraban el jardín parpadea sobre las caras de los chavos: unos muertos de risa, otros con miedo.

Mariana, roja de furia, grita a todo pulmón: —¡Ayúdenme, no ven lo que está haciendo!

Pero nadie se mueve. En la CDMX de esos años, cada quien jalaba por lo suyo; y menos si Santiago estaba de por medio. Ese cabrón era como graffiti en Insurgentes: imposible de ignorar, pero peligroso de tocar.

El desmadre se había vuelto total. Entre el humo del cigarro, los flashes de las luces neón y las rolas de Café Tacvba tronando desde la consola del DJ, la sala de Regina parecía más bien un toquín improvisado en un bar de Insurgentes que una fiesta de cumpleaños.

—¡Órale, cabrones, bájenle a la locura! —gritó alguien desde un rincón, mientras esquivaba un jitomatazo que terminó estampado en la pared, justo sobre un graffiti que alguien había pintado en plena peda.

Marcelo se carcajeaba, dándole manazos a Kevin, que iba aventando huevos como si fueran pelotas de futbol en el llano. Un par de invitados intentaban huir, pero se atoraban entre los sillones y las botellas tiradas.

Regina, con la cara desencajada, trataba de mantener algo de control, como si fuera policía de tránsito en Viaducto a la hora pico.

—¡El baño está allá! —dijo, respondiendo maquinalmente a un tipo que pasaba cargando a una morra sobre los hombros, como si todo fuera normal.

En ese mismo instante, por la ventana se alcanzaban a escuchar los cláxones de un microbús tuneado que pasaba por la colonia, con luces verdes encendidas por dentro y la clásica calca en el parabrisas: “Sólo Dios puede juzgarme”. La ciudad seguía latiendo allá afuera, indiferente al desmadre dentro.

Santiago entró al baño como si fuera su guarida. La morra, Mariana, forcejeaba contra el marco de la regadera.

—¡No mames, bájame! ¡Ayuda! —gritaba, pero nadie parecía escuchar; el relajo afuera ya había subido a nivel de madriza general.

Él, con una calma casi burlona, le abrió las manos y la empujó hacia la regadera. El agua helada cayó de golpe, empapándolos a ambos.

—Ya ves, chilanga, nada como un bañito pa’ bajarte el genio. —Soltó una risa.

—¡Idiota, ciérrale! —ella chillaba, sacudiéndose como si el agua quemara.

Él giró la llave hasta lo más caliente. El vapor llenó el baño en segundos.

—Dicen que así hasta los poros respiran, ¿no? Pa’ que pienses mejor antes de andar tirando refrescos en la cara —se burló.

Marcelo irrumpió en el baño, empapado de sudor y con una cadena dorada recién afanada colgando del cuello.

—¡Ya valió madres, Santi! Oí que alguien ya le marcó a la tira. Hay que pelarnos.

Santiago soltó la regadera, todavía con la sonrisa pegada al rostro. Mariana se quedó jadeando en el suelo, con el vestido pegado al cuerpo, la tela traslúcida dejando ver más de lo que quería. El vato se quitó la camiseta, mostrándose como si estuviera en un anuncio de gimnasio de la Narvarte.

—Tápate, si no te va a dar aire —dijo, como si le importara, tendiéndole una toalla.

Ella lo miró con odio, apartándose el cabello de la cara.

—Vete a la chingada —escupió, con los ojos brillando de rabia.

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Maria Consuelo Rodriguez Berriz
Me gusta tu Novela, el contexto juvenil dónde se desarrolla es muy agradable. Gracias.
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