Entre Las Garras De La Villana

El cielo comenzaba a teñirse de un tenue púrpura cuando Kaelion, encerrado en su habitación con barrotes de oro y paredes de mármol, escuchó el estruendo. No fue una explosión. Fue un rugido. El rugido de la tormenta. Se acercó a la puerta, apretando los puños, el corazón golpeando su pecho.

Entonces, la cerradura estalló en mil piezas. La puerta cayó con un golpe seco y en el umbral apareció un hombre envuelto en rayos. Su silueta parecía la de un dios recién nacido. Su mirada era fuego y sus pasos arrastraban el eco de la guerra.

—¿Rhazir...? —murmuró Kaelion, sin creer lo que veía.

—Ven conmigo si quieres vivir —dijo con voz firme, la energía crepitando a su alrededor.

Kaelion salió, aturdido. Recordaba a ese hombre. Había sido un esclavo. Lo había ayudado a escapar junto a Aery... ¿Pero esto?

—¿Quién…? ¿Quién eres ahora? —preguntó mientras lo seguía entre corredores destrozados.

Un guardia, ardiendo en llamas, cayó por una ventana rota. Desde la distancia, una voz gritó:

—¡¡El Emperador!! ¡¡Es el Emperador del Desierto!!

Kaelion se detuvo en seco, mirándolo con ojos abiertos.

—¿Emperador…?

Rhazir no se volvió. Solo dijo:

—Tu hermana está viva. Lucha como la tormenta. Estoy aquí por ella… y por ti.

Kaelion sintió un alivio punzante en el pecho. Aery estaba viva. Eso era lo único que importaba.

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En otro extremo del palacio, Almudena corría. Su vestido desgarrado, el cabello suelto. Había visto a muchos caer. Su lealtad no le permitía escapar… pero tampoco sabía a dónde ir. Detrás de ella, Uriel avanzaba como un coloso envuelto en fuego. A cada paso, el suelo temblaba. Almudena se giró y, temblando, alzó una espada que apenas podía sostener.

—¡No te acerques! —gritó con voz quebrada pero decidida.

Uriel se detuvo, levantando una ceja. Antes de responder, escuchó una voz femenina.

—¡Almudena!

Aery apareció entre las sombras, con sangre seca en la ropa y una espada en mano, el cabello revuelto, los ojos resplandecientes.

—Es mi criada —dijo, poniéndose al lado de la joven.

Uriel la miró con asombro. No era como la había imaginado. Era más. Era furia, temple, belleza y fuego. Se arrodilló ante ella, inclinando la cabeza.

—Es un honor, princesa Aery. Ahora comprendo por qué mi emperador quemó un imperio.

Ella lo observó con seriedad. En sus labios se dibujó apenas una sonrisa.

—Gracias por cuidarlo.

Uriel se levantó, con respeto, y sin más palabras, se marchó por el pasillo envuelto en humo. Aery miró a Almudena y la abrazó con fuerza.

—Ya no más. Ahora peleamos juntas.

Y mientras el sol despuntaba en el horizonte, el Imperio de Diamond seguía desmoronándose… bajo la voluntad de quienes se negaron a arrodillarse. El amanecer no trajo esperanza. Solo cenizas. Las ruinas del Imperio de Diamond humeaban como un cadáver fresco. No quedaba gloria. No quedaba grandeza. Solo restos de un reino construido sobre la sangre y las mentiras. Y allí, arrastrado por las cadenas, iba el emperador. Aery lo tiraba como se arrastra a un animal muerto. Su cuerpo sucio, golpeado y despojado de todo poder, rebotaba contra los escombros, la piedra, la podredumbre que él mismo había creado. No había jueces. No había pueblo pidiendo justicia. Todos los que una vez levantaron copas ante sus masacres y aplaudieron sus decretos estaban muertos. Consumidos por el mismo fuego que él encendió.

—Míralo bien, Kaelion —dijo Aery con voz baja pero firme—. Así se ve un hombre que reinó sin alma. Y así termina. Sin nadie que lo reclame. Porque nadie fue mejor que él.

El emperador no pedía perdón. Solo gemía. Rhazir observaba en silencio, los ojos fijos en su reina. No había orgullo, solo aceptación: esto debía pasar. Lo llevaron por las plazas donde celebraban ejecuciones. Por los jardines donde sus concubinas reían mientras las sirvientas morían. Por las escaleras de mármol que él había mandado construir con los huesos de los esclavos. No hubo pueblo que lo insultara. Ni soldados que lo escupieran. Porque el pueblo ya no existía. Porque los soldados murieron en sus propias espadas. Aery no lloró.

—No mereces un juicio. No mereces palabras bonitas. Ni siquiera mereces una tumba.

Lo llevó hasta el centro exacto del palacio, donde aún ardía la gran lámpara imperial caída. Allí lo dejó.

—Morirás como viviste. Solo. Y consumido por tu propio infierno.

Y sin más, clavó su espada en el suelo. No en él. En el suelo. Las grietas se abrieron, el fuego brotó como un aliento de los dioses antiguos. Las llamas lo envolvieron. No gritó. Solo desapareció. Cuando todo se calmó, el silencio fue absoluto. Rhazir se acercó a ella, tomó su mano.

—Ahora sí... está hecho.

Aery asintió, con los ojos fijos en el lugar donde se consumió el emperador. Luego miró el horizonte, donde el humo se mezclaba con la luz del crepúsculo.

—Que este imperio nunca vuelva a levantarse —susurró—. Que las cenizas cuenten la historia. Que nadie olvide.

Y juntos, se alejaron caminando sobre las ruinas. Dejando atrás un pasado hecho pedazos.