El vínculo los unió, pero el orgullo podría matarlos...
Damián es un Alfa poderoso y frío, criado para despreciar la debilidad. Su vida gira en torno a apariencias: fiestas lujosas, amigos influyentes y el control absoluto sobre su Omega, Elián, a quien trata como un mueble más en su casa perfecta.
Elián es un artista sensible que alguna vez soñó con el amor. Ahora solo sobrevive, cocinando, limpiando y ocultando la tos que deja manchas de sangre en su pañuelo. Sabe que está muriendo, pero se niega a rogar por atención.
Cuando ambos colapsan al mismo tiempo, descubren la verdad brutal de su vínculo: si Elián muere, Damián también lo hará.
Ahora, Damián debe enfrentar su mayor miedo —ser humano— para salvarlos a los dos. Pero Elián ya no cree en promesas... ¿Podrá un Alfa egoísta aprender a amar antes de que sea demasiado tarde?
NovelToon tiene autorización de BlindBird para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
23. Alexander
El celular parecía burlarse de mí desde la mesa del comedor. Invitación de boda: Elian C. & Damien V.
Había llegado esa mañana, después de una conversación sobre ir de vacaciones a visitarlo. Me quedé paralizado, los dedos manchados de tinta de los contratos que acababa de firmar, el reloj de pared marcando las horas que ya no tenían sentido.
Se casaba.
Con otro.
Primero fue el vaso de whisky. Lo estrellé contra la pared con un grito ahogado, viendo cómo los cristales llovían sobre el piso de mármol que había elegido pensando en él.
"Cuando vengas a Alemania, quiero que te sientas como en casa", le había escrito en una promesa hace meses, yo iría por él.
Luego vino el jarrón de porcelana, un regalo estúpido de un socio. Lo levanté con ambas manos y lo arrojé contra el espejo del vestíbulo. El estruendo fue satisfactorio, como si cada fragmento roto fuera un pedazo de ese futuro que ya nunca tendríamos.
—¡Mierda! ¡Mierda! ¡MIERDA!
Mis puños golpearon la mesa, luego la puerta del armario que se partió bajo la fuerza del impacto. No sentía el dolor, solo ese vacío insoportable que se expandía en el pecho.
El cuadro que colgaba en la sala, una pintura abstracta que Elian hubiera odiado, lo arranqué de la pared, clavos y todo.
¿Cuánto tiempo había pasado?
El departamento parecía una zona de guerra: vidrios rotos, muebles volcados, mis nudillos sangrando. Me desplomé en medio del caos, jadeando, con la invitación todavía apretada en el puño.
La risa me sacudió antes de que pudiera detenerla. Era absurdo.
Había pasado años construyendo un imperio, acumulando riqueza, poder… todo para él. Para que cuando finalmente fuera por él, pudiera darle la vida que merecía.
Y en lugar de eso…
Elian había elegido a otro.
Había seguido adelante.
Como si lo nuestro nunca hubiera importado.
El nombre Damien resonaba en mi cabeza como un maldito mantra.
Damien lo tocaba.
Damien lo besaba.
Damien se atrevió a ponerle un anillo en el dedo.
Mis uñas se clavaron en las palmas de las manos hasta dibujar media luna de sangre. El cuerpo me ardía, no solo de rabia, sino de eso—el celo—, una fiebre ancestral que distorsionaba todo: el olor a limón del limpiador se convertía en su fragancia a fresas, el roce de la camisa contra mi piel era un sustituto grotesco de sus manos. Mis músculos se tensaban como cables a punto de romperse, necesitando, exigiendo, devorando el vacío que dejaba su ausencia.*
El instinto era un animal corroiéndome por dentro: quería morder, marcar, reclamar. Cada poro exudaba feromonas como una advertencia fallida, un llamado que él nunca respondería. El aire se espesó con el dulce-ámbar de mis feromonas, empapando cada rincón del departamento destrozado. Sudaba, temblaba, los dientes rechinando contra el impulso de gritar su nombre hasta desgarrarme la garganta.
La Foto
La tomé con manos temblorosas: esa foto de Elian en la secundaria, riendo con la camisa mojada pegada al torso. El papel ya estaba gastado en los bordes por tantas noches de fantasías húmedas y promesas rotas. La llevé al cuarto como un ladrón llevándose un tesoro, pisando vidrios rotos sin sentir el dolor.
Como tantas otras veces.
Pero esta vez no bastaba con mirar.
El celo había convertido cada pensamiento en una agresión: ya no era el recuerdo de su risa lo que me consumía, sino la imagen de otros labios sobre su cuello, otras manos desabrochando su cinturón. El cerebro repetía en loop escenas inventadas, Damien mordiendo su hombro, Damien escuchándolo gemir, hasta que la saliva me sabía a veneno.
—Mío— gruñí, y el sonido fue casi animal.
La lógica se desvanecía bajo el fuego del celo:
Quería su olor. Quería ahogarme en su esencia a fresas hasta que mis pulmones olvidaran cualquier otro aire. Mis sábanas olían a soledad, no a él. Necesitaba su calor, su peso, el sonido que hacía cuando yo lo empujaba contra el colchón y le demostraba por qué nadie más podría jamás.
La Fantasía que ya no alcanzaba
Antes, imaginarlo era suficiente.
¿Cuántas noches me había saciado con solo el recuerdo de sus risas?
Pero en ese momento…
Ahora cada neurona gritaba que no era suficiente. Que necesitaba marcarlo, poseerlo, arrancar a Damien de su piel con mis dientes y lamer la herida hasta que solo quedara mi sabor.
Un gemido escapó de mi garganta cuando me acerqué demasiado al borde del abismo pensando en cómo lo tendría:
Contra la pared, haciéndole olvidar cualquier otra mano.
En mi regazo, mimando cada cicatriz que no protegí.
Sobándole el anillo de compromiso hasta que el metal se le incrustara en la carne y gritara mi nombre en vez del otro.
Mi respiración se detuvo.
El celo rugió.
Los días se mezclaron en una niebla de sudor, feromonas y fantasmas.
No dormí.
No comí.
Solo ardí.
El celo no cedía, era un incendio sin fin, y mi cuerpo ya no respondía. Las sábanas estaban empapadas, la foto de Elian arrugada entre mis dedos, y el olor a sudor y desesperación era tan denso que hasta yo sentía asco.
Al tercer día o quinto, perdí la noción del tiempo.
El agua de la botella en el piso se acabó hace quién sabe cuánto.
El teléfono seguía vibrando, pero ya ni lo escuchaba.
Mi piel estaba febril, pegajosa, demasiado caliente para ser humana.
Intenté levantarme para ir al baño y las piernas me traicionaron. Caí de bruces contra el piso, sin fuerzas ni para maldecir.
Patético.
El portazo retumbó en el departamento.
—¡Alexander!
La voz de Lucas, mi secretario, sonó lejana, como si llegara desde otro universo. Luego, pasos apresurados, y de pronto la luz.
La puerta de mi habitación se abrió de golpe.
—Dios mío…
No lo culpo por el horror en su voz. Debía ser un espectáculo grotesco:
Yo estaba roto. Tirado en medio de la ropa sucia y restos de comida.
Mis feromonas y sudor fermentados por días hacían un olor hediondo.
Mis labios agrietados murmurando Elian como una plegaria.
Detrás de él, dos policías intercambiaron miradas.
—Llame a una ambulancia— ordenó Lucas, y luego, más bajo, solo para mí, —mierda, Alex… ¿Qué demonios te hiciste?
Desperté con agujas en los brazos y una enfermera ajustando el suero.
—El celo le deshidrató— le explicaba alguien a Lucas. —Su cuerpo colapsó. Hemos administrado inhibidores y sedantes…
Las palabras se desvanecían.
Lo único claro era la vergüenza.